23
Mal de mer
Jacob no estaba seguro de si en sus oídos resonaba su propio grito o el de los hombres que se ahogaban a su alrededor entre las olas. El mar estaba helado y se aferró a una tabla que pasaba por delante, mientras intentaba desesperadamente divisar a Zorro en el buque insignia. Pero el humo era demasiado denso. Jacob confiaba en que hubiera saltado. El gran barco arrastraría todo consigo cuando se hundiera. Gritó su nombre, pero apenas podía oír su propia voz. Los gritos y gemidos eran tan fuertes que parecía que las olas murmuraran de pronto con gargantas humanas. Una explosión destruyó uno de los barcos hundidos y el Titania ya empezaba a inclinarse de costado de forma amenazante, pero Jacob continuaba buscando a Zorro entre los escombros y los cadáveres flotantes.
¿Dónde estaba?
Sacaba la cabeza de cada muerto del agua. Como flores de cera, sus pálidos rostros nadaban entre las velas carbonizadas y los barriles de pólvora vacíos. En el agua fría, apenas sentía sus propios miembros, y el humo convertía cada inspiración en un tormento, pero tenía que encontrarla.
—Jacob —unos brazos húmedos abrazaron su cuello. Una fría mejilla se apretó contra la suya. Su cabello rojo era casi negro, de tan mojado y pegado que estaba a su rostro, y él la abrazó hasta sentir el latido de su corazón a través de su ropa mojada. Apenas se atrevía a soltarla por miedo a que las olas los separaran otra vez.
—¿Tienes la cabeza?
—Sí.
—¡Tenemos que irnos de aquí!
¿Irnos adónde? Jacob se dio la vuelta. ¿Qué pensaría Dunbar cuando abriera su periódico por la mañana? Acorazados, aviones, bombas que caían del cielo… ¿Se preguntaría si se habían hundido junto con la cabeza y comenzaría a temer la nueva magia tanto como a la del verdugo de las brujas?
—La costa no puede estar lejos. Llevábamos horas navegando hacia el sudeste.
No importaba lo que dijera. Los aviones habían desaparecido, pero con seguridad no mandarían destacamentos de rescate.
—Vamos. —Zorro tiró de él. Parecía estar muy segura de dónde se hallaba la costa.
Sigue nadando, Jacob.
El humo aún los siguió un buen rato. El humo. Los escombros. Los gritos de auxilio. Pero finalmente a su alrededor solo el mar respiraba como un gigantesco animal, que digería las víctimas que acababa de ahogar. Zorro volvió la cabeza hacia él preocupada. Era una nadadora muy buena, pero los brazos de Jacob se habían vuelto tan pesados que cada ola lo hacía respirar con dificultad. Finalmente Zorro nadó a su lado, pero Jacob era cada vez más lento. ¡No te agarres a ella, Jacob! Lo único que conseguiría sería arrastrarla al fondo. Su piel estaba entumecida por el frío y Jacob notó que se iba a desmayar.
—¡Jacob! —Zorro lo abrazó y le sacó la cabeza del agua—. ¡No conseguirás llegar a la costa! Déjate hundir. ¿Me oyes?
¿Dejarse hundir? ¿De qué hablaba? Intentó aspirar, pero el mismo aire parecía estar hecho de agua salada.
—Es tu única oportunidad. ¡Ellas no suben a la superficie!
¿Ellas? Antes de que pudiera comprender, Zorro tiró de él hacia abajo. El agua entró en su boca y su nariz. Intentó resistirse, pero Zorro no lo soltó. Lo arrastraba más y más al fondo sin importarle su resistencia. Jacob intentó soltarse con un golpe, quería respirar, solo respirar, pero de repente sintió otras manos. Cálidas y delicadas como las de los niños. Le metieron una de sus escamas en la boca y sus pulmones comenzaron a respirar en el agua como si nunca hubieran hecho otra cosa. Los cuerpos, que lo rodeaban a él y a Zorro, eran transparentes como cristal lechoso. Pez o humano: eran ambas cosas. En Lothringen se las denominaba «mal de mer», pero en cada costa recibían un nombre distinto. Se decía que hacían zozobrar los barcos para llevarse el alma de los muertos a sus ciudades en el fondo del mar. La emperatriz tenía un ejemplar en su sala de los tesoros, pero la muerte convertía su belleza de cristal en cera opaca.
Rodearon a Zorro como si fuera una de ellas, trenzaron su cabello y acariciaron su rostro, pero ella no se separó del lado de Jacob y apartaba a las ondinas, cuando estas quisieron arrastrarlo más al fondo. Era como un baile entre Zorro y ellas, y en algún momento Jacob sintió que las olas lo arrastraban a tierra firme. Notó arena húmeda y conchas que se rompían entre sus dedos. Sus ojos ardían por el agua salada, pero finalmente logró abrirlos, y vio nubes y un cielo gris sobre él. Zorro estaba acurrucada junto a él. Ella misma estaba demasiado débil para ponerse de pie, pero los dos continuaron tirando el uno del otro para salir del agua, cuyo murmullo seguía sonando hambriento, hasta que finalmente cayeron extenuados en la arena codo con codo.
