25
La segunda vez
Tenían la cabeza. Jacob se sorprendió al sentirse ridículamente lleno de confianza cuando se alojaron en una pensión para, después de tanta agua fría, dormir al menos una noche en una cálida cama. Se apearon en St. Riquet, una ciudad pequeña cuyos estrechos callejones procedían de una época que había sido olvidada largo tiempo atrás incluso detrás del espejo. En la plaza del mercado había casas de paredes entramadas, cuyos tejados aún habían sido colocados por gigantes, y un campanario cuya campana comenzaba a repicar antes de que la muerte se llevara a uno de los habitantes.
Esa misma noche, Zorro fue en busca de una cuadra para conseguir caballos, y Jacob telegrafió a Dunbar y a Chanute con la esperanza de enterarse de algo que pudiera ayudarles en la búsqueda de la mano y el corazón. No estaba seguro de lo que pensaría Dunbar de la noticia, que su teoría era correcta y que habían encontrado la cabeza, pero quizá, al menos, se alegrara de saber que seguían con vida. Jacob le mandó también un telegrama a Valiant para mantener al enano de buen humor. En cualquier caso, no le reveló nada de la cabeza, ni tampoco dónde se encontraban en ese momento. Jacob no confiaba en la discreción de Valiant, y el enano ya se enteraría con suficiente antelación de que no tenía pensado vender la ballesta al mejor postor.
Era el primer día cálido de la primavera, aunque la chica descalza de las flores que vendía prímulas en la esquina de una calle tenía frío seguro. Era tan delgada como un pajarillo y tenía el cabello rojo. Zorro apenas era mayor que ella cuando Jacob la encontró por primera vez en su forma humana. Le compró un ramo a la chica, porque sabía lo mucho que Zorro amaba las prímulas. Cogía las flores de la pequeña mano cuando el dolor volvió a instalarse en su pecho.
Era mucho peor que la primera vez. Jacob tropezó con la pared de la siguiente casa y apretó la frente contra la fría piedra mientras intentaba respirar desesperadamente. El dolor era tan terrible que casi se arrodilla para pedir clemencia a las hadas. Casi.
La niña lo miró asustada. Recogió las flores que Jacob había dejado caer y se las tendió. Jacob apenas podía extender las manos.
—Gracias —balbució con esfuerzo.
Esbozó una sonrisa como pudo, mientras dejaba en la mano de la chica unas monedas de cobre. La niña le respondió aliviada con una sonrisa.
La pensión estaba a tan solo unos callejones de distancia, pero le costó regresar. El dolor persistió hasta abrir la puerta de su habitación. Echó el cerrojo antes de desabrocharse la camisa. La polilla tenía una segunda mancha en las alas, y al nombre del hada solo le quedaban cuatro letras.
Empieza a contar, Jacob.
Cogió un poco del polvo de Alma, pero sus manos temblaban tanto que tiró la mayor parte.
Maldición, maldición…
¿Dónde estaba Zorro? Conseguir un par de caballos no podía llevar tanto tiempo. Pero cuando llamaron a su puerta, solo apareció la hija más joven del dueño.
—¿Monsieur?
Había remendado su chaleco. Pasó la mano, casi de forma respetuosa, sobre el brocado antes de entregárselo. El chaleco había sido un regalo de la emperatriz. El vestido de la chica ya lo habían llevado con seguridad sus hermanas mayores. Cenicienta. Solo que, en este caso, la propia madre era la malvada madrastra. Jacob había visto cómo manejaba a su hija menor. Y él había vendido el zapato de cristal de una emperatriz. Quizá Dunbar tenía razón. Jacob seguía oyendo su colérica voz en el oído: «¡Vosotros, los cazadores de tesoros, convertís la magia de este mundo en mercancía que solo los poderosos se pueden permitir!».
