Los enfermos tiranos

DOCTOR:

Los hipocondríacos somos unos enfermos insoportables, doctor. A veces pienso que pertenecemos a alguna especie de esos bovinos que andan rumiando la hierba como nosotros rumiamos nuestras desdichas. Somos unos pesados, una plasta como los excrementos continuos e infinitos de las vacas que pacen por los prados con el mismo aburrimiento con que la clase media ve la televisión entontecida después de la cena.

A pesar de eso no somos los peores enfermos, doctor. Los hay peores. Son más incómodos para sus vecinos, amigos y parientes los enfermos inquietos y agresivos que no se quedan tranquilos ni aunque les estén dando la extremaunción. Son rabos cortados de lagartijas con baile de San Vito. Se agitan y bullen hasta que alguien coloca por fin las lápidas de sus sepulcros.

Me refiero a esos enfermos hiperactivos y dictatoriales que piensan que su enfermedad es el centro del mundo y que cuando se sientan ante un médico dicen: "Doctor, vengo a que me recete Canesten vaginal para la pitiarisis versicolor que me está brotando aquí en el sobaco".

Lo triste es que muchos de ustedes, aburridos y agotados de tantas incoherencias y rebuznos, para quitarse de encima a esos pelmazos les recetan lo que les piden con tal de que les dejen en paz y porque aún están esperando veinte pacientes más en la consulta.

Yo, doctor, conozco muy bien a esos enfermos que digo porque he convivido con ellos en las esperas de las consultas y en el hospital donde yací durante cuatro meses rodeado de toda clase de enfermos.

Recuerdo que, un día, uno de esos enfermos impertinentes que desprecian al Ministerio de Sanidad porque en su opinión no hace las cosas como las haría él si fuese ministro, fumaba con aire chulesco en un lugar donde estaba prohibido.

Un médico que pasaba le recordó la prohibición de fumar, y el insolente le contestó:

—Déjeme en paz. Eso no son cosas de su incumbencia.

Y el médico, doctor, ¡el médico!, en una dejadez de sus obligaciones, se encogió de hombros, dio la vuelta y se marchó con un gesto que parecía querer decir: "Espera a que te coja en el quirófano". Inútil decisión, porque no hay cirujano que se deje llevar por sus malas pasiones.

Esa tiranía de los enfermos insolentes se extiende entre los enfermos de los hospitales donde los más corteses o los más débiles tienen que soportar las impertinencias de esos tiranuelos.

Recuerdo que un día, la víspera de ser intervenido de no sé qué que tenía en el estómago, a pesar de que recibió la orden de no tomar nada porque le operaban al día siguiente, uno de esos valientes enfermos se zampó un bocadillo de atún en escabeche que le había traído su mujer para que se encontrase fuerte durante la operación.

¡Y salió del quirófano tan tranquilo! ¡Era un genio de la superviviencia! No había escabeche, virus, bacilo, enfermera o jefe de cirujanos que doblegase su tenacidad. ¡Siempre salía curado del hospital aunque a los dos meses tuviese que volver vomitando sangre y pepinillos en vinagre con un poco de vesícula al ajillo!

Y eso sucedía en un lugar donde un estornudo te contagiaba una neumonía. Y no exagero, porque usted, doctor, conoce mejor que yo la generosidad de las infecciones hospitalarias.

Yo viví un par de meses con él y con otro enfermo más sumiso y tranquilo en apariencia, pero más rebelde, como nos lo demostró más tarde.

Era un pobre viejo huérfano por líneas ascendente y descendente. Solo tenía en el pícaro mundo que le tocó vivir un tumor maligno en un ojo, el único ojo que le quedaba vivo.

Los médicos, llenos de caridad, le daban los consuelos de medicinas y de palabras que necesitaba el pobre anciano. Le hablaron y le hablaron hasta que le dejaron dormido.

Y se fueron pasada la medianoche elogiando la acción sedante y tranquilizadora de la palabra cuando sabe decirse en el momento y en el lugar oportunos. Yo creo que habían hipnotizado al pobre viejo, que respiraba apaciblemente.

