Mis experiencias de seudomédico

DOCTOR:

Mis primeros contactos con la enfermedad los viví recién cruzada la adolescencia cuando era funcionario del Instituto Nacional de Previsión, rama Seguro Obligatorio de Enfermedad. Afortunadamente eran todavía enfermedades ajenas.

Desde la ventanilla a la que me asomaba para ver a los pacientes como si los mirase desde un nicho, recibía a los pobres enfermos que llegaban llorosos y suplicantes a reclamar el dinero de sus bajas laborales que no habían recibido, unas veces por culpa de la administración y otras por culpa de los médicos que no nos enviaban los partes a tiempo, porque los pobres médicos de entonces tenían que dedicar más tiempo a rellenar papeles que a observar a sus clientes.

Allí, en una de aquellas ventanillas, recibí el primer choque de espanto con la atrocidad de las enfermedades.

Un día una pobre anciana vino a reclamar el dinero que no había recibido. Parecía un pirata con un parche que le cubría el ojo derecho. El ojo sano lo tenía enrojecido por el llanto. Yo le intentaba explicar las razones del retraso pero ella no podía ni quería aceptar esas razones.

En un momento de abatimiento -la pobre no tenía fuerzas para la ira- se quitó el parche del ojo y me dijo:

—A mí me da lo mismo todo lo que usted diga, doctor. Yo necesito dinero y no sus palabras. Mire cómo tengo el cáncer del ojo.

Y me mostró un ojo ensangrentado que me miraba fijamente con la ferocidad con que miran los ojos abrasados de los corderitos cuando asan sus cabezas en la semioscuridad de las cuevas-bodegas de los pueblos castellanos.

Casi me desmayé, doctor. Era un ojo feroz, un ojo de resucitado el día del juicio Final, un ojo que me espantó con su mirada de muerto.

No pude soportarlo. Huí de la ventanilla de suplicantes y pedí el traslado a otro departamento. Comprendieron mi terror y me trasladaron a la secretaría del delegado provincial de la Seguridad Social en la antiguamente llamada provincia de Guipúzcoa. Allí conocí al doctor Asuero Ruizáde Arcaute, hijo de un médico insigne y famoso por sus habilidades para curar neuritis faciales con unos secretