El tacto rectal

DOCTOR:

Yo, doctor, siempre he dudado de los análisis. Siempre temo que se hayan confundido en el laboratorio y que ustedes los médicos, que tienen una fe ciega en esos papeles vomitados por máquinas, ordenen tratamientos inadecuados.

Por eso, el día que me ordenaron hacerme una endoscopia me puse muy contento. Por fin se iban a ocupar de mis vísceras "in vivo". Ya no se trataba de porcentajes, de cifras y de números que yo no comprendía. Ahora se trataba de mirarme el trasero por dentro, de palparlo como Dios manda.

Incluso, pensaba, durante el palpamiento podría comprobar la gravedad de lo encontrado en la exploración por la expresión del rostro del doctor, porque aunque los médicos, doctor, se transformen ustedes en estatuas inexpresivas y enigmáticas cuando nos observan y comprueban que algo va mal, un paciente con experiencia como yo sabe adivinar los peligros que está corriendo por ciertos levísimos rictus que se les escapan a ustedes, doctor, aunque pongan expresión de embajadores presentando las cartas credenciales.

La víspera de la endoscopia yo había cumplido todos los requisitos que me exigieron. Ayuno de alimentos que produjeran excesiva materia fecal, purga nocturna, lavativa mañanera y un buen lavado de bajos para no ofender al doctor con suciedades y malos olores. No es por presumir, doctor, pero yo fui a la rectoscopia, o a la endoscopia, no recuerdo bien de qué se trataba, con las nalgas más brillantes que la vajilla de plata del Ritz.

Cuando llegué a la consulta, me quedé atónito. Una multitud de dolientes dispuestos a que les sondeasen el recto invadían los pasillos de la consulta y dos o tres salitas adyacentes de espera. era una gente feísima. Yo también era espantoso. Lo comprobé en el espejo que había frente al sillón en el que esperé mi turno pacientemente durante dos horas. En aquel zoológico de pacientes había de todo, yo incluido, pero curiosamente dominaba la presencia de mujeres gordas y de hombres flacos. No sé por qué las mujeres se ponen grasientas cuando están enfermas y los hombres desmejoran hasta tomar ese aire de bacalaos iracundos que tienen los generales de las revoluciones sudamericanas.

Todos parecíamos avergonzados. Hay consultas joviales en las que no se imagina uno que la muerte nos esté espiando detrás de las cortinas, consultas luminosas con visillos que se agitan suavemente al viento mecidas por el corretear de niños que juegan y de mamás jóvenes que leen las revistas del corazón.

Aquella no era así. Allí todos teníamos cara de asustados y traseros, supongo, de lo mismo. Todos formábamos una especie de velatorio petrificado listo para ser trasladado a un mausoleo. ¡Pobres enfermos, pobres presuntos enfermos, qué feos somos! Comprendo que los sanos huyan de nuestro lado, que se acerquen a nosotros solo para contemplar nuestras agonías y contarlas luego a los amigos. La salud no tiene piedad ni compasión por los que la están perdiendo.

Así estaba yo filosofando sobre mí mismo cuando por fin llegó mi turno. Para observarme bien el recto me colocaron en una posición que no sé por qué me pareció, entre otras cosas, la perfecta para adorar al gran Esculapio. Tuve que arrodillarme, separar las piernas, inclinarme hasta besar el plano de la mesa y esperar así la llegada del sumo sacerdote de las palpaciones rectales.

Por fin llegó el doctor. Era joven y parecía malhumorado. No me sorprendió su mal carácter.

Dedicarse toda la vida, aunque sea por razones humanitarias, a meterle el dedo por donde el pudor me impide mencionar y palpar pólipos, divertículos y demás protuberancias no debe ser placentero, a no ser que te empuje a tal oficio cierta innombrable inclinación morbosa.

Perdone, doctor, lo prolijo de mi relato, pero es que parece que lo estoy viviendo. A mi descripción objetiva de la ceremonia podría añadir cómo me palpitaban el corazón y el duodeno (de esto no estoy muy seguro) y cómo poco a poco se iba apoderando de mí el temor a un diagnóstico nada placentero.

La enfermera ya me había colocado para que el doctor no perdiera su tiempo. Con prisas, el proctólogo se colocó unos guantes de goma y hurgó, después de lubricarlo, en aquel sagrado paraje de mi cuerpo que nunca nadie hasta entonces había hollado.

Y llegó la decepción. El joven doctor dejó de hurgarme con su dedito engomado y airadamente ordenó a la enfermera -ni siquiera tuvo la delicadeza de hablarme a mí cara a cara- que me informase detalladamente lo que tenía que hacer para ir a su consulta con el culo reluciente que yo creía haber llevado. Fue inútil que yo intentase explicar que había cumplido obedientemente las órdenes recibidas. El joven médico ni me escuchó, pero yo le he perdonado porque le comprendo: Decenas de traseros le estaban esperando con el corazón en un puño.

Mi trasero no es el centro del mundo. Cientos de miles de traseros ansiosos de ser diagnosticados esperan en las salitas de espera y en los pasillos de cientos de miles de consultas médicas.

Volví a casa, aumenté la dosis de los ayunos, purgas y lavativas y volví a la semana siguiente con el recto impecable, como el recto que debía de tener Adán cuando, recién creado, andaba en ayunas por el Paraíso.

Días después recibí la buena noticia de que por aquellas partes de mi cuerpo todo andaba como Dios manda.

Desgraciadamente, doctor, todavía me quedaba un calvario de exploraciones que tanto me han ayudado a conocer a mi prójimo y a mí mismo y que poco a poco se las iré describiendo.