Jacob escupió en la mano la escama que las mal de mer le habían metido entre los labios, y aspiró con voracidad el aire húmedo en los doloridos pulmones. Era salado y frío, y lo más exquisito que había probado nunca.
Respirar. Simplemente respirar.
Zorro se quitó las flores que las mal de mer le habían prendido en el cabello. Bajo el agua habían brillado con todos los colores del arco iris, pero ahora estaban marchitas e incoloras. Zorro las arrojó a las olas, como queriendo devolverles la vida. Después se arrodilló junto a Jacob y enterró profundamente las manos en la arena color gris.
—Por poco —su voz sonaba tan incrédula como si no pudiera creer que realmente seguían con vida.
Vida… Jacob metió la mano bajo la camisa mojada, pero todo cuanto sus dedos tocaron fue la polilla.
La bolsa engañosa con la cabeza había desaparecido.
Zorro deslizó la mano en la manga con una sonrisa. Sacó la bolsa y se la lanzó al pecho.
Los guantes, al igual que la mochila, se habían hundido en el mar, pero Jacob no sintió más que un ligero hormigueo al meter la mano en la bolsa y tocar el cabello dorado. Las bolsas engañosas podían debilitar el efecto de la magia negra, pero no había experimentado jamás un efecto tan intenso. Qué importaba… tenía la cabeza. Ahora solo podía esperar que el goyl hubiera tenido menos éxito hasta ese momento. Jacob cerró la bolsa y levantó la vista al cielo, donde unas gaviotas hambrientas volaban en círculo entre las nubes. En su recuerdo seguía viendo los aviones rojos precipitándose sobre los barcos ardiendo.
—¿Por qué nos han ayudado las mal de mer?
Zorro se limpió la arena de los desnudos brazos. Se había quitado el vestido mojado en el mar y solo llevaba puesto el pelaje. Seguía llevándolo siempre bajo la ropa cuando podía haber peligro, pero esa vez no había sido la zorra, sino su forma humana, la que los había salvado a ambos.
—En realidad solo ayudan a las mujeres —respondió ella—. Cuando era niña salvaron a la hermana de mi madre. Por lo general, a los hombres se los llevan consigo y no estaba segura de poder protegerte de ellas, pero sin su ayuda te habrías ahogado seguro. —Zorro sonrió—. Por suerte comprendieron que no permitiría que te llevaran sin resistirme.
Sí, por suerte y porque era tan intrépida que a veces le hacía sentir miedo incluso a él. Jacob se incorporó. Solo confiaba en que encontrar la mano y el corazón fuera más sencillo. Aunque no era de esperar. Miró alrededor. Escarpadas peñas de arena y una playa pedregosa. Un faro en la lejanía.
—¿Sabes dónde estamos?
Zorro asintió con la cabeza.
—Yo crecí no muy lejos de aquí. Les pedí a las mal de mer que nos trajeran hasta aquí. Estamos en Lothringen, a tan solo unos kilómetros de la frontera de Flandes —dijo poniéndose de pie—. Será mejor que nos larguemos de aquí. Los pescadores de la zona son todo menos afables con los extraños. ¿Tienes aún el pañuelo de oro? Necesitaremos dinero para caballos y ropa nueva.
Jacob metió la mano en el bolsillo. El pañuelo estaba empapado, pero la tarjeta de Earlking salió tan seca e intacta como si acabara de aparecer en su mano. Zorro lanzó a la tarjeta una mirada desagradable, aunque estaba vacía, salvo por el nombre de Earlking. El cartón estaba blanquísimo, como si el mar hubiera borrado toda la tinta. Jacob espantó una araña que salía de su bolsillo y metió la tarjeta en él. Seguía queriendo tirarla, pero, desde que el nombre de Will había aparecido en ella, le daba la insensata impresión de que era una conexión con su hermano.
Por lo general, el pañuelo de oro funcionaba también cuando estaba mojado, pero Jacob tuvo de nuevo que frotar infinitas veces hasta que finalmente le concedió un tálero fino como el papel. Sí, necesitaba un nuevo pañuelo, pero eran todo menos fáciles de encontrar.
Jacob se vació el agua de las botas.
—¿Cuántas veces van ya?
Apenas podía ponerse en pie.
—¿Cómo que cuántas veces van?
Zorro tampoco podía mantenerse erguida. Los dos tiritaban de frío en las ropas mojadas.
—Que me has salvado el pellejo.
Zorro sonrió y le limpió la arena de la espalda.
—Creo que prácticamente estamos en paz.