Vigilar las caquitas
DOCTOR:
La enfermedad y muerte de un amigo mío aumentó mi hipocondría hasta los umbrales de la locura. Seguí cerca de él todo el proceso de su destrucción definitiva porque fui el primero que sospeché que los síntomas que nos relataba eran los síntomas que conducen a la muerte. Desgraciadamente no me equivoqué.
Hundido en la pena y también en el temor de que se repitiera en mí su tragedia me dediqué a observarme a mí mismo con la obsesión de los neuróticos que creen haber sido contagiados, aunque la enfermedad de mi amigo no era de las contagiosas. Llegué a pensar que nuestras costumbres comunes podían haber producido en los dos enfermedades comunes.
Me aparté del mundo y con más furor que nunca me dediqué a leer artículos, libros y fascículos sobre su enfermedad para ir preparándome en la defensa de los cataclismos que me amenazaban.
Además de esas lecturas dedicaba horas enteras a observar y explorar mi cuerpo y sus exudados y excrecencias, mis pulsos, mi tensión arterial, los pequeños dolores que a veces sentía, las manchas de mi piel, la sequedad de mis cabellos, las malformaciones de mis uñas, el brillo de mi mirada y los insomnios que mis temores me producían.
Pero donde ponía especial empeño en descifrar los mensajes del Más Allá era en las cacas.
Mi amigo, me dijo su médico, podía haberse salvado si hubiera vigilado sus heces (era muy fino). "Hay gentes -me decía- que controlan su tensión arterial, su colesterol, su ácido úrico y todas las pruebas de los análisis rutinarios y olvidan que lo que tienen que observar en profundidad (a mí me inquietaba lo de "en profundidad") son las cacas y la posible aparición de signos amenazantes sanguinolentos".
Me hundí en el fango de la hipocondría más desenfrenada, doctor.
En el baño, donde antes tiraba de la cadena alegremente sin temores, ahora hurgaba el color, la textura, el olor, la abundancia o la pequeñez de mis caquitas en las que, pensaba, quizás ya se estaba escribiendo mi epitafio. Me transformé en un caquitomántico. Una curiosidad irrefrenable me empujaba a pensar que en las miserables cacas podría adivinar los augurios de los heraldos negros de la enfermedad y de la muerte.
El día que no tenía caquitas eran días de luto cargados de malos presagios. Y si la ausencia duraba dos o tres días, las angustias eran existenciales. Todo el mundo me parecía tan estreñido como yo: los presupuestos generales del Estado, mis ingresos económicos, la luminosidad de los cielos y su supuesta y pregonada armonía. Sin caquitas el mundo no era nada para mí Y se lo digo, doctor, aunque le parezca el título de un tango.
Me olía el dorso de las manos porque había oído decir que los estreñidos huelen, me pasaba horas sentado en el retrete leyendo libros de divulgación médica, y así, resumiendo, sucesivamente.
Lo que más me inquietaba, lo que ofendía más gravemente mi narcisismo era pensar que un hombre como yo, creado a imagen y semejanza del Señor, podría autodestruirme por culpa de mis vísceras intestinales. Me ofendía que podía morir algún día, después de inacabables sufrimientos, de una dolencia del bajo vientre, asiento de lo más sucio y hediondo que habita en todos nosotros. Yo, que siempre había pensado que moriría en olor de santidad laica, por supuesto.
Me estoy poniendo un poco coprofílico, doctor, lo sé, pero usted sabe mejor que yo cómo nos hicieron sufrir cuando éramos niños nuestras madres si no brotaban juveniles, alegres y primaverales las caquitas que ellas esperaban.
Mi angustia fue creciendo y acabé también por temer y odiar lo que incorporaba a mi cuerpo. Dejé de comer carne por algo que leí sobre la irritabilidad del tracto rectal y me impuse una dieta vegetariana y ovoláctea. Solo introducía en mi estómago lo que yo imaginaba que comía mi ángel de la guarda, dieta común a la de todos los ángeles de los cielos.
Me parecía que era indigno matar a un animal para después devorarlo. Primero, por amor a su inocencia, y después, porque los animales son portadores de las patologías más amenazadoras.
Yo no sé si los animales pueden llegar a ser estreñidos. Los perros sí lo son porque de niño yo les solía ver desgañitándose el intestino en inútiles intentos para desprenderse del veneno de los restos de las comidas que les daban sus dueños. Investigué sobre la vida digestiva de los animales que devoramos y me quedé espantado.
Los pollos, por ejemplo, pueden padecer ornitosis, viruela aviar, tifus aviar, cólera, bronquitis infecciosa, psicatosis, coccidiosis, coriza, saculitis aérea y ceucosis, que es un cáncer que padecen los pollos. Y miles de enfermedades más que no cito para no aburrirle, doctor.
Y al ganado le pasa lo mismo. Puede tener rabia, listeriosis, ántrax, erisipela, tétanos, epiteliomas, mastitis, exantema vesicular, actinomicosis, acinabacilosis, fiebre del ganado, rinotraqueítis bovina infecciosa, hiperqueratosis, ergotismo, escroptotricosis cutánea, y así hasta una lista de más de treinta enfermedades infecciosas. ¡Y todas esas porquerías nos las comemos nosotros alegremente con ensalada y patatas fritas!
¿Se da usted cuenta, doctor? Y eso era antes. Ahora es peor todavía porque hay nuevas enfermedades con las que infectamos a los pobres animales para que estén más gordos, más apetitosos, más relucientes y más contagiosos.
Un día mis angustias crecieron porque súbitamente recordé que mi padre había sido toda su vida estreñido. Me quedé paralizado de terror.
—Si la sordera que padezco es hereditaria, progresiva e incurable como fue la de mi padre, que en paz descanse, quizás ocurra lo mismo con el estreñimiento que me ha transmitido, pensé.
Afortunadamente no fue así. Me cuidé, me vigilé, comí cosas decentes propias de gentes decentes, hice ligeros ejercicios, caminé después de las comidas y aquí me tiene, doctor, mirándole a los ojos para decirle: "Ya no soy estreñido. Soy un hombre como Dios y la naturaleza mandan".
Ha sido una gran victoria sobre mi padre, porque habría sido terrible haber recibido de él solamente la herencia de su estreñimiento.
Y es curioso, doctor, acabo de mezclar en mi carta, de manera inconsciente, ¡a mi padre, a las cacas y al dinero!
¡Qué gran festín para Freud! ¡Todo el psicoanálisis encerrado en tres palabras sagradas!
Pero no tema, termino la carta. Otro día le escribiré sobre estas asociaciones que me han brotado espontáneamente. No crea que se va a librar usted de Freud, doctor.
Un abrazo. Hasta pronto.