Los insaciables enfermos

DOCTOR:

En mis tiempos, cuando yo agonizaba todos los atardeceres de hipocondrías mayores y menores y otras ansiedades, la enfermedad era para muchos de nosotros un acto de pesimismo narcisista. El mundo tenía la extensión de nuestras enfermedades o la de los temores de poder empezar a padecerla.

Y lo mismo les pasaba a los enfermos de verdad, los que sufrían enfermedades que se tocan y que huelen a bacterias y virus y podredumbres en el apogeo de su juventud y su belleza.

Luego, no hace muchos años, la enfermedad fue un tema informativo, una manía de la prensa. Todos los periódicos dedicaban páginas enteras a hablar de los enfermos y sus padecimientos, de sus síntomas, etiologías, colesteroles, ácidos úricos, códigos genéticos y demás herramientas del vivir y del sobrevivir. Y del morir.

Esa manía informativa ha ido decayendo poco a poco. No hay demasiadas enfermedades de las que se pueda informar a los analfabetos de esos temas sin repetirse, a pesar del interés del público por las misteriosas enfermedades tropicales que nos han traído, y seguirán trayendo, los emigrantes. Hasta las informaciones sobre el Sida y sus devastaciones se han hecho monótonas.

Por eso ahora las cosas han cambiado. Se ha producido un salto de lo cuantitativo a lo cualitativo como decían los izquierdosos en los años setenta parafraseando al divino y difunto don Carlos Marx.

Y ahora, más todavía, ha habido nuevos cambios. La enfermedad ha dejado de ser un hecho individual. Ahora es un hecho colectivo. Ya no hay enfermos individualizados. Hay estadísticas.

Ahora, al hablar de las enfermedades y de los enfermos, se habla de los costos de la sanidad, de la imprescindible obligación de todos los sanos y los enfermos a reducir el consumo de bienes sanitarios. Tenemos que reducir -nos repiten las autoridades constantemente- el consumo de medicinas, de lavativas y de todos los tentadores nuevos instrumentos de diagnosis. Somos muy gastones y el Estado no tiene dinero para tantos lujos.

A pesar de esos consejos todos los ciudadanos españoles exigen morir de lo más caro que haya. Se acabaron aquellas defunciones modestas de cuando nos moríamos en casa rodeados por la familia y el vecindario mientras tomábamos el caldito que nos habían preparado nuestras abuelas inmortales aguando el consomé con las lágrimas que las pobres vertían y que eran las lágrimas de la piedad, lágrimas curativas en aquellos "artículo mortis" tan íntimos y recatados.

Ahora nadie quiere morirse en casa. Ahora hay que morirse en un hospital de la Seguridad Social o en una clínica privada, y a ser posible en una habitación individual con televisión, vídeo, bidet y mando a distancia. Casi todos seríamos felices si se transmitiese en directo nuestro tránsito al otro mundo.

Pero somos muchos y no hay espacios televisivos para todos. Ni siquiera en la prensa. Se han acabado las esquelas, y las defunciones se anuncian en letra pequeña y por riguroso orden alfabético. Solo merecen titulares mayores los muertos por tétricos homicidios, a ser posible Fotogénicos. Las defunciones de las gentes modestas pasan desapercibidas. Si quieres fama y gloria, debes morir de muerte violenta.

Yo, doctor, que siempre he sido un patriota y seguiré siéndolo hasta que muera, sufro mucho cuando compro medicinas con cargo a la Seguridad Social. Ahora todos queremos vivir y sobrevivir a cargo de la generosidad social. Hace años, cuando se puso de moda hablar sin pudor de los orgasmos, dicen que no sé dónde salieron cientos de mujeres con pancartas que decían: "Queremos orgasmos con cargo a la Seguridad Social". Ahora todo lo queremos con cargo a la seguridad.

Por eso suelo comprar con mi propio dinero las medicinas que consumo. Procuro mamar de mis propios ahorros que de la generosidad de la Patria. Somos unos devoradores y unos derrochadores de lujos médicos y farmacológicos.

Antes era hermoso morir por la Patria en las trincheras con un fusil en la mano, una canción en los labios y una aspirina en la mochila. Ahora el patriotismo quizás debiera mostrarse muriéndonos en silencio con el modesto consuelo de unas lavativas y unos emplastes como hacían nuestros abuelos cuando no había seguridades sociales tan generosas y tan costosas. Y unos rezos, aquellos rezos tan consoladores que ya no se murmuran ni en los funerales más modestos.

En fin, doctor, que si antes no éramos nada ahora somos menos todavía: un simple número de identificación fiscal, número del que, como de la muerte, nadie se escapa.