Contra las supercherías: los astrólogos

DOCTOR:

Hoy no voy a hablarle de mis enfermedades ni de mis angustias ni de mis dolores. Hoy le escribo para pedirle que me ayude a luchar contra las supercherías de los astrólogos.

Dicen que Aristóteles, cima de la ciencia antigua y cima también de algunos de sus mayores errores, afirmó que las mujeres tenían dos muelas menos que los hombres sin que jamás se tomara la molestia de comprobarlo hurgando en las fauces de su señora para salir de dudas. Aristóteles a veces vivía en las nubes de la realidad.

Quizás, pienso, la señora de Aristóteles fue explorada por su marido en una edad en que todavía no le habían salido las muelas del juicio. O quizás le alejó de esas exploraciones alguna halitosis enconada de las que todos huimos sin ser capaces de advertir de su desgracia a quienes la padecen. Algo parecido ocurre con las falsedades de los astrólogos.

Una ceguera inconscientemente aceptada por todos impide que nos ocupemos de las supercherías de la astrología y sus sacerdotes. Los astrólogos, doctor, y usted seguramente no lo ignora, atribuyen las enfermedades que padecemos a las malas influencias del signo astral en que nacimos. Yo, por ejemplo, que nací un ocho de mayo bajo el signo astral de Taurus, debo padecer obligatoriamente, dicen los astrólogos, constantes molestias en mi garganta, en mi nariz y en mis oídos.

Pues bien, doctor: es verdad. Durante toda mi vida he padecido constantemente enfermedades rinofaríngeas. De niño me operaron de lo que en mis tiempos se llamaban "carnes falsas", más tarde tuvieron que enderezarme el tabique nasal, la trompa de Eustaquio la tengo siempre obturada y todo el conjunto parece el vademécum de mis desdichadas otorrinolaringológicas.

Esa coincidencia de mi signo astral y la confirmación de sus augurios me inclina a pensar que quizás sea cierto lo que afirman esos farsantes, pero la razón me obliga a rechazar esa seudociencia, esas supercherías.

Por eso, doctor, a todos los médicos que he visitado en los últimos años les he pedido que a sus informes añadieran el signo astral de sus pacientes. Quizás así se podría observar si son reales o no esas coincidencias.

Pues bien, doctor, ni uno solo de los médicos a los que he propuesto esa sencilla investigación, que no les causaría ninguna molestia ni trabajo, ni uno solo, repito, ha tomado en serio mi sugerencia. Y por su tozudez quizás jamás podamos demostrar empíricamente que los astrólogos son unos farsantes. Qué sencillo sería para ustedes hacer esas comprobaciones que le digo que quizás sirvieran para que un día, alzando al cielo la contundencia de la verdad, pudiéramos decir:

—¡Farsantes! ¡Por fin estáis desenmascarados! ¡Las ciencias estadísticas denuncian los embustes con que engañáis a los pobres espíritus que creen en esas simplezas!

¡Qué gran triunfo sería para las ciencias y para la razón, doctor! ¡Qué caminar unidas, cogidas por la cintura, las ciencias empíricas y las ciencias estadísticas, con la luz de la verdad sobre sus frentes!

Pero ustedes no me hacen caso y con su tozudez se lo pierden. Sigan haciendo las cosas a ojo. Vivan aislados, si así lo desean, del mundo que les rodea. Quizás alguno de ustedes se está perdiendo un Premio Nobel.

Y todo por desidia, por pereza, por no anotar el signo astrológico de sus pacientes al lado de sus patologías. ¡Qué triste, doctor, qué triste!

A pesar de todo, reciba un fuerte abrazo. Y tómese la molestia, la mínima molestia de comprobar al menos si sus enfermedades coinciden con las que amenaza su signo astral.

Y ya puestos, mírele la boca a su señora. Vea si le faltan las dos muelas que no vio, no supo o no quiso ver Aristóteles en la suya. Quizás pueda así alcanzar la gloria. Muchos son afamados académicos con méritos menores.

Un abrazo, doctor, y no se ría de mí.