¿Deben decir la verdad los médicos a los enfermos?
DOCTOR:
Los jueces norteamericanos preguntan, al menos en las películas, a los testigos y a los acusados si juran decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Eso mismo, cuando visitamos a un médico, deberíamos preguntarles los enfermos, inocentes o sospechosos de enfermedad, y decirles:
—¿Jura usted decir la verdad, solo la verdad y nada más que la verdad del estado de mi salud?
Eso sería lo correcto, pero pienso también:
—¿Y qué utilidad práctica tiene para los enfermos conocer la gravedad de su delito contra su propia salud?
Ninguna. Conocer la fecha de nuestra muerte no tiene ninguna utilidad para los enfermos, creyentes o no creyentes, porque de todas formas se van a diluir en la nada indiferente que ni siquiera les está esperando.
Supongo que estas dudas mías son perfectamente idiotas. Lo sé, doctor. Sé que si la enfermedad es leve e inofensiva es bueno decírselo al enfermo. Lo difícil es decirle que probablemente va a padecer en un plazo no demasiado lejano un cáncer incurable.
Lo correcto sería consultarle el dilema al propio enfermo, lo correcto sería decirle:
—Señor enfermo, quiero que usted lo decida personalmente porque es un problema que le afecta a usted más que a nadie. ¿Quiere usted que le diga que padece una grave enfermedad incurable o prefiere que le mienta y le oculte que le quedan pocos meses de vida?
El enfermo tendría que decidirlo y el médico se liberaría así de la angustia que se produce siempre en esas situaciones extremas.
Muchos médicos, me ha dicho no sé quién, para ayudar a sus enfermos que van a morir a que se despidan de la sociedad dentro de las normas legales vigentes, suelen enviar a sus pacientes moribundos anónimos en los que se les comunican su desdichada situación. Y gracias a esos anónimos que a nadie acusan de entrometerse en problemas ajenos, los enfermos tienen tiempo para dejar el testamento en orden: la parte para los hijos, la parte para la esposa, la parte para las o los amantes, la parte para los hijos ilegítimos y la parte para el Ministerio de Hacienda.
De todas formas, resumiendo, doctor, podemos decir:
—Es muy difícil para los médicos decidir si los enfermos deben conocer que van a morir en breve plazo.
Yo, doctor, recuerdo un caso de exagerada sinceridad. Lo que le voy a decir es cierto. Lo aclaro porque a veces se me va la mano y en vez de escribirle verdades describo fantasías optativas.
Verá. Un amigo mío, marxista ortodoxo hasta la ridiculez, me dijo un día que mi madre no debería recibir consuelos espirituales de un fraile franciscano que venía a visitarle a nuestra casa todos los días, porque mi madre debía morir en la luz de la verdad.
Tu madre -me decía mi amigo, que murió súbitamente de un trompazo automovilístico sin auxilios ni espirituales ni de la Dirección General de Tráfico- debe vivir los últimos momentos de su vida en la mayor grandeza de la mujer y del hombre: "Sin falsas esperanzas. Debe morir sabiendo que no hay nada después de la muerte. En esa aceptación de su condición humana está el gesto que nos hace héroes. Lenin murió sabiendo que se hundía en la nada. Stalin, también".
Es curioso que mi amigo, marxista fanático, supiera ya -esto ocurrió hace más de cuarenta años- lo que iba a suceder a las estatuas de los citados.
Y yo pensaba:
—¿Y qué tiene de perverso -el marxista ridículo solía decir que los diálogos de mi madre y el santo franciscano eran perversos- que mi madre muera en la serenidad que da la esperanza de saber que pronto iba a estar en los brazos de un dios que no existe? ¿Qué más da creer o no creer en el Más Allá y en sus dioses falsos o verdaderos, si cuando mi madre muera habrá entrado feliz y contenta en un cielo que no existe?
Y yo añadía:
—Es como no querer dar sedantes a los enfermos agonizantes que se revuelcan del dolor de sus entrañas.
Mi amigo, marxista ortodoxo hasta la ridiculez, era tan dogmático y testarudo como los frailes que solían venir a visitarnos por aquellos años "de misiones" y que nos decía a gritos desde los púlpitos:
—Arrepiéntete de tus pecados si quieres no pasar toda la eternidad en el Averno.
Todo esto que le digo, doctor, es cierto. Quizás usted que es más joven que yo no lo ha vivido, pero los de mi generación hemos temblado de pavor cuando nuestros confesores nos amenazaban con castigos terroríficos si seguíamos tocándonos (individualmente) la pilila con concupiscencia. Colectivamente entrañaba excomunión.
A uno de aquellos misioneros que llegó a bramar sus sermones en la Iglesia del Buen Pastor de San Sebastián, hoy catedral, yo le he oído explicar la eternidad de esta manera:
—Imaginaros -nos decía- que una paloma pasase cerca de la Tierra y que con el extremo de una de sus delicadas alas rozase el monte Igueldo. Imaginaros que la paloma pasase una sola vez cada cien años. Imaginaros lo que tardaría en desaparecer la Tierra por culpa de ese leve roce del ala de la paloma. ¡Pues bien! Cuando la Tierra hubiera dejado de existir por ese roce, ¡todavía no habría empezado la eternidad!
Se echaba un sorbo de bilis y saliva y continuaba:
—¿Merece la pena que por un breve momento de placer corramos el riesgo de estar siempre, Siempre, SIempre, SIEMpre, SIEMPre, SIEMPRe, SIEMPRE quemados y abrasados en el infierno sin sentir la piadosa mirada del Señor, que -recordadlo bien- cuando os condene en el juicio Final a los tormentos eternos, ni ÉL mismo, a pesar de su infinita piedad, podrá revocar sus Divinas Sentencias.
Nos volvían locos. Escuche, doctor, una nueva historia verdadera con la que termino de darle la lata.
Por entonces contemplé una pelea ideológica en la que varios amigos míos, y amigos también de un pobre moribundo amigo de todos nosotros, lucharon en una feroz guerra para que el pobre moribundo muriera, para unos en la fe falangista que él profesaba, para otros en la fe marxistaleninista y para un tercer grupo en la fe de la Cristiana Acción Católica de aquellos años en que agonizó y murió mi amigo vomitando sangre. No sé si sangre católica, marxista o falangista.
Confío en que, aunque no crea en el Más Allá, esté ahora en el cielo de alguna de las tres fes que ensuciaron su agonía.
Y basta de cosas tristes, doctor.
En mi próxima carta le contaré una anécdota muy graciosa sobre las hemorroides, no sé si ateas o creyentes, de otro de mis mejores amigos. Supongo que no me ha mentido porque yo no las he visto, aunque me las quería mandar por fax para que comprobase que lo que me estaba contando no era mentira.
Un abrazo, doctor.
Estamos todos locos.