59
La ciudad muerta
Fachadas erosionadas. Columnas reventadas. Arcos. Escaleras que conducían a la nada. En el propio esqueleto de la Ciudad Muerta se percibía lo espléndida que había sido una vez. La calle que seguían giraba de forma empinada junto a las casas derruidas. El silencio entre ellas era tan negro como la noche sin luna. Jacob tomó el primer rostro por decoración, el legado de un cantero de mucho talento. Pero en todas partes miraban como fósiles desde los descoloridos muros. Mujeres, hombres, niños.
Las historias eran ciertas. Gismundo se había llevado consigo a la muerte a toda la ciudad. ¡Quería que el mundo se detuviera con su muerte! ¡Que empezara y acabara con él! Escarabajo listo.
El verdugo de las brujas los había inmortalizado en la piedra de sus casas. ¿Qué los había matado? ¿Su último aliento? ¿Había muerto con la maldición en los labios? Jacob creía oír sus voces en el viento que atravesaba las calles desiertas. Suspiraba y gemía, soplaba follaje muerto y desprendía erosionadas piedras de los muros, que los siglos habían desteñido como huesos. Unos enjambres de fuegos fatuos los salpicaron de luz y unos pinzones de la peste picoteaban nerviosos entre los adoquines reventados. Por lo demás, nada se movía en las abandonadas calles con sus ribetes de rostros muertos.
Se abrían paso a través de las ruinas de una torre cuando, tras los restos de un monumento, salió un hombre. Jacob le cortó el brazo antes de que le pudiera enterrar a Zorro una guadaña oxidada en la espalda. Su ropa estaba cubierta de fragmentos de cristal y metal. Uno de los predicadores. Su mirada estaba tan vacía como la de los muertos en los muros. Otros seis aguardaban bajo un arco del triunfo, cuyo mármol erosionado celebraba la victoria de Gismundo sobre Albión y Lothringen. Lucharon de forma tan encarnizada como si defendieran una ciudad viva, pero por suerte sus armas eran viejas y no estaban demasiado bien alimentados. Jacob mató a tres y Zorro disparó a otro antes de que este pudiera empujar a Jacob contra los muros encantados. El resto huyó, pero uno de ellos se detuvo tras unos pasos y gritó una maldición en un dialecto que se hablaba en esas montañas. No dejó de gritar hasta que Zorro le disparó delante de los pies de forma amenazante. La maldición era superstición, nacida del desamparado miedo ante la verdadera magia, pero el grito atrajo a más de esas figuras andrajosas. Emergían de todas partes entre las ruinas. Algunas solo estaban de pie y los seguían con la mirada o les lanzaban piedras. Otras les salían al paso caminando torpemente con oxidadas horcas o palas que habían robado a algún campesino.
Tuvieron que matar a cuatro más antes de que les dejaran en paz, pero Jacob estaba seguro de que delante del palacio les aguardarían más. Los modernos caballeros de Gismundo… Jacob se preguntaba si la magia que anidaba en las ruinas les inspiraba custodiarlas o si el temor a la propia mortalidad y la esperanza de encontrar allí una puerta, a través de la cual se pudiera escapar del fatal final, los llevaba a ese lugar de muerte.
No tan distinta a la esperanza que te ha traído aquí, Jacob.
Se acercaban al palacio solo lentamente. Una y otra vez, los escombros bloqueaban el camino, puentes hundidos… escaleras desmoronadas… Jacob se sentía como si hubiera vuelto a quedar atrapado en un laberinto. Pero esta vez Zorro estaba con él y el propio miedo a la muerte no era nada comparado con el miedo que había sentido por ella en el laberinto del barbazul.
Las ruinas a su alrededor seguían creciendo en el cielo nocturno. Algunas tenían muros que habían sido construidos en forma de rejas de piedra. Dragoneras. Habían estado directamente debajo del palacio. La calle subía de forma cada vez más empinada y Jacob sentía lo mucho que las cortas peleas con los predicadores le habían agotado. Te mueres, Jacob. Pero las palabras no parecían significar ya nada. Como si las hubiera pensado demasiadas veces.