Aquella misma noche, a las tres de la madrugada, el viejo se levantó y a tientas buscó la ventana. Luego se arrojó desde aquel tercer piso. A todos nos despertó el ruido que hizo su cuerpo al estrellarse contra el cemento del patio del hospital.

Nadie reclamó su cadáver.

Por cierto, doctor, me gustaría que me dijese qué se hace con los cadáveres en estos casos de soledad tan extrema.

Ese suicidio intimidó un poco al enfermo impertinente que se mostró menos orgulloso y altivo, pero, enseguida, en cuanto un nuevo enfermo sustituyó al pobre viejo suicida, empezaron las peleas.

El recién llegado quería que yo le cediese la cama próxima a la ventana alegando no sé qué problemas respiratorios. Yo argumentaba que tenía derechos adquiridos porque era el más veterano en aquellas movilizaciones de virus y descomposiciones, y el enfermo soberbio no se quería alejar de la puerta del cuarto de baño por sus fulminantes y frecuentes diarreas, seguramente causadas por los bocadillos que todos los días le traía en secreto su señora.

Yo pregunté por qué estábamos hacinados y no sufríamos los posoperatorios en habitaciones individuales.

Las autoridades hospitalarias me informaron que era un consejo de la Organización Mundial de la Salud. Tres enfermos sufren menos juntos que cuando están separados. Casi ningún enfermo sabe soportar la soledad. Solos, se llenan de angustia y sus posoperatorios suelen ser más largos.

Los enfermos no debían estar solos. Ni en parejas.

Tres enfermos en la misma habitación, me dijeron, era la mejor solución para que los enfermos vivieran en convivencia, porque se entretenían con sus amores, con sus odios, sus traiciones y sus pactos secretos y así sobrevivían al hastío de las largas hospitalizaciones. A veces viven en armonía como los tres mosqueteros. Otras se odian los tres al mismo tiempo. Otras se alían dos contra uno, y así sucesivamente, y en este sucesivamente se entretienen hasta la curación definitiva que, salvo escasas excepciones, siempre consiguen los médicos del hospital.

Temo que le estoy contando, doctor, anécdotas tontas y nimias que no son nada comparadas con las que puede usted contar de las insolencias de los enfermos y sus justificadas rebeliones, que no se producen contra las organizaciones hospitalarias sino contra sus almas o sus espíritus o lo que les quede pegado al cuerpo. El miedo nos hace agresivos a todos, doctor, y usted lo sabe seguramente mejor que yo, que me he dedicado toda mi vida a decir simplezas y lugares comunes disfrazados con el barniz del humor. Pero de esto hablaremos otro día.

Si le he contado todo esto, doctor, lo he hecho para comparar esas angustias y rebeliones de los enfermos "comunes" con la mansedumbre y la buena educación de los llamados hipocondríacos, bueyes bobalicones, sufridos, mansos que aburren a los que les rodean con su tristeza y su desolación.

Siempre he creído, doctor, que los verdaderos hipocondríacos -yo no lo soy, doctor, no sonría- son unos masoquistas, unos masoquistas activos con cierto olor a pesebre del portal de Belén.

Son unos buenazos incapaces de proyectar sus agresiones y fantasías contra su prójimo, porque en el fondo, como buenos masoquistas, son unos sádicos de cuidado, cobardones, que solo se atreven a agredirse a sí mismos.

Bueno, esto es muy complicado para ser explicado en dos líneas, doctor.

Mañana le llamaré, y esta vez no se escapa usted de la buena cena a que le voy a invitar para que me dé un curso de mí mismo, para quitarme las angustias y para que usted se ponga fuerte porque le noto últimamente un poco desfallecido, doctor. Vuelva sobre sí mismo los consejos que siempre me ha dado para que recobre la alegría, las ganas de vivir que deben durar tanto como nuestras vidas, como me dice.

Hasta mañana, doctor. Un abrazo.