El tiempo y el espacio
DOCTOR:
Los diccionarios oficiales, doctor, definen los llamados entes como lo que no tiene ser real y verdadero y solo existen en el entendimiento. A eso llaman seres inconmensurables, como, por ejemplo, el tiempo y el espacio, entes tan difíciles de atrapar científica y metafísicamente.
Para nosotros el tiempo es más la duración de las horas que estamos esperando en la cola del cine que la inmensidad de la duración, ¡tan poco estudiada por los especialistas!, de ese no se sabe qué que se extiende ante nosotros. El tiempo, supongo que se habrá dado usted cuenta de que no estoy hablando del tiempo meteorológico, nos rodea y nos envuelve por atrás, por delante, por la derecha y por la izquierda. El tiempo no es el timbre de los despertadores.
Con el espacio pasa lo mismo. Es algo que, como el tiempo, nos envuelve rodeándonos de infinitos por todas partes. El espacio no es algo que está frente a nosotros esperando nuestra llegada.
Le digo esto, doctor, porque el tiempo y el espacio deben ser para ustedes los médicos los entes a los que deben prestar especial atención y cuidado. Ustedes, aunque no lo alcancen, deben utilizar el tiempo y el espacio en sus dimensiones de entes infinitos. Eso es lo que esperamos de ustedes los enfermos.
Por eso, doctor, a quienes visitamos sus consultas nos produce una perturbadora consternación contemplar que ustedes habitualmente solo disponen para nosotros de un triste espacio de menos de ocho metros cuadrados y un tiempo que raramente alcanza los diez minutos por paciente.
No sabe usted, doctor, cómo nos consterna y nos asfixia a los llamados pacientes entrar en una consulta en la que apenas caben ustedes y sus enfermeras, situadas generalmente detrás de su sillón de trabajo (el de usted, naturalmente), que nos aniquilan con sus miradas como satánicos ángeles de la guarda porque cree que hablaremos demasiado o que esperamos que ustedes nos hablen como si estuviésemos en un Congreso Internacional de Medicina para tratar nuestros modestos casos médicos.
Ustedes, doctor, tienen la obligación de tener una consulta espaciosa, hermosa y bien ventilada, y no esos cuchitriles que a veces tienen ustedes con falsas ventanas que fingen luz solar y son solo un tabique iluminado con luces de neón escondidas.
Y lo del tiempo es peor todavía, doctor. Nosotros, que nos hemos duchado, que nos hemos vestido de domingo, que hemos contado a toda nuestra familia que vamos a ver al médico, nos desalentamos cuando vemos -los enfermos vemos más de lo que ustedes se imaginan, doctor- cómo miran ustedes el reloj con disimulo o con descarada e impaciente agresividad. Nosotros, que habíamos ido a pasar la tarde con ustedes para contarles nuestros temores y nuestras esperanzas, empeoramos cuando, casi sin mirarnos, nos dan una receta escrita con una letra ilegible nacida de su impaciencia porque saben que están esperando en el pasillo otros catorce mendigos de afecto como nosotros.
Las consultas deben ser grandes, doctor, con una biblioteca espaciosa llena de volúmenes que hablen de nuestro caso, y deben estar bien iluminadas, tan iluminadas como sus inteligentes ojos, que deben mirarnos como miran las auroras.
En fin, eso es lo que quería decirle. Ustedes tienen que ser algo más que médicos. Lo que a veces hacen ustedes por nosotros en dos o tres minutos nos lo dan con más simpatía los farmacéuticos. Y además nos escuchan con más atención cuando les contamos nuestro caso.
Deben tratarnos, doctor, como si fuésemos hijos y pacientes únicos. Solo así salimos tranquilos de sus consultas. No lo olvide.
No sé si me he expresado bien, doctor. Supongo que sí, que me ha entendido y que está pensando que soy un pelmazo y que lo que debería recetarme es una de esas lavativas que ponen en Egipto a los dromedarios.
Espero que cuando vaya a verle, doctor, me trate como le digo y merezco. Piense que todos los enfermos somos enfermos huérfanos de padre y madre y que aún sentimos y vivimos en las angustias de los destetes prematuros.
Un abrazo, doctor.