Una dragonera más. En los muros se perfilaban, en vez de rostros, gigantescas bocas, nucas dentadas, alas y colas con pinchos. Se decía que Gismundo había capturado a cientos de dragones para utilizarlos en sus guerras. En vez de las rocas con que se alimentaban, les había arrojado campesinos y soldados enemigos para comer, brujas, trolls, enanos. Eso los había vuelto furiosos, como vacas a las que se alimenta con carne.
Una última dragonera. En la calle de delante había estampadas garras gigantescas. La escalera ante la que acababa era aún más ancha que la escalera que había descendido a la cripta de Gismundo. Esta subía y era tan alta que un ejército hubiera podido formar filas en sus escalones. Cien pasos hasta la Puerta de Hierro y detrás de ella cien formas de morir. Jacob ya no recordaba dónde había leído esas palabras. Estaba tan exhausto que apenas recordaba cómo había llegado hasta allí. El pecho le dolía a cada escalón, pero Zorro caminaba junto a él.
La plaza donde acababa la escalera estaba cubierta de nieve, y las nubes que había encima flotaban tan bajas que las torres del palacio desaparecían en su neblina. De los grises muros colgaban las jaulas de oro, tras cuyos barrotes se seguían viendo los despojos de los prisioneros de Gismundo. El palacio entero parecía que hubiera sido maldecido el día anterior y no hacía siglos.
La Puerta de Hierro brillaba como un sello en los muros. El hierro relucía como el peto de un rey. Jacob no vio cerrojo ni pestillo, solo una guirnalda de calaveras y el escudo de armas que habían visto en la cripta.
Los cuerpos andrajosos que yacían delante de la puerta eran más recientes que los tristes despojos de las jaulas. Algunos tenían las manos carbonizadas o los brazos quemados hasta los codos. Otros tenían terribles mordeduras. Los predicadores habían creído que la entrada al cielo por fin se les había revelado, pero en su lugar habían llamado a la puerta de un brujo.
Jacob sentía la misma oscuridad que se habían encontrado en la cripta como un puño que se cerraba tras la puerta. Y todo lo que llevaban consigo era un puñado de cabellos del príncipe y lo que había aprendido como cazador de tesoros en los doce años que había estado en ese mundo. Zorro apartó a un muerto del camino. Y la tienes a ella, Jacob.
En cuanto Zorro se acercó a ella, la puerta comenzó a arder al rojo vivo cual metal en la fragua de un orfebre.
Jacob sacó la bolsa con el cabello de Louis del bolsillo. Su única esperanza era que la puerta los dejara pasar como amigos. Una muy débil esperanza, Jacob. La tarjeta de Earlking estaba pegada a la bolsa.
No necesitas el cabello del príncipe.
Zorro miró por encima de los hombros de Jacob. La tinta verde seguía escribiendo.
Debes apresurarte, mi amigo.
Tenías que haber matado de un disparo al goyl.
La ballesta está tan cerca.
Amigo. La palabra no había sonado falsa. Jacob alzó la mirada hacia la Puerta de Hierro. El Hada Roja también había estado muy dispuesta a ayudarlo. Tiró la tarjeta y sacó el cabello del príncipe de la bolsa.
En la escalera apareció otro predicador. Zorro lo apuntó con la pistola, pero él siguió caminando hasta que vio los cadáveres. Su sucio abrigo estaba tan repleto de metal y cristal que realmente semejaba una armadura. La puerta al cielo. Zorro lo derribó mientras él miraba incrédulo a los muertos. Llevaban demasiado tiempo allí. Unas horas más y se prenderían también cristal y hojalata en la ropa.
Jacob dio un paso hacia la puerta. Era tan alta que un gigantón hubiera podido cruzarla con él en sus hombros. La mayoría de los palacios de la época de Gismundo tenían puertas que habían sido hechas a medida de la estatura de los gigantones. Algunos habían servido al propio Gismundo.
