12
Sombras vivas
El valle montañoso, en el que los enanos habían encontrado la cripta, no aparentaba haber sido famoso una vez por sus pendientes cubiertas de flores. Merced a las flores de espejitos, hasta el rostro más feo se volvía irresistible por unas horas, pero la venta de minerales de hierro enriquecía bastante más deprisa.
El valle estaba situado en las escarpadas montañas de Helvetia, a un escaso día de viaje al oeste del castillo de Valiant. Helvetia era tan pequeña que invertía mucho esfuerzo y oro en complacer a sus poderosos vecinos. Había pertenecido una vez a Lothringen, pero, merced a tropas mercenarias de gigantes, había conseguido su independencia. Desde que un zancudo saltarín había robado al único hijo del último rey, el diminuto país era gobernado por un parlamento que mantenía la paz con los goyl, permitiendo el transporte de tropas a través de sus montañas. A la pregunta de Jacob de cuánto habían pagado los enanos por el permiso para explotar minas de hierro en los florecientes valles de Helvetia, Valiant se había limitado a sonreír de forma compasiva. El país necesitaba túneles si, al igual que sus vecinos, quería trenes y carreteras más rápidas. Y nadie los dinamitaba mejor que los enanos.
Las botas de Jacob se hundieron en la nieve al descender del coche de caballos de Valiant. Las cabañas, que se inclinaban alrededor de los edificios mineros, no aparentaban que se excavara allí una fortuna de la tierra, y el humo que subía de las chimeneas escribía un sucio futuro en el cielo.
Delante de las jaulas, que conducían al seno de la tierra, aguardaba un grupo de niños enanos. Podían deslizarse más profundamente en los pozos que cualquier persona y no temían a los duendes de las minas, que hacían que la minería tras el espejo resultara aún más peligrosa que en el otro mundo.
—¿Eso es lo que últimamente entiendes por un buen negocio? —preguntó Jacob al enano, mientras pasaban por delante de los pálidos chiquillos—. ¿Niños que cavan en busca de minerales?
—¿Y qué? Lo harían también sin mí —respondió Valiant de forma impasible—. ¡La vida es un asunto feo!
Zorro examinó a las mujeres, que descargaban los ténderes con los que se subía el mineral de los pozos:
—¿Sabías que los trabajadores de una mina en Austrien vendieron el dueño al duende de la mina? —le susurró al enano.
Valiant lanzó una alarmante mirada a Jacob.
—¡Deberías cuidar de ella! —murmuró repeliendo asqueado a uno de los niños que tendía su sucia y pequeña mano para tocarle el abrigo de piel de lobo—. Ya suena como uno de esos anarquistas que garabatea sus lemas en todos los muros de las fábricas.
—Me gustabas más cuando hacías negocios menos honrados —dijo Jacob mientras ayudaba al chiquillo a levantarse—. Vamos, enséñanos la cripta antes de que, con este frío, alguien nos mate por tu abrigo.
• • •
Tres edificios tras una valla de alambre oxidado, con caballetes revestidos de cobre, para mantener alejados a los espíritus de las montañas, andenes, chimeneas, un desagüe… Nada delataba que los enanos hubieran encontrado allí algo más que minerales.
Zorro miró alrededor:
—¿Se puede ver la Ciudad Muerta desde aquí?
Valiant negó con la cabeza y señaló hacia el oeste:
—Salvo que tu mirada pueda atravesar la montaña en ese punto.
El verdugo de las brujas había hecho construir la ciudad después de que Albión, Austrien y Lothringen se hubieran unido y Helvetia se hubiera convertido en el corazón de su gigantesco reino. Silberthur. Así la había bautizado entonces, pero ahora solo se llamaba la Ciudad Muerta, pues sus habitantes habían desaparecido el día de la muerte de Gismundo. Se decía que los rostros miraban como fósiles desde los muros derruidos. Jacob no había visto nunca las ruinas con sus propios ojos, pues el mismo Chanute había evitado la Ciudad Muerta. Incluso después de cuatro siglos, seguía considerándose muy perjudicial pisar sus calles desiertas.
