He sido infiel
DOCTOR:
He sido infiel a la medicina ortodoxa. He caído en el pecado de pedir auxilio a los curanderos, a los magos, a la seudociencia, a los que imponen manos y leen cartas astrales, a los farsantes de las medicinas sin fundamento científico.
Y he traicionado a la ciencia porque me dijo la verdad: Lo de mis vértebras es incurable. Ya solo queda paliar los dolores y que Hipócrates interceda ante el Dios verdadero para que me ayude.
Por eso sucumbí a la tentación. Me recomendaron un curandero famoso y fui a verle. Cuando apareció en la consulta, el pobre hombre tenía una cojera y un escoramiento que lo mío a su lado era un brinco de Nijinsky. Al verle me olvidé de mis penas y le pregunté por las suyas.
—Tengo la espalda peor que usted -me dijo-, y yo sé la causa de mi enfermedad. La culpa la tiene mi perro, que si no duerme conmigo no coge el sueño.
Al parecer, el pobre perro, si no dormía abrazado a su dueño, se desvelaba y le crecía la neurosis.
—Yo -me dijo el curandero- no puedo negarle ese capricho y acepto que duerma a mi lado, porque él es la única persona que me quiere en esta vida. Y le acepto a mi lado en nuestro lecho casi conyugal. Lo malo es que en cuanto me duermo se me pone encima y mire como me tiene, que tengo toda la columna, desde la primera cervical a la última lumbar, que parece una montaña rusa.
El perro de sus amores era un perro de San Bernardo de metro y medio de altura, manso y melancólico, que abrazó a su dueño y le ensalivó la cara a lametazos.
En gente así se puede confiar, doctor. Donde hay amor siempre debemos mostrar respeto. Yo, al principio, temí que me recetase un perro de San Bernardo, pero fue peor todavía, doctor. Me dio un impreso donde me sugería el mismo tratamiento que a todos los demás clientes. Era como muchos de ustedes, doctor, como esos traumatólogos que dan siempre unos impresos con consejos para sobrellevar los dolores. Y me lo daba a mí y a todos los pacientes que se acercaban a su consulta, que parecen esos jóvenes que ganan unas pesetas repartiendo publicidad por las esquinas.
Y eso es intolerable, doctor. Nada hay más ofensivo para un enfermo que sentirse igual a los demás clientes y consumidores de las consultas médicas. Es humillante ver que todos salimos con el mismo impreso que nos dice los ejercicios que tenemos que hacer para la artrosis y los mil padecimientos traumatológicos que padecemos todos.
Si usted, doctor, practica esta costumbre tan ofensiva, imprímalos al menos de varios colores y formatos. Haga creer a todos los enfermos que su caso es distinto al de los demás y que su tratamiento, como se dice ahora, es singularizado.
Piense en el narcisismo de los enfermos, doctor. Todos se sienten distintos en el infinito rebaño de padecedores de lo que a finales de siglo se llamaba "La quebradura". Todos los enfermos piensan que son Cristo en la cruz pero sin cruz. De ahí abajo no admiten pertenecer a lo que ahora se llama, casi despectivamente, "un colectivo".
Eso cura, doctor.
Salí de la consulta del curandero, le devolví los impresos, le recomendé lo que acabo de recomendarle también a usted y le sugerí que en vez de dormir debajo del perro de San Bernardo durmiese encima.
Eso no puedo aceptarlo -me dijo-, porque esa postura le excita sexualmente. ¡Solo me faltaba eso!
En fin, doctor, que sigo con mis dolores y mis miedos progresivos. Voy a dejar un esqueleto como para donarlo a los estudiantes de las facultades de Medicina. O destruyen ellos mis huesos mientras los estudian o los destruyo yo, porque no estoy dispuesto a aparecer en el Juicio Final del día de la resurrección de la carne, y de los huesos supongo, con una columna escoliótica como los viejos bastones de nudos.
Y eso es todo, y piense, doctor, que cuando piensan en nuestras enfermedades deben también pensar un poco en nosotros. Que a veces lo olvidan.
Un saludo, y hasta pronto.