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Fantasmas
El mundo equivocado. En el aeropuerto, el vigilante de seguridad examinó la botella con tanto detenimiento que, tras el espejo, Jacob le hubiera puesto en algún momento la pistola sobre su pecho uniformado. Su vuelo aterrizó con demora en Nueva York, y su taxi quedó atascado en el tráfico nocturno tantas veces que anheló viajar en coche de caballos a través de las soñolientas calles de Schwanstein. Delante del viejo edificio de apartamentos, la luna se reflejaba en sucias charcas, y del muro de ladrillo sobre la entrada, las grotescas caras, que tanto habían intimidado a Will de niño y por las que siempre había agachado la cabeza delante de la puerta, descendían la mirada. La polución las había erosionado entretanto de tal modo que apenas se diferenciaban de las flores de piedra que trepaban a su alrededor. Jacob percibió, sin embargo, su fija mirada con más claridad que nunca mientras subía la escalera de la entrada, y a su hermano seguramente le sucedía lo mismo. Los desfigurados rostros poseían un horror completamente nuevo desde que a Will le había crecido una piel de piedra.
El portero que había en el hall de la entrada seguía siendo el mismo que les había sacado a rastras del ascensor cuando lo habían cogido demasiadas veces arriba y abajo. Mister Tomkins. Había envejecido y engordado. En el mostrador, sobre el que ya tenía preparada la correspondencia, seguía estando el tarro lleno de piruletas con las que los había sobornado de niños para que realizaran los recados por él. Jacob había convencido en algún momento a Will de que Tomkins era un devoraniños, tras lo cual se había negado, durante días, a ir al jardín de infancia por miedo a tener que pasar junto al portero.
Tiempos pasados. En el viejo edificio, anidaban en todos los rincones. Detrás de las columnas del hall de la entrada, que Will y él habían utilizado para jugar al escondite, en los sótanos, en cuyas oscuras bóvedas había buscado por primera vez (y sin éxito) tesoros, o en el ascensor enrejado, que habían convertido, según las necesidades, en una nave espacial o en la jaula de una bruja. Era extraño lo mucho que la perspectiva de la propia muerte traía de vuelta el pasado… como si, de pronto, cualquier instante vivido estuviera presente y susurrara: quizá sea esto todo lo que recibas, Jacob.
La puerta del ascensor seguía atascándose cuando se la abría de un empujón.
Séptima planta.
Will le había dejado una nota colgada en la puerta del piso. «Hemos salido de compras. La comida está en la nevera. ¡Bienvenido a casa! Will».
Jacob guardó la nota en el bolsillo del abrigo antes de abrir la puerta. Había pagado con su vida aquella bienvenida, pero lo habría hecho otra vez por la sensación de tener de nuevo un hermano. No habían vuelto a estar tan unidos desde que Will se había deslizado cada noche en su cama y había creído que los porteros devoraban a veces carne humana. El amor se escapaba de una forma terriblemente fácil.
La oscuridad, que aguardaba a Jacob tras la puerta, resultaba extraña y familiar al mismo tiempo. Will había pintado el pasillo y el olor de la pintura fresca se mezclaba con el de su infancia. Sus dedos seguían encontrando a ciegas el interruptor de la luz. La lámpara era nueva, lo mismo que la cómoda que había junto a la puerta. Las viejas fotos de familia habían desaparecido, y el deslustrado papel pintado, sobre el que aún después de años se podía reconocer dónde había estado colgada la foto de su padre, había sido repintado de color blanco.
Jacob dejó la bolsa sobre el pisoteado parqué.
Bienvenido a casa.
¿Realmente era posible otra vez, después de todos los años en los que todo cuanto había querido encontrar allí había sido el espejo? Sobre la cómoda había un jarrón con rosas de color amarillo. El sello de Clara. La idea de volver a verla lo había puesto algo nervioso antes de atravesar el espejo. No había estado seguro de si su corazón latía más deprisa por el simple recuerdo o porque el agua de alondras aún seguía surtiendo efecto. Pero todo estaba bien. Estaba bien verla con Will en ese mundo, al que él mismo no pertenecía desde hacía tanto tiempo. Aparentemente no le había contado a Will nada del agua de alondras. Pero Jacob sentía cómo ese recuerdo los unía a ambos como si se hubieran extraviado en el bosque y hubieran encontrado el camino de vuelta juntos.
• • •
Will había cambiado tan poco la habitación de su madre como el despacho de su padre. Jacob abrió la puerta solo de forma reacia. Junto a la cama había unas cajas con libros de Will, y debajo de la ventana estaban apoyadas las fotos de familia que habían estado colgadas en el pasillo.
La habitación seguía oliendo a ella. La manta patchwork que había sobre la cama la había cosido ella misma. Los parches de tela habían estado dispersos por todo el piso. Flores, animales, casas, barcos, la luna y estrellas. Jacob no había podido nunca descifrar lo que quiera que la manta contaba de su madre. A menudo los tres se habían tumbado en ella cuando les había leído un libro. Su abuelo les había contado los cuentos con los que había crecido en Europa, poblados de brujas y hadas, con cuyos parientes se había encontrado Jacob tras el espejo, pero las historias de su madre habían sido las de Norteamérica. El jinete sin cabeza, Johnny Appleseed, Hermano Lobo, la hechicera y el gigante de Seneca. Jacob no había encontrado sus huellas tras el espejo, pero estaba convencido de que también existían allí al igual que los personajes de los cuentos de su abuelo.
Sobre la mesilla de noche de su madre había una foto que la mostraba a ella con él y con Will abajo en el parque. En ella parecía muy feliz. Y tan joven… Su padre había hecho la foto. En esa época probablemente él ya supiera del espejo.
Jacob limpió el polvo del cristal. Tan joven. Y tan hermosa. ¿Qué había buscado su padre que no había podido encontrar en ella? Cuántas veces se lo había preguntado de niño. Había estado tan seguro de que ella había tenido que hacer algo malo… y había sentido tanta rabia hacia ella. Rabia por sus debilidades. Rabia por no poder dejar de amar a su padre y esperarlo contra su propia convicción. ¿O había confiado en que su hijo mayor lo encontraría un día y lo traería de vuelta? ¿Acaso él no lo había imaginado todos esos años en secreto? ¿Que un día regresaría con su padre y le borraría toda la tristeza del rostro a su madre?
Tras el espejo había relojes de arena que detenían y retrocedían el tiempo. Jacob había buscado durante mucho tiempo uno para la emperatriz. En Lombardía giraba un carrusel que convertía los niños en adultos y los adultos en niños, y en Varangia, un príncipe poseía un reloj de juguete que, cuando uno le daba cuerda, le devolvía a su propio pasado. Jacob se había preguntado a menudo si eso cambiaba realmente el rumbo de las cosas o si uno acababa actuando del mismo modo que lo había hecho una vez: su padre continuaría atravesando una y otra vez el espejo. Él lo seguiría y Will y su madre se quedarían atrás solos.
¡Por el amor de Dios, Jacob! La perspectiva de la propia muerte volvía sentimental.
Se sentía como si, en los últimos meses, alguien hubiera lanzado su corazón una y otra vez a la fundición, como una pepita de metal que simplemente no quiere adoptar la forma correcta. Si la botella resultaba tan inútil como la manzana o la fuente, el esfuerzo habría sido en vano, y al igual que su madre, pronto no sería más que una foto en un polvoriento marco de plata. Jacob volvió a dejar la foto sobre la mesilla de noche y alisó la manta de la cama como si su madre fuera a entrar en la habitación en cualquier momento.
Alguien abrió la puerta del piso.
—Jacob está aquí, Will —la voz de Clara sonaba casi tan familiar como la de su hermano—. Ahí está su bolsa.
—¿Jake? —En la voz de Will ya no se oía la piedra que le había teñido la piel—. ¿Dónde andas?
Jacob oyó a su hermano recorrer el pasillo y, por un fugaz instante, se encontró en otro pasillo, a su espalda el rostro de Will descompuesto por el odio. Ya pasó, Jacob. No, no había pasado del todo y estaba bien así. No quería olvidar lo fácilmente que podía perder a Will.
Y de pronto apareció en la puerta, sin oro en la mirada, la piel blanda como la suya, solo considerablemente más pálida. Al fin y al cabo, Will no había cabalgado durante semanas a través de un desierto maldito.
Lo abrazó casi con la misma fuerza que antaño, cuando Jacob lo había salvado, en el patio del colegio, de algún alumno de cuarto con ansias de pelea. Sí, valía la pena el precio, en tanto su hermano no supiera el importe del pago.
Los recuerdos de Will sobre la época detrás del espejo eran como pedazos con los que intentaba en vano componer un todo. A fin de cuentas, a nadie le gustaba vivir con la sensación de apenas recordar semanas decisivas de su vida. Cuando Will le describía a Clara y a él rostros o lugares, Jacob volvía a ser otra vez consciente de lo mucho que su hermano había vivido solo tras el espejo. Era casi como si Will tuviera una segunda sombra, que lo seguía como un extraño… y que lo asustaba de vez en cuando.
• • •
Jacob no podía aguardar a regresar, pero Clara le pidió que se quedara a comer, y quién sabía si volvería a verla a ella o a Will. Así que se sentó a la mesa de la cocina, en la que, de niño, había grabado con su primer cuchillo sus iniciales, e intentó parecer lo más despreocupado posible. Pero por lo visto también había perdido la habilidad de venderle a su hermano historias inventadas como ciertas. Jacob le pilló varias veces sus miradas pensativas cuando le explicaba su viaje a Chicago con un fabricante de Schwanstein y su pasión por los espíritus de las botellas.
Con Zorro no habría intentado siquiera esa historia. Durante su interminable búsqueda de los objetos equivocados había estado a punto de contarle la verdad, pero la idea de ver el propio miedo también en el rostro de Zorro se lo había impedido cada vez. Quería a Will, pero para él seguiría siendo siempre, antes que nada, el hermano mayor. Con Zorro era simplemente él mismo. Ella veía tanto de lo que él ocultaba a los demás… aun cuando a él no siempre le gustara y muy raramente ambos expresaran lo que sabían del otro.
—¿Conoces a un tal Norebo Earlking, Will?
Su hermano arrugó la frente.
—¿Un tipo bastante pequeño? ¿Con un extraño acento?
—El mismo.
—Ma le vendió algunas de las cosas del abuelo cuando necesitó dinero. Creo que es dueño de un par de anticuarios aquí y en Europa. ¿Por qué?
—Me pidió que te saludara.
—¿A mí? —Will se encogió de hombros—. Ma no le vendió todo lo que le interesaba. Quizá quiera probar suerte ahora con nosotros. Es un tipo raro. Nunca tuve claro si le gustaba a Ma.
Will se acarició el brazo. A menudo se pasaba la mano sobre la piel como queriendo asegurarse de que el jade ciertamente había desaparecido. Clara también se percató del gesto. Fantasmas… Will se levantó y se sirvió una copa de vino.
—¿Qué debo hacer si me hace una oferta? El trastero está repleto de viejos trastos. Por su aspecto parece que nuestra familia no se hubiera desprendido de nada desde que este edificio fuera construido. Apenas hay sitio para las fotos que hemos quitado de las paredes. Pero Clara necesita un despacho y… —Will dejó la frase sin acabar, como si los fantasmas de sus padres estuvieran aguzando el oído en las habitaciones vacías que habían dejado.
Jacob pasó el dedo sobre las iniciales que había grabado en el tablero de la mesa. Se había comprado el cuchillo a escondidas.
—Vende lo que quieras —respondió—. Vacíalo todo. Si queréis, podéis utilizar también mi habitación. Puedo dormir en el sofá, vengo muy poco.
—Tonterías. Tu habitación se quedará igual. —Will le acercó una copa de vino—. ¿Cuándo regresas?
—Hoy mismo —ya no le resultaba tan sencillo como antes ignorar la decepción en el rostro de su hermano. Lo extrañaría.
—¿Va todo bien? —Will lo miraba con gesto de preocupación. Sí, engañarlo no resultaba tan sencillo como antes.
—Claro. Es duro vivir en dos mundos. —Jacob intentó que sonara a broma, pero el rostro de Will permaneció serio. Se parecía tanto al de su madre. Will arrugaba la frente incluso del mismo modo que ella.
—Deberías quedarte aquí. ¡Es demasiado peligroso!
Jacob bajó la cabeza para que Will no viera su sonrisa. Se ha vuelto realmente peligroso por tu causa, hermanito.
—Volveré pronto —dijo—. Con toda seguridad.
Seguía siendo un buen mentiroso. La probabilidad de que el habitante de la botella no lo salvara, sino que lo matara, era de una entre mil. Una entre mil en tu contra, Jacob. Ya había apostado más fuerte.