Valiant abrió la puerta de la oxidada valla. La cadena estaba abierta y unas pisadas conducían a los ascensores del pozo a través de la sucia nieve.
—Creía que habíais cerrado la mina —dijo Zorro.
Valiant se encogió de hombros:
—De vez en cuando pasa un capataz para vigilar que todo esté en orden. Hace una semana que enviaron al último cazador de tesoros —dijo esbozando una sonrisa de satisfacción—: he apostado tres onzas de oro a que el estúpido no regresará.
Jacob abrió la puerta de un empujón.
—¿Tres onzas de oro? No está mal. ¿Cuánto has apostado por mí?
La sonrisa de Valiant devino dulce como la miel.
—¿Me tomas por tonto?
Zorro iluminó con una lámpara de minero el pozo sobre el que colgaban las jaulas de los ascensores. Valiant miró alrededor con gesto de preocupación, pero ninguno de los hombres, que vigilaban detrás de la valla a los trabajadores, reparó en ellos.
—Bueno, una vez más, para prevenir cualquier problema —murmuró el enano—, yo…
—… solo os he traído aquí para pedir consejo a Jacob —dijo Zorro subiendo a la jaula oscilante—. Lo has dicho tantas veces que hasta tus perros podrían repetirlo. Pero he olvidado lo que sigue. ¿Nosotros robamos la ballesta y los duendes de las minas te secuestran antes de que puedas detenernos? ¿O ellos roban la ballesta y nosotros te secuestramos?
—¡Qué divertido! —gruñó Valiant—. ¡Evidentemente no te das cuenta del riesgo que estoy corriendo! ¡El consejo de enanos me matará a tiros si sospecha! ¡Nadie fuera del consejo sabe de la existencia de la cripta!
—Nadie salvo los miembros del consejo, sus secretarias, sus esposas, los mineros que han encontrado la cripta… —dijo Jacob subiendo al enano a la jaula—. Yo no confiaría en que vuestro secreto esté seguro. Y respecto de los tiros…, qué tontería, siempre encuentras un pretexto para salvarte. Si lo sabré yo. He intentado fusilarte una docena de veces.
• • •
La jaula bajó de forma interminable a las profundidades. Cuando aterrizó en tierra firme, la luz de sus lámparas desprendió de las tinieblas las paredes toscamente talladas de una galería, de la que salían más pozos. Pilares de madera sostenían los bajos techos. Picos y palas descansaban entre escombreras de guijarros. Sobre una laja, los típicos donativos para los duendes de las minas: café en polvo, restos de cuero, monedas. Si estos desaparecían, los trabajadores podían respirar aliviados. Si se quedaban allí tumbados, pronto llegaban gritos agudos de la oscuridad, desprendimientos de piedras y dedos delgaduchos que hurgaban en los oídos y los ojos.
El pozo del que Valiant se encargaba conducía al oeste, donde, por encima de ellos, se extendía la Ciudad Muerta entre las montañas. La pesada taladradora, con la que se toparon en algún momento, habría podido estar en un museo del mundo de Jacob, pero Valiant la presentó orgulloso como el más moderno apogeo del arte de la ingeniería de los enanos. La taladradora había descubierto en la pared rocosa el arco de un portal, detrás del cual una escalera ancha, bordeada de antorchas quemadas, conducía de forma empinada a las profundidades. Su tizne seguía pegado a los soportes de hierro. Al final de la escalera se abría otra cámara. Unas lámparas de gas perdidas dibujaban un pálido estanque de luz en el rocoso suelo, en cuyo centro dormía un gigantón. Llevaba puesto el uniforme del ejército de los enanos, y solo se puso en pie tambaleándose cuando Valiant le dio una dura patada en el costado.
—¿Llamas a esto hacer guardia? —le abroncó—. ¿Para qué os pagamos tres veces más que a cualquier guardián humano?