La chica había hecho muy bien su trabajo. Jacob metió la mano en el pañuelo de oro. El tálero que salió era aún más fino que el último, pero la chica miró la moneda de oro incrédula, como si en realidad le hubiera dado un zapato de cristal. Su mano estaba áspera de coser y limpiar, pero era delicada como la de un hada, y ella lo miró tan nostálgica como si fuera el príncipe al que, con seguridad, esperaba desde hacía mucho tiempo. ¿Por qué no, Jacob? Algo de amor contra la muerte. A fin de cuentas, aún sigues con vida. Pero solo se preguntaba cuándo regresaría al fin Zorro.
La chica volvió a detenerse cuando él le abrió la puerta.
—Por cierto. He encontrado esto en vuestro chaleco, señor.
La tarjeta de Earlking seguía siendo blanquísima. Salvo por las palabras que había escritas al dorso.
Olvida la mano, Jacob.
La chica se había marchado hacía rato, pero Jacob seguía allí de pie mirando la tarjeta fijamente. La calentó entre las manos (no, no era un hechizo de hada), la sumergió en el aceite para escopetas (la forma más sencilla de desenmascarar la magia de los zancudos saltarines o los leprechauns) y la frotó con hollín para descartar que se tratara de brujería. Seguía conservando su color blanco inmaculado y únicamente mostraba las cuatro palabras: «Olvida la mano, Jacob». Maldición, ¿qué significaba aquello? ¿Que el goyl ya la tenía en su poder?
Jacob ya había visto mucha magia de escritura: amenazas que, de pronto, saltaban a la piel de uno, notas que se llenaban de deseos cuando el viento las ondeaba delante de las botas, profecías que se grababan en la corteza de un árbol. Magia de duendes, de zancudos saltarines, de leprechauns… travesura mágica que llenaba el aire de ese mundo como polen.
Olvida la mano. ¿Y entonces?
• • •
Zorro regresó en el momento en que el dueño le estaba explicando a Jacob el camino a Gargantúa. En la ciudad había una biblioteca que reunía todo sobre los reyes de Lothringen, y Jacob confiaba en encontrar allí indicaciones sobre la mano… o la noticia de que el goyl ya había estado allí…
Decidió no contarle nada a Zorro de la segunda mordedura de la polilla. Parecía cansada y estaba extrañamente ausente. Al preguntarle, ella comentó que era por los caballos… no eran tan buenos, en St. Riquet era más fácil comprar unas buenas ovejas. Pero Jacob notó que algo más le rondaba la cabeza. La conocía tan bien como ella a él.
—Vamos, suéltalo. ¿Qué sucede?
Ella evitó su mirada.
—Mi madre no vive lejos de aquí. Me pregunto cómo estará.
Eso no era todo, pero Jacob no siguió insistiendo. Habían adoptado siempre el sigiloso acuerdo de respetar los secretos del otro… y el pasado era un país que ninguno de los dos visitaba con agrado.
—No es un gran desvío. Me encontraría contigo esta noche en Gargantúa.
Por un momento quiso pedirle que fuera con él. ¿Qué te pasa, Jacob? Por supuesto, no lo hizo. Bastaba con que él mismo no hubiera visto a su madre hasta que había sido demasiado tarde. Había sido demasiado fácil actuar como si siempre fuera a estar allí. Lo mismo que la vieja casa y el piso lleno de fantasmas.
—Claro —dijo él—. Me apearé en la fonda que está justo al lado de la biblioteca. ¿O quieres que te acompañe?
Zorro negó con la cabeza. No le gustaba hablar de por qué se había marchado de casa. Todo lo que Jacob sabía era que el pelaje no había sido el único motivo.
—Gracias —respondió—, pero prefiero hacerlo yo sola.
Sí. Había algo más, pero su rostro no invitaba a Jacob a preguntar por ello.
—¿Cómo te sientes? —preguntó poniéndole la mano en el corazón.
—¡Bien! —Jacob ocultó la mentira tras su mejor sonrisa. No resultaba fácil engañarla, pero por fortuna existían demasiados motivos para el agotamiento en su voz.
La besó en la mejilla.
—Nos vemos en Gargantúa.
Su piel seguía oliendo a mar.