El rey Hamlet dentista
DOCTOR:
El otro día fui a ver a un odontólogo porque me dolía una muela y un antiguo puente se me escapaba de las encías hasta en los bostezos.
Me atendió un solemne odontólogo de cuyo nombre no quiero acordarme, aunque me tomo la licencia de desenmascararle diciéndole, doctor, que su apellido comenzaba por la letra erre. Por eso a partir de ahora le llamaré el doctor Erre.
El doctor Erre ordenó a una vigorosa y feroz joven odontóloga que me hiciese una limpieza de la dentadura del maxilar inferior. La joven doctora en odontología y probablemente en lucha libre me hizo la limpieza y el doctor Erre me dio un volante para que volviese a verle la semana siguiente.
Hasta entonces todo iba viento y muela en popa, doctor. Las desdichas y los desconsuelos comenzaron cuando volví a ver al citado doctor Erre.
Le entregué el volante que él me había dado la semana anterior y, consternado, observé que su rostro impasible de embajador de dentistas se fue transformando poco a poco en un gesto de ira. Al parecer, en el volante se indicaba solamente la palabra "cirugía".
Irritado, me preguntó quién me había dado aquel volante. Yo le contesté con modestia que fue él mismo quien me lo había dado. Al oírme montó en mayor cólera, rompió el volante con ira y ordenó a otra joven novicia odontológica que me limpiara la dentadura de la mandíbula superior. Inmediatamente, la novicia cabalgó mis muelas, y me preguntó si me había dolido cuando terminó su sesión de lucha libre. Le dije que no, sonrió feliz, se secó el sudor de la batalla, me dio un nuevo volante y me fui a casa.
Y en casa, doctor, cuando pasó el efecto de la anestesia, surgieron los efectos devastadores de la lucha que había mantenido con mis dientes y mis muelas la apasionada novicia odontológica citada.
En su pasión profesional de recién llegada me había desencajado la mandíbula (tengo testigos) y me había dejado el menisco derecho orbitando en el paladar.
Debo decir, doctor, que gracias a aquella furibunda y apasionada profesional de la higiene dentaria me enteré que en las mandíbulas tenemos meniscos como los tenemos en las rodillas. Algo tengo que agradecerle.
Fui aterrado a la consulta y como pude le informé mi infortunio. Y ella, doctor, ajena a mis desdichas, me dijo:
Eso son cosas de sus articulaciones. Tómese una aspirina.
Pedí hablar con el doctor Erre, que apareció con su habitual gesto hosco y despectivo.
Y entonces, ¡oh, gloriosos manes que inspirasteis tantas veces al no menos glorioso William Shakespeare!, entonces, doctor, se produjo allí, en aquel frío consultorio odontológico, una escena tan grandiosa como la escena primera de la tragedia Hamlet (hijo), cuando el Hamlet padre se le apareció para comunicarle su defunción por asesinato.
El doctor Erre me escuchó mirándome en silencio con una mirada cada vez más lejana, con una mirada estuporosa de ultratumba como la del Difunto Rey Hamlet cuando se le apareció al Príncipe entre las brumas del amanecer de Dinamarca.
Cuando acabé de contarle mis dolores, mis desdichas, aquel ir y venir de la lenteja del menisco mandibular, el doctor Erre siguió mirándome en silencio como si temiese que le contagiara lo del menisco.
Había algo majestuoso en aquella fría mirada de difunto, doliente y triste, sin parpadear ni una sola vez sus ojos, o al menos uno de ellos, abrió por fin la boca como si quisiera decirme algo, pero se arrepintió, y la cerró y así siguió otro hermoso espacio de tiempo en su significativo silencio.
Luego, con majestuosa solemnidad, giró sobre su majestuoso eje epigastrial o epigástrico y me mostró sus majestuosas posaderas y majestuosamente se fue alejando por las brumas de los pasillos de la consulta odontológica como el Rey Hamlet se perdió por las brumas del castillo de Elsinor dejando al pobre príncipe con las mismas angustias que me dejó a mí el doctor Erre con su silencio y, probablemente, con su desprecio.
Y así me quedé yo, solo y desconsolado, en aquella consulta en la que nadie me hizo puñetero caso.
Solo me ayudó una bella y compasiva recepcionista, que me dijo:
—Yo le aconsejo que para estas cosas se deje usted de organizaciones privadas multitudinarias. Vaya usted a una consulta privada. Al final le saldrá más barato.
Así lo hice y, gracias a una de ellas, ahora puedo recitar perfectamente todas las letras del alfabeto.
Eso es todo, doctor. Cuídese, que le oigo que le castañea la dentadura no sé por qué tipo de problemas.
Hasta pronto, doctor. Hágame caso y elija bien la institución dentaria. A veces son peligrosas.
Un abrazo.