El gigantón levantó su casco y adoptó una postura amedrentada a pesar de que Valiant apenas le llegaba a la altura de la rótula.
—¡Sin incidentes! —tartamudeó con la lengua pesada por el sueño—. Tengo órdenes de no…
—¡Sí, sí, lo sé! —le interrumpió Valiant impaciente—. Pero traigo a un experto venido de muy lejos. Aquí tienes su poder.
El sobre que sacó del bolsillo era tan pequeño que sus toscos dedos casi no podían cogerlo, y Valiant le guiñó un ojo de forma confabuladora a Jacob cuando el gigantón examinó perplejo aquella cosa diminuta.
—¿Qué? —le abroncó—. ¡Mírame bien! Sé que todos los enanos os parecen iguales, pero deberías recordar mejor mi rostro. Soy uno de los propietarios de esta mina.
El gigantón reprimió un bostezo y se colocó bien el casco. Después metió el diminuto sobre en el bolsillo del uniforme y dio un paso a un lado. La puerta que apareció detrás de su enorme cuerpo encerraba un friso de cráneos. Las ranuras sobre las raíces nasales los acreditaba como de brujas.
Gismundo, el verdugo de las brujas… Chanute le había hablado a Jacob de él en una piojosa taberna. Había estado tan borracho que apenas había podido pronunciar el nombre. «Gismundo… sí… ningún humano sabía más de magia. ¿Sabes cómo le llamaban también?». Jacob creía oír su propia voz responder, la clara voz de un chico: «El verdugo de las brujas». Todo por lo que seguía al viejo cazador de tesoros iba unido a ese nombre: peligro, misterio y la promesa de tesoros encantados, que alegraban la vida que, al otro lado del espejo, sabía a nostalgia y aburrimiento.
Chanute no había tenido que explicarle a Jacob entonces por qué Gismundo había recibido su apodo. Los humanos no nacían, en ningún lado del espejo, con poderes mágicos, pero en ese mundo había un modo de adquirirlos. Era un modo cruel, pero Gismundo no era el único humano que lo había puesto en práctica: había que beber la sangre de una bruja mientras aún estuviera caliente. «¿Cuántas brujas mató?». Chanute se había vuelto a llenar la copa con el fuerte aguardiente que casi le había costado el sentido común y un brazo. «¿Y yo qué sé? Cientos. Miles… Nadie las ha contado. Cuentan que bebía un vaso de sangre por semana».
Jacob examinó el resto del escudo de armas que se podía identificar sobre la puerta guarnecida de oro: un lobo coronado, un vaso con sangre, y allí estaba la ballesta…
Detrás de ellos, el gigantón se apoyó contra la rocosa pared.
Zorro le lanzó una mirada reflexiva.
—Vuestro guardián está sospechosamente adormilado —le dijo a Valiant.
—Polvo de elfos —respondió el enano—. Los grandes estúpidos lo llevan siempre en los bolsillos. Simplemente no lo pueden dejar.
Jacob aguzó los oídos, pero todo lo que oyó fue la pesada respiración del gigantón. ¿Polvo de elfos? Quizá. Sacó un par de guantes del bolso. Zorro se los había regalado después de que la magia protectora de una cripta casi le hubiera costado los dedos. Ella misma, al igual que todos los mutadores de forma, era inmune contra ese tipo de magia.
Valiant, sin embargo, lanzó una mirada inquieta a Jacob.
—¿Para qué son los guantes?
—Mientras no toques nada, no los necesitas. ¿En serio quieres acompañarnos?
—Claro.
El enano no sonaba especialmente convencido, pero se trataba de un botín muy valioso. Aquello compensaba incluso el miedo a un brujo muerto.
Jacob intercambió una mirada con Zorro y apoyó la mano contra el lobo coronado. No necesitó demasiada fuerza para abrir la puerta. Se notaba que algunos ya lo habían hecho antes que él.
El olor que les salió al encuentro apenas era perceptible. Los claveles sepulcrales eran una sencilla forma de proteger a los muertos de la codicia de los vivos. El venenoso polen se conservaba durante siglos. Jacob detuvo a Valiant, y Zorro sacó una bolsa del cinturón. Las semillas, que le dio a cada uno, apenas eran más grandes que las pepitas de las manzanas.
—¡Cómetelas! —le indicó a Valiant cuando este las examinó de forma desconfiada—. Salvo que quieras parecer pan mohecido tras unos pasos.
—¡Ten cuidado de dónde pisas! —le murmuró Jacob—. No toques nada y mantén la boca cerrada, en especial si alguien te formula preguntas.
—¿Preguntas? ¿Alguien?
Valiant se metió las pepitas en la boca y clavó atónito los ojos en el pasillo que se hallaba delante de ellos.
Las paredes estaban bordeadas de nichos sepulcrales. Zorro agarró al enano justo a tiempo, antes de que su espalda tropezara con un cadáver momificado.
—¿Por qué crees que están enterrados aquí? —le susurró mientras Jacob empujaba la momia de vuelta al nicho—. ¡Es el sepulcro de un brujo! Estoy convencido de que pronto despertarán.
El hombre que encontraron unos pasos más adelante había muerto hacía tan solo unos días. Los claveles sepulcrales lo habían cubierto de un vellocino de flores mortalmente verdes. El susurro comenzó tan pronto Zorro se subió sobre el cadáver.
—¿Quiénes sois? —las voces salían de los nichos sepulcrales.
Valiant se detuvo despavorido, pero Jacob lo empujó para que siguiera.
—¡No respondas! —le murmuró—. Son inofensivas mientras no respondas nada.
Las momias portaban cinturones con armas y petos sobre las ropas roídas. La mayoría de los caballeros de Gismundo lo habían seguido hacia la muerte, pero según los registros de sus contemporáneos, al menos lo habían hecho de forma voluntaria.
Encontraron otros cinco cadáveres recientes: los cazadores de tesoros que no habían regresado. Algunos, además de claveles sepulcrales, presentaban heridas de espada… y a su alrededor susurraban los muertos. Jacob no había visto nunca tanto miedo en el atónito rostro de Valiant. El propio Chanute palidecía en los sepulcros más que en cualquier otro sitio. A Jacob normalmente le dejaban impasible. Los lugares de los vivos eran, según su experiencia, considerablemente más peligrosos. Pero cuando pasó delante del nicho sepulcral, sintió la polilla en su pecho como una mano fría. Obsérvalos bien, Jacob. Pronto tú también tendrás el mismo aspecto. La piel como el cuero, los dientes asomando y arañas allí donde estaban tus ojos. Le costaba tanto respirar que Zorro se dio cuenta. Pasó por delante de él sin decir nada y tomó la delantera, como queriendo que la muerte, que le hacía señas a Jacob desde los nichos sepulcrales, siguiera su rastro. El pasillo formaba una curva. El aroma de los claveles sepulcrales flotaba entretanto en el aire de forma tan cargada que se les pegaba como perfume a la piel, y de pronto, se encontraron ante una cortina de muertos. Doce caballeros momificados colgaban del techo y les bloqueaban el camino, pero uno de los cuerpos acababa a la altura de las costillas. Alguien había separado el resto a sablazos. Un modo muy poco elegante de abrirse camino a través de la cortina de cadáveres, pero cumplía su objetivo. Quizá los enanos no habían enrolado únicamente a estúpidos.
Valiant blasfemó de asco, aunque fue el único que pudo pasar erguido bajo el cuerpo mutilado. La recompensa les aguardaba tras la horripilante cortina: otra puerta, guarnecida con la dorada imagen de un hombre.
La corona lo acreditaba como rey, el manto de pieles de gato como un brujo humano. En sus hombros estaba posado un cuervo de oro, símbolo de inmensa fortuna, y en los pies llevaba botas de siete leguas para señalar la magnitud de su imperio. Sostenía la ballesta en la mano derecha. A cambio, el verdugo de las brujas había vendido supuestamente su alma al diablo. Historias. Pero Jacob había visto cumplirse demasiadas cosas detrás del espejo como para no considerarlas también posibles.
La puerta con la dorada imagen de Gismundo estaba entreabierta. El cazador de tesoros cuyo cadáver yacía justo detrás se había creído seguro en la meta de sus deseos y había olvidado que toda trampa permanece abierta tentadoramente. El cuerpo, por lo que Jacob podía ver a través del resquicio, no presentaba heridas visibles, pero el espanto en el céreo rostro hablaba lo suficientemente claro. Zorro miró por encima del hombro de Jacob.
—¿Magia de sombras? —susurró.
Sí, probablemente. Jacob dejó la lámpara en el suelo y sacó el cuchillo. La resina con la que untó la hoja mezcló el olor de la corteza de árbol con el aire rancio. Junto a él, Zorro cambió de forma. A veces los sentidos de la zorra eran más útiles que una pistola más. Olvida que te estás jugando la vida, Jacob. Disfruta de la caza. Allí estaba otra vez: la familiar excitación, mezclada con el miedo y las ganas de vencerlo. Irresistible. A Zorro no había tenido nunca que explicárselo. Ella cruzó la puerta antes que él.
La cripta era inmensa.
Los frescos de las paredes seguían brillando en colores intensos gracias a la oscuridad que los rodeaba desde su creación. Eran representaciones de la cueva, pintadas con tanta maestría que uno creía sentir el fuego sobre la piel. En una pared, el propio Gismundo cabalgaba con la armadura de un caballero a través de las llamas. El diablo hacia el que cabalgaba solo tenía en común los cuernos con los diablos que Jacob conocía de su mundo. Aparte de eso, tenía el mismo aspecto que una persona normal vestida con las ropas de un rico comerciante. Los frescos del techo mostraban un campo de batalla, en el que los espíritus de los muertos se alejaban en pálida procesión de sus cuerpos sin vida. Las columnas que apuntalaban el techo eran del mismo oscuro mármol que el sarcófago, que se hallaba en el centro de la cripta. Cuatro caballeros de piedra estaban arrodillados a su alrededor, las espadas sobre las que se apoyaban eran negras como el ataúd que custodiaban.
Jacob oyó cómo Valiant lanzaba detrás de él una maldición de desengaño.
El sarcófago estaba abierto.
Llegaban demasiado tarde.
Jacob se volvió para mirar a Zorro. No era fácil ver lo que sentía cuando llevaba puesto el pelaje, pero Jacob lo había aprendido con los años. La desesperación que vio en sus ojos era peor que la suya propia. La esperanza de que quizá aún pudiera salvarse no había durado demasiado.
La tapa del sarcófago se extendía destrozada entre los caballeros arrodillados. Junto a los trozos yacía el vigilante, para el que Jacob había preparado su cuchillo: las sombras de Gismundo, sin rostro y tan grandes como si el sol crepuscular las hubiera proyectado en las baldosas. El charco de sangre que lo rodeaba evidenciaba que había sido resucitado con un hechizo, que solo dominaban las brujas… o aquellos que bebían su sangre.
Una sombra de aquel tipo mataba de la misma sigilosa forma que había seguido a su dueño en vida. Jacob se inclinó sobre él. En el cuello tenía un cuchillo. Olía a resina de árbol. Si se cometía el error de sacarlo, de inmediato la sombra volvía a la vida. Quienquiera que lo hubiera matado, también lo sabía. Jacob se incorporó. Por un momento creyó oír pasos entre las columnas, pero, al volverse, solo vio a la zorra.
—¡Polvo de elfos! —dijo Zorro lanzando a Valiant una mirada despectiva.
Jacob se inclinó hacia ella:
—¿Sigue aquí?
Ella levantó el hocico para olfatear. Y negó con la cabeza.
Maldición. Jacob guardó el cuchillo en el cinturón. No había muchos cazadores de tesoros que supieran cómo pasar ilesos junto a un gigantón o qué resina volvía inofensiva la sombra de un muerto. Durante la caza se quitaban de en medio unos a otros, pero Jacob los conocía a todos, al menos por su nombre. ¿Quién había sido?
—Maldito canalla. —Valiant estaba subido a los escombros de la tapa del ataúd y miraba dentro del sarcófago abierto—. ¡Se ha llevado la corona! —maldijo—. ¿Y quién le ha dicho que debía arrancarle el corazón? ¿Tratan últimamente los barbicanos del consejo de enanos con brujas oscuras?
El muerto que había en el sarcófago no estaba descompuesto, pero le faltaba la mano derecha y la cabeza, y allí donde había reposado el corazón, había un agujero en el pecho. La herida, al igual que el cuello y el muñón, estaba sellada con oro, lo que evidenciaba que el cadáver había sido metido en el ataúd de esa forma. Valiant extendió la mano hacia el cetro, que se hallaba junto a ellos, pero Jacob lo apartó con rudeza.
—¿Ves las hojas marchitas sobre las que descansa? Están embrujadas, ¿o por qué crees, si no, que no está descompuesto?
Miró alrededor. El suelo de la cripta era de mármol verde, pero, de las columnas, cuatro tiras de alabastro afluían como los rayos de una brújula al ataúd. Jacob cogió la lámpara de minero, que el enano había dejado junto al ataúd, y recorrió una de las tiras de alabastro. En ella había incrustadas letras en oro blanco. Apenas se distinguían en la clara piedra.
HOUBIT WESTARHALP
Cualquier buscador de tesoros conocía la lengua. Era la de las brujas. Zorro siguió a Jacob con la mirada, cuando comprobó la segunda y la tercera tira.
HANDU SUNDARHALP
HERZA OSTARHALP
Las inscripciones eran fáciles de traducir:
LA CABEZA AL OESTE
LA MANO AL SUR
EL CORAZÓN AL ESTE.
Quizá la caza aún no había terminado.
Jacob se acercó a la cuarta tira. La inscripción que había sobre ella era bastante más larga que las demás:
NIUWAN ZISAMANE BISIZZANT HWAZ
THERO EINAR BIGEROT. FIRBORGAN
HWAR SI ALLIU BIGANNUN.
—¿Para qué tienes los guantes? ¡Quítale el cetro! —dijo Valiant poniendo el grito en el cielo—. En la otra mano aún lleva el anillo de sello.
Jacob ignoró al enano. Miró las letras.
JUNTOS POSEEN
LO QUE CADA UNO CODICIA.
OCULTO, DONDE TODOS ELLOS
COMENZARON.
No. El otro no había encontrado la ballesta. Aún no.
—Jacob. —Zorro seguía llevando su pelaje.
Pasos…
Apenas perceptibles.
Jacob alzó la lámpara. Entre las columnas creyó reconocer una figura, oscura como la piedra, tras la cual intentaba ocultarse.
Zorro salió disparada antes de que Jacob pudiera detenerla. El deseo de cazar de la zorra la volvía imprudente, y, mientras corría tras ella, se maldijo por no haber registrado la cripta. Oyó a Zorro gimotear y casi tropieza con ella. Yacía entre las columnas y cambió de forma casi mientras se incorporaba. En ese mismo momento, el enano gritó detrás de ellos pidiendo ayuda.
El hombre, que apartó a Valiant del camino, llevaba ropas de piel de lagarto y un verde oscuro le veteaba la negra piel de ónix. Un goyl. Jacob le apuntó, pero Valiant daba tumbos en la línea de tiro, y antes de cerrar la puerta de la cripta tras de sí, el goyl le hizo señas de forma burlona. Valiant lanzó un grito y se dio de bruces con ella. Clavó los dedos en el friso de la calavera y sacudió con tanta desesperación la puerta que los huesos se astillaron bajo sus manos.
—¿Por qué no le has disparado? —gritó—. ¡Estirar la pata en una cripta! ¿Es esa tu idea de una muerte bella?
La frente de Zorro estaba manchada de sangre. Jacob le apartó el cabello con gesto de preocupación, pero la herida abierta que se ocultaba debajo no era demasiado profunda.
—¿Por qué no lo has olido?
—No tenía olor —estaba rabiosa. Por ella misma y por el extraño que la había engañado.
Ningún olor. Jacob miró hacia la sombra, que tenía el resinoso cuchillo en el cuello. El goyl conocía su oficio.
—¡Moriremos de hambre! —exclamó Valiant, mirando alrededor como una rata que ha caído en una trampa.
Jacob regresó donde las franjas de alabastro y examinó las letras.
—Es más probable que sea por asfixia.
Zorro se acercó a él.
—Encontraré su huella —le susurró—, lo prometo. Pero Jacob negó con la cabeza:
—Olvídate del goyl. Él no tiene la ballesta.
Miró las letras. Eran las huellas que debían encontrar. Un hombre muerto… Aún no.
—¿Qué demonios hacéis ahí? —la voz de Valiant llenó la cripta con pánico de enanos—. ¡Haced algo de una vez! ¡Seguro que no es la primera cripta en la que os quedáis encerrados!
El enano tenía razón. Jacob regresó al sarcófago y, con la mano enguantada, cogió el cetro. Los constructores de criptas reales solían creer que su señor solo dormía y que en algún momento volvería a despertar. Así que le dejaban una llave en el ataúd. Aun cuando el despertar de un rey sin cabeza era más improbable que en otros casos.
La puerta de la cripta se abrió de golpe, tan pronto Jacob escribió el nombre de Gismundo con el cetro en el aire. Valiant salió aliviado tambaleándose, pero Jacob se subió al cazador de tesoros muerto, que yacía delante de la puerta, y aguzó el oído. Los caballeros colgados se movían suavemente a un lado y otro, y Jacob creyó oír pasos en la lejanía.
—¿Cómo sabía el goyl de la cripta? —gruñó Valiant—. Si el consejo de enanos lo ha enrolado a mis espaldas, entonces…
—Tonterías… ¿Para qué se habría tomado la molestia de anestesiar al gigantón, si actuaba aquí por orden del consejo de enanos? —le interrumpió Jacob—. No —dijo quitándole la chaqueta al muerto que había detrás de la puerta—. Le llaman el bastardo, y es el único goyl que sabe algo de la caza de tesoros.
—¡El bastardo… claro! —exclamó Valiant pasándose la mano sobre la cara. El sudor frío seguía sobre su frente—. Dicen que le gusta cortar los dedos a sus competidores.
—Los dedos, la lengua, la nariz… Tiene una tenebrosa reputación.
Jacob envolvió el cetro en la chaqueta del muerto.
—¿No consideras oportuno entregármela a mí? —ronroneó Valiant obsequiándole su sonrisa más inocente—. ¿Por la hospitalidad y mi inestimable ayuda?
—¿Ah, sí? —Zorro le quitó a Jacob el fardo con el cetro de la mano—. Aún me debes la mitad del pago de la pluma, pero te dejaremos algo si nos consigues caballos y provisiones para el viaje.
—¿Provisiones para qué? —la inocencia había desaparecido. En el rostro de Valiant, de todos modos, resultaba tan indecorosa como una erupción.
—Regresa a la cripta, si quieres saberlo. Estoy convencido de que el bastardo no era tan ciego como tú.
Jacob se acercó a la puerta de la cripta y examinó la dorada imagen de Gismundo. Solo podía esperar que el goyl no resolviera el acertijo del verdugo de las brujas antes que él.
Genial. Como si no le bastara con tener que echar una carrera con la muerte.