Jacob metió la mano en la bolsa con el cabello del príncipe. Sus dedos olerían al agua de colonia de Louis. Un desagradable pensamiento. Cerró el puño con los mechones rubio ceniza. Louis solo estaba lejanamente emparentado con Gismundo, por lo que su cabello solo actuaría como una contraseña susurrada en voz muy baja, pero era su única esperanza de no ser reconocidos como enemigos.
A Jacob no le habría sorprendido que la puerta le fundiese la piel de los dedos. Existían informes sobre monstruos que se formaban de su hierro, y por los cadáveres que tenían a su alrededor, parecía que se hubieran topado con ellos. Sin embargo, en cuanto extendió la mano, el brillante metal reventó como la piel de un fruto demasiado maduro. Se dividió en dos hojas, de las que crecieron pomos en forma de yemas de hierro. Se convirtieron en cabezas de lobo y Jacob sintió el viento que acariciaba el metal incandescente mientras los dientes iban saliendo de los afilados hocicos, hasta que toda la puerta volvió a brillar en un frío gris.
No necesitas el cabello del príncipe.
¿Qué había sido aquello? ¿Una mentira para matarle como a los hombres andrajosos que había a su alrededor? No importaba…
Intercambió una mirada con Zorro.
Las ganas de caza. ¿Los unía eso más que todo lo demás?
Ella le sonrió. Sin temor. Pero Jacob seguía viendo el miedo blanco que le había dado a beber en la cámara del barbazul. Los dos habían aprendido en los últimos meses dónde acababa su audacia.
Cerró las dos manos alrededor de las cabezas de lobo. Necesitaría toda la fuerza que aún le quedaba para abrir las pesadas puertas de hierro, pero estas se abrieron sin resistencia, con un suspiro que sonaba como el estertor que la cabeza de Gismundo había dejado salir de sus labios dorados.
El aire que les salió al encuentro era glacial, y la oscuridad que aguardaba detrás de la puerta era tan completa que cegó a Jacob durante unos pasos. Pero Zorro lo agarró del brazo hasta que sus ojos se hubieron acostumbrado a las tinieblas. La sala en la que se encontraban estaba vacía, a excepción de las columnas que sostenían el techo y que se perdían encima de ellos en la oscuridad. El eco de sus pasos se quedó prendido entre los altos muros como el aleteo de unos pájaros extraviados.
Zorro miró a su alrededor buscando algo, cuando el llanto de un niño atravesó el silencio. El grito de una mujer se mezcló con él, las voces de hombres riñendo.
—¡Detente! —le susurró Jacob a Zorro.
Las voces bajaron de tono como si se alejaran, pero seguirían oyéndose durante horas hasta extinguirse del todo. Los pasos de los muertos. Un hechizo del oscuro brujo. Cualquier paso que dieran despertaría el pasado: palabras que se habían dicho, susurrado o gritado. Y no solo palabras. Dolor, rabia, confusión, locura. Cualquier sentimiento cobraría forma. La oscuridad que los rodeaba estaba tejida de tenebrosos hilos. Debían ser sigilosos o se ahogarían en ellos.
Jacob pudo distinguir tres pasillos en la oscuridad. Por lo que veía, no se diferenciaban en nada. Sacó del bolsillo las velas color amarillo pálido que Valiant le había dado. Zorro y él ya habían utilizado velas como esas en otros lugares cuando debían separarse. Tan pronto una se apagaba, la otra también lo hacía. Zorro sacó cerillas del bolsillo. Después, en silencio, cogió una de las velas prendidas de Jacob. Las voces volvieron a subir de tono en cuanto sus pasos resonaron sobre las baldosas. Gismundo había matado a la mayoría de las brujas, a las que había robado sangre y magia, en los calabozos de ese palacio. Los gritos de mujeres se volvieron tan sonoros que a Zorro le resultaba visiblemente difícil continuar. Se volvió una vez más hacia Jacob antes de que la luz de su vela se perdiera en uno de los pasillos. Eligió el del medio.
¿Izquierda o derecha, Jacob? Se dirigió hacia el izquierdo.