14

Una simple tarjeta

Corría y corría. Ya no tenía pies, pero, con los muñones ensangrentados, seguía tambaleándose a través de un bosque que era más oscuro que el bosque en el que se había encontrado con el sastre. Siempre siguiendo al hombre, que sabía que era su padre, aunque nunca se daba la vuelta. A veces solo quería alcanzarlo. A veces quería matarlo. Era un bosque tenebroso.

—¡Jacob! Despierta.

Se sobresaltó. Su camisa estaba tan empapada de sudor que tiritó en el frío relente. Por un momento no supo dónde se encontraba. Ni siquiera estaba seguro de en qué mundo estaba, hasta que descubrió sobre él dos lunas entre las ramas y vio a Zorro arrodillada junto a él.

Flandes, Jacob. Prados pantanosos, molinos de viento. Anchos ríos. En la última fonda habían sido devorados por las chinches, por eso habían decidido dormir al aire libre. Estaban de camino a la costa para tomar el ferry a Albión.

—¿Todo en orden? —Zorro lo miraba inquieta.

—Sí. Solo un mal sueño —en el roble, sobre ellos, ululó un búho. La mirada de Zorro seguía siendo de preocupación. Naturalmente, Jacob. Desde que sabe la verdad, cada uno de tus estornudos suena a muerte. Él agarró su mano y se la puso sobre el corazón—. ¿Lo notas? Fuerte y regular. Quizá las maldiciones de las hadas solo surten efecto si uno ha nacido en este mundo.

Zorro lo intentó con una sonrisa, pero no fue demasiado convincente. Ambos sabían lo que pensaba: su hermano no procedía de ese mundo y, sin embargo, le había crecido una piel de jade.

Habían partido hacía cuatro días de la mina y desde entonces apenas habían hecho un alto. Jacob estaba casi convencido de que sabía lo que las inscripciones en el suelo de la cripta significaban, pero solo tendrían la prueba de ello cuando sostuvieran la ballesta en las manos. Que al muerto le faltaba la cabeza, la mano y el corazón para hacer desaparecer algo lo habían comprendido los dos tan pronto habían visto el cadáver mutilado —se trataba de una magia muy corriente—, pero que Gismundo no solo había hecho desaparecer la ballesta lo habían revelado las palabras de alabastro. Zorro y él las habían girado a un lado y a otro, y estaban de acuerdo en que solo podían tener un significado.

El verdugo de las brujas había tenido tres hijos. Su hijo mayor, Feirefis (o Firefist, como se hizo llamar más tarde), había exigido, cuando su padre estaba a punto de morir, la corona de Albión. Albión estaba situada al oeste. Su hermano más joven, Gahrumet, quien al parecer había salvado la ballesta, se había convertido en rey de Lothringen, la parte más al sur del reino de Gismundo, y la única hija de Gismundo, Orgeluse, había fundado la dinastía de la emperatriz de Austrien casándose con un caballero de su padre y engendrando dos hijos con él. Austrien estaba situada al este.

LA CABEZA AL OESTE

LA MANO AL SUR

EL CORAZÓN AL ESTE.

Feirefis había recibido la cabeza de su padre. Gahrumet, la mano. Orgeluse, su corazón.

JUNTOS POSEEN

LO QUE CADA UNO CODICIA.

No era difícil adivinar que hacía referencia a la ballesta.

OCULTO, DONDE TODOS ELLOS

COMENZARON.

Todos los hijos del verdugo de las brujas habían nacido en el palacio, que Gismundo había mandado construir en lo alto de la Ciudad Muerta, pero allí, donde había estado, no había más que un lugar vacío desde el día de su muerte. El verdugo de las brujas había hecho desaparecer un palacio entero para ocultar la ballesta, y solo había confiado la macabra clave de la solución del acertijo a sus hijos. Si la locura, que le había sobrevenido en los últimos años de su vida, le había hecho creer que de ese modo restablecería la paz entre ellos, ese deseo no se había cumplido. Se detestaban entre sí tanto como a su padre. Algunas historias afirmaban que su madre había sido una bruja y el motivo del odio de Gismundo hacia todas las brujas. Otros relataban que su segunda esposa había sido una bruja y que ella le había desvelado el camino que lo había convertido en brujo. Sea cual fuera la verdad, los hijos de Gismundo se habían hecho la guerra, sin haber solucionado el acertijo de su padre, y probablemente no habían leído las inscripciones de la cripta. Pero el bastardo las había visto, y Jacob no se hacía ilusiones de que el goyl no hubiera descifrado las inscripciones. La única pregunta era quién de los dos sería más rápido en buscar las tres claves.

Cabeza, mano, corazón. Oeste, sur, este.

Zorro había propuesto empezar por el camino más largo. Esto es, Albión. Si tenían suerte, podían estar allí en dos días… si los ferrys funcionaban. Tan a principios de año solía pasar que las tormentas los retenían en el puerto. Dos, tres meses. Quizá menos. Sería un poco justo, aun cuando el bastardo no encontrara ninguna de las horripilantes herencias de Gismundo antes que él.

Zorro sacó el pelaje de las alforjas.

—¿Para quién crees que trabaja el bastardo?

Seguía transformándose casi cada noche, aunque entretanto se había percatado por sí misma de lo rápido que el pelaje le robaba los años, pero tenía razón: Jacob no podía permitirse decir nada al respecto. Él no había dejado de atravesar el espejo por su madre ni por Will y seguramente tampoco lo habría hecho ante la perspectiva de una vida menos peligrosa y quizá más larga. Había cosas que el corazón ansiaba de una forma tan intensa que la razón pasaba a convertirse en un desamparado espectador. El corazón, el alma, lo que quiera que fuera…

—Por lo que sé, trabaja sobre todo con los ónix —respondió mientras sacaba de la alforja el plato de estaño, que le había ahorrado ya alguna noche hambrienta en lugares como ese—; su padre era uno de los más altos lores. Si encuentra la ballesta, los goyl tendrán pronto otro rey.

El plato se llenó de pan y queso tan pronto Jacob lo pulió con la manga. No estaba realmente hambriento, pero tenía miedo de volverse a dormir y de volver a encontrarse en el bosque, dando tumbos de nuevo tras su padre. Su cordura no admitía realmente el pensamiento, pero allí estaba como un pesado susurro: Efectivamente morirás sin haberlo vuelto a ver, Jacob.

Zorro había cambiado la ropa por el pelaje. Crecía con ella como una segunda piel y brillaba de forma tan sedosa como el día en que Jacob la había visto con él por vez primera.

—Jacob…

—¿Qué? —casi no podía mantener los ojos abiertos.

—Échate a dormir. Apenas hemos hecho un alto desde hace días. Los ferrys no saldrán en cualquier caso hasta por la mañana.

Tenía razón. Agarró su mochila. En alguna parte tenía aún algunas pastillas del otro mundo para dormir. Si lo recordaba bien, procedían de la mesilla de noche de su madre. Durante años no había podido dormir sin ellas. Recogió la tarjeta que cayó de la mochila en la hierba escarchada. Norebo Johann Earlking. El curioso extraño que había respondido por él en la subasta y que había mostrado interés por el polvoriento legado de su familia.

Zorro cambió de forma y se lamió el pelaje, como si tuviera que expulsar el olor a humano. Por un momento se estrechó contra él como antes, cuando bajo el pelaje se había ocultado una niña. Los dos eran unos niños cuando él la encontró en la trampa. Jacob le pasó la mano por las orejas puntiagudas. Tan hermosas. En las dos formas.

—Ten cuidado. Los cazadores ya están de camino —como si tuviera que recordárselo.

Ella atrapó su mano —la forma en que la zorra tenía de demostrar su amor— y desapareció tan sigilosamente bajo los árboles como si sus patas no soportaran peso alguno.

Jacob clavó los ojos en la tarjeta, que seguía sosteniendo en la mano. Había querido pedirle a Will que averiguara algo más sobre su extraño bienhechor. ¿Dónde había tenido la cabeza? Sí, dónde, Jacob. La muerte te pisa los talones. Norebo Johann Earlking debe aguardar. Aun cuando no te guste el color de sus ojos.

Lanzó la tarjeta a la hierba. Dos, tres meses… Dos días en el ferry y quién sabe cuánto tiempo necesitarían para encontrar la cabeza en Albión. Después vuelta a Lothringen y Austrien para buscar la mano y el corazón. Cientos de kilómetros con la muerte pisándole los talones. Quizá había recibido la última oportunidad demasiado tarde.

El viento, que le recorría la camisa empapada de sudor, le trajo el hedor de una ciénaga cercana. Las dos lunas desaparecieron tras unas nubes oscuras, y el mundo a su alrededor pareció, por un instante, de lo más tenebroso y extraño, como queriéndole recordar que no se encontraba en casa. ¿Dónde te gustaría morir, Jacob? ¿Aquí o allí?

Unas hojas marchitas ondearon en el fuego, y con ellas la tarjeta de Earlking.

No ardió.

Las hojas sobre las que reposaba se convirtieron en ceniza, pero la tarjeta permaneció tan intacta como Earlking se la había entregado. Jacob sacó el sable y clavó en ella la hoja para sacarla de las llamas. Su papel estaba blanquísimo cuando la levantó.

Un hechizo.

¿Cómo había llegado al otro mundo? Una pregunta estúpida, Jacob. ¿Cómo había llegado el espíritu de la botella hasta allí? Pero ¿quién había pasado la tarjeta a través del espejo?, ¿y había sabido Earlking lo que le había entregado? Eran demasiadas preguntas y Jacob tenía la desagradable sensación de que las respuestas no le iban a gustar.

Le dio la vuelta a la tarjeta. Su dorso se había llenado de palabras, y cuando pasó la mano sobre ellas, un rastro de tinta se quedó pegado en sus dedos.

Buenas noches, Jacob:

Lamento que solo nos hayamos encontrado de una forma tan fugaz, pero confío en que volvamos a hacerlo en el futuro con mucha más frecuencia.

Quizá incluso pueda serte de ayuda en la misión que tienes por delante en algún momento. Naturalmente no de una forma del todo desinteresada, pero te prometo que el precio será asequible.

La escritura se borró tan pronto Jacob leyó la última palabra, y la tarjeta volvió a llevar únicamente el nombre impreso de Earlking.

Ojos color verde hierba.

¿Un leprechaun? ¿O uno de los gilches que las brujas de lo alto de Suomi moldeaban con arcilla y despertaban a la vida con su risa? ¿En Chicago? No. Tenía que ser algún truco barato, la broma de algún hombrecillo viejo que por casualidad se había apropiado de un objeto mágico. Por un momento, Jacob quiso arrojar lejos la tarjeta, pero después la metió en el pañuelo de oro y la volvió a guardar en el bolsillo. Zorro tenía razón. Necesitaba dormir. Pero cuando se tumbó junto al agonizante fuego, se oyeron disparos en alguna parte, y él únicamente se quedó allí tumbado aguzando los oídos en la oscuridad, hasta que horas más tarde, por fin, oyó las sigilosas patas de la zorra y poco después Zorro colocó su manta junto a la suya.

Pronto respiró de una forma tan profunda y regular como solo se hace cuando se duerme, y mientras sentía su calor junto a él, Jacob olvidó los sueños que le aguardaban y la tarjeta, que traía palabras del otro mundo, y por fin se durmió.