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El mismo gremio
El bastardo llegaba cada noche… tan pronto como se hacía cargo de la guardia y los otros se dormían. Le daba de comer a Jacob y alguna vez le llevaba incluso algo del vino que el príncipe dejaba.
«¿Cómo has salido del laberinto? ¿Cómo sobrevivió Chanute a las cuevas de los trolls? ¿Has encontrado alguna vez una de las velas cuya luz llama a un hombre de hierro?».
En la primera noche, Jacob respondió guardando silencio o con alguna mentira. En la segunda, aquello le resultó demasiado aburrido, por lo que contestó a cada pregunta con otra: «¿Cómo encontraste la mano? ¿Cómo averiguaste dónde me podías atrapar con la cabeza? ¿Dónde viven los lagartos con cuya piel hacéis los chalecos antibalas?».
El mismo gremio.
Naturalmente el bastardo le vació los bolsillos, y Jacob se sintió por primera vez contento de que el pañuelo de oro ya no funcionara de forma segura, cuando el goyl lo frotó entre los dedos de piedra. Nerron. Solo un nombre, como todos los goyl. Este significaba «negro» en su lengua. ¿Quién le había puesto el nombre? ¿Su madre para negar la malaquita que le veteaba la piel o los ónix, que normalmente ahogaban a sus bastardos? Nerron examinó también la tarjeta de Earlking, pero entre sus dedos solo mostraba un nombre impreso.
Nerron levantó el bolígrafo, que Jacob llevaba consigo porque con él se escribía de forma más sencilla que con las plumas o el anticuado portaplumas que se usaba tras el espejo.
—¿Qué se hace con esto?
—Es tinta de los deseos —respondió Jacob llevándose a la boca un poco de carne que el goyl le había llevado. El hombre de las aguas había aflojado sus ataduras, a pesar de la orden de Louis. El escarabajo parecía ser el único que, sin duda alguna, era devoto del príncipe. No obstante, era preferible no subestimar a Louis. En su rostro llevaba la misma astucia que su padre, aun cuando con seguridad solo fuera la mitad de listo.
—¿Tinta de los deseos? —el bastardo se metió el bolígrafo en el bolsillo—. Nunca he oído hablar de ella.
—Todo lo que escribas con ella se cumplirá en algún momento.
No era una mala mentira. En algún lugar al este había, según decían, una pluma de ganso que hacía lo mismo.
—¿En algún momento?
Jacob se encogió de hombros y se limpió la grasa de los dedos atados.
—Depende del deseo. Una, dos semanas…
Hasta entonces, confiaba en que sus caminos se hubieran separado. Llevaban cuatro días de viaje. La bruja tenía que haber terminado el trabajo con Donnersmarck, si no lo había matado o lo había convertido en un insecto, pero llevarlo consigo sin que ella hubiera acabado su hechizo habría significado su muerte segura.
Casi cada noche hacían un alto en una cueva. El goyl las encontraba por todas partes y Jacob le estaba agradecido por ello. Las noches seguían siendo tan frescas que pasaba frío incluso debajo de la manta que el bastardo le había llevado. Su brazo le dolía a causa del cuchillo de la bruja, y los cortes de la espada de Troisclerq le ardían en la piel, pero solo el sueño le arrebataba la incertidumbre de si Zorro estaba a salvo. Una y otra vez, veía su extenuado rostro delante de él. Le exiges tanto, Jacob. Demasiado. El miedo había sido, demasiado a menudo, el único regalo vivido en común, vencido en común, pero, al fin y al cabo, solo miedo, nada más. En el establo de la devoraniños, todo eso había quedado olvidado. Solo había querido protegerla. Pero, como solía pasar a menudo, al final era ella quien tenía que ayudarlo.
—¿No desearías también que estuviéramos los dos solos? —el goyl había bajado la voz, aunque los otros tres parecían dormir profundamente—; ni príncipe, ni escarabajo, ni hombre de las aguas, ni tan siquiera una zorra…, solo tú y yo, uno contra otro.
—El príncipe podría ser de utilidad.
—¿Para qué?
—Está emparentado con Gismundo. Quizá sea necesario que la sangre del verdugo de las brujas le corra a uno por las venas para que la Puerta de Hierro se abra. Al fin y al cabo, el palacio aguarda a los hijos de Gismundo…
—Sí, también he pensado en ello —el bastardo alzó la vista hacia los murciélagos que se movían bajo el techo de la cueva—, pero odio la idea de tener que arrastrar al cabeza hueca de sangre azul hasta el final. No. Siempre hay otro modo.
Jacob cerró los ojos. Era una lástima que el rostro del goyl le recordara la piel de jade de su hermano. Incluso la cueva en la que estaban se parecía a la cueva en la que Will y él se habían peleado.
El dolor volvió a aparecer tan de repente en su pecho que apenas pudo reprimir el grito que quería salir de sus labios.
Maldición.
Presionó las manos atadas contra el pecho. Pasará. Pasará. ¿Qué vez era aquella? ¡Recuérdalo, Jacob! La quinta. Era la quinta vez. Faltaba una mordedura. No podía quedar mucho de su corazón.
—¿Qué te pasa? —el bastardo miró con gesto de preocupación su rostro, retorcido de dolor—. ¿Te ha dado Louis algo de beber?
Jacob habría soltado una carcajada de no haberse quedado sin respiración. Una sospecha no del todo infundada. La casa real de Lothringen poseía una larga tradición en envenenamientos de enemigos.
El bastardo le arrancó las manos del pecho y le desgarró la camisa. La polilla se había vuelto, entretanto, tan negra como el ónix de la piel de Nerron, y el color rojo, que sembraba las alas con calaveras, parecía sangre fresca.
Nerron retrocedió, como si le preocupara contagiarse.
Jacob se apoyó exhausto contra la pared de la cueva. El dolor remitió, pero debía de ser una imagen lamentable. ¿El Hada Roja se lo había imaginado así cuando le había susurrado el nombre de su hermana? ¿Se lo había imaginado así mientras él la había besado? ¿Que se retorcería como un animal herido y que pagaría con dolor por el dolor de ella? En cualquier caso, ella no moriría por su corazón partido.
No tiene corazón, Jacob.
Nerron se bebió el vino que había llevado a Jacob y, en su lugar, llenó el vaso de un líquido color marrón.
—Bebe despacio —le indicó antes de plantarle el vaso en las manos atadas—. No estoy seguro de que vuestros estómagos soporten el aguardiente de los goyl.
Sabía a lava mezclada con azúcar.
El bastardo tapó la botella con el corcho.
—Tengo que cuidar de que Louis no encuentre la botella. Se mataría con ella y su padre me haría ejecutar por ello. Fue la Oscura, supongo. Ya me había preguntado cómo pudiste conseguir que tu hermano se escabullera —dijo guardando de nuevo la botella en el saco—. El tercer disparo… Quieres la ballesta para ti. ¿Y si la historia no es más que un cuento de hadas?
—Lo he intentado todo —respondió Jacob, bebiendo con dificultad otro trago de aguardiente de goyl. Calentaba mejor que cualquier manta.
—¿La manzana? ¿El pozo?
—Sí.
—¿Qué pasa con la sangre de los espíritus de la botella? La de los del norte. Algo bastante peligroso, pero…
—No surte efecto.
El bastardo sacudió la cabeza:
—¿No os cuentan vuestras madres que es mejor manteneros alejados de las hadas?
—Mi madre no sabía nada de las hadas. —Jacob ignoró la curiosidad en la mirada dorada. ¿Qué le sucedía? ¿Quería confesarle su historia al goyl? Solo una mordedura más. Quizá muriera antes de volver a ver a Zorro. Siempre había imaginado que ella estaría junto a él cuando muriera. No Will, ni el hada. Siempre la zorra.
Nerron se levantó:
—Espero que no seas tan estúpido para creer que te cederé la ballesta de forma noble.
Jacob se cubrió con la camisa la huella de la polilla.
—Aún no la has encontrado.
El goyl sonrió.
La encontraré, decía su mirada. Antes que tú. Y tú morirás.
—¿Qué es lo siguiente que habrías buscado… si no tuvieras que escapar de la muerte?
Sí, ¿qué, Jacob? Se sorprendió de su respuesta.
—Un reloj de arena.
El bastardo se frotó la piel reventada.
—No competiría en eso contigo. ¿Qué momento merece ser detenido?
Pasó la mano sobre la rocosa pared tan ensimismado como si, en su recuerdo, buscara un momento que lo mereciera.
—¿Qué te gustaría encontrar a ti? —el pecho de Jacob seguía entumecido de dolor.
El goyl lo miró en silencio.
—Una puerta —dijo finalmente—. En otro mundo.
Jacob reprimió una sonrisa.
—¿De veras? ¿Qué hay de malo en este? ¿Y por qué debería haber uno mejor?
El bastardo se encogió de hombros y examinó su veteada mano:
—Mi madre es la culpable. Me ha contado demasiadas historias. Los mundos que había en ellas eran todos mejores.
Detrás de ellos, Louis comenzó a roncar. Estaba de peor humor y más irascible cada día. Solo uno de los efectos secundarios que tenían los desoves de sapo, como Jacob sabía por Alma. La manía persecutoria era otro más. Ambos, rasgos habituales en un hijo de rey.
—¡No exijo demasiado! —dijo Nerron—. Sería mejor que no hubiera príncipes en él. Ni tampoco lores de ónix. También podría renunciar a los pulgarcitos… y tendría que tener profundas cuevas que nadie habitara…
Se volvió.
—Todos tenemos nuestros sueños, ¿no es cierto?