21
Imposible
¿Qué harías sin ella, Jacob? Zorro miraba por la ventanilla del tren, pero Jacob no estaba seguro de si su mirada se posaba en los campos que desfilaban fuera o en su propio rostro, que se reflejaba en el cristal. Jacob la sorprendía a menudo contemplando su forma humana como la de un extraño.
Al percatarse de su mirada, Zorro le sonrió con la mezcla de seguridad en sí misma y turbación que solo su yo humano conocía. La zorra nunca se turbaba.
El vapor de la locomotora pasaba de largo junto a las ventanas y un camarero en frac balanceaba tazas y platos a través del oscilante vagón restaurante. A Jacob le pareció que el dolor de la noche anterior hubiera agudizado sus sentidos. El mundo a su alrededor parecía tan maravilloso y extraño como lo había percibido cuando atravesó por primera vez el espejo. Pasó la mano sobre la taza de té que el camarero le había traído. La porcelana blanca estaba pintada con elfos, que aún se podían encontrar en Albión sobre muchas flores. En la mesa de al lado, dos hombres discutían sobre la utilidad de los gigantones en la marina de Albión, y en el cuello de una señora brillaban las lágrimas de las ondinas selkie, que uno encontraba en la costa sur de la isla como perlas sin concha en la playa. Seguía amando ese mundo, aun cuando quizá le fuera a costar la vida.
El té sabía tan amargo, a pesar de la taza de elfos, que apenas se podía tragar, pero ayudaba contra el cansancio que la mordedura de la polilla había dejado.
Zorro agarró su mano:
—¿Cómo estás? Enseguida llegaremos.
Tras las colinas aparecieron los tejados de Goldsmouth, puerto de la marina real. Detrás de ellas se hallaba el gris y ancho mar. Parecía más calmado que en su travesía. Bien. Jacob no podía creer que debía volver a subir a un barco.
—¿Aún te queda dinero? —susurró Zorro sobre la mesa—, ¿o te lo gastaste todo en el casco de sangre?
Jacob conocía un proveedor de barcos que vendía uniformes de marina, pero no resultarían baratos, y cada vez se podía confiar menos en el pañuelo de oro. Por poco no consiguen comprar los billetes del tren, por la forma tan titubeante con la que produjo el último tálero. Jacob metió la mano en el desgastado pañuelo y notó la tarjeta de Earlking entre los dedos. No pudo resistirse. La sacó.
Ha dolido mucho, ¿no es cierto? Y cada vez será peor. Las hadas adoran el dolor que pueden causar a los mortales.
Por cierto, hoy he visitado a tu hermano.
Zorro lo miró.
—¿De quién es esa tarjeta? —se esforzó por sonar indiferente, pero Jacob sabía en quién estaba pensando. Aún no había olvidado el agua de alondras. Sin embargo, él recordaba con más claridad el dolor en sus ojos que los besos de Clara. Quizá tendrías que habérselo dicho hace tiempo, Jacob.
Empujó la tarjeta hacia Zorro sobre la mesa. Las palabras ya perdían color cuando ella la cogió.
—¡Es un objeto mágico! —exclamó Zorro dando la vuelta a la tarjeta—. ¿Norebo Johann Earlking?
El revisor atravesó el vagón y gritó el nombre de la siguiente estación.
—Sí. Y no me dio la tarjeta en este mundo.
Jacob se levantó. El otro mundo estaba de pronto tan cerca que las ropas a su alrededor parecían disfraces. Sombreros de copa, botines, ribetes con volantes… Por un momento estaba perdido entre los mundos, ni aquí ni allí.
—¿Qué tiene él que ver con Will?
Sí, ¿qué? No parecía que se tratara únicamente de unas antigüedades. A Jacob no le gustaba todo aquello, pero el espejo estaba demasiado lejos, y podían pasar semanas hasta que volviera a ver a Will. Si lo volvía a ver.
Qué diablos… lo volvería a ver.
Zorro se llevó la tarjeta a la nariz. Siempre la zorra, incluso en la piel humana.
—Plata. Y un olor que no conozco —dijo devolviéndole la tarjeta y cogiendo su abrigo. Jacob había estado con ella cuando lo había comprado. La tela tenía casi el mismo color que su pelaje—. El olor no me gusta. Ten cuidado.
Los otros viajeros los empujaron hacia la puerta del tren. El andén se ahogaba en el vapor del tren, pero, desde el puerto, el viento soplaba el olor de la sal y el alquitrán sobre las vías. Mozos de estación. Conductores de carruajes. Dos porteadores con armazones de madera a la espalda que aguardaban a los dos enanos que se habían sentado detrás de ellos en el vagón restaurante. No era agradable atravesar una estación de tren cuando apenas se medía un metro.
Tomaron uno de los carruajes que aguardaban abajo, delante de la entrada. Zorro se bajó en la plaza donde los proveedores de barcos tenían sus cargas, pero Jacob le indicó al cochero que lo dejara en el puerto. Solo podían confiar en que Dunbar presumiera la cabeza del verdugo de las brujas en el lugar correcto. Aunque, para descubrirlo, debía primero encontrar una forma de subir a bordo del buque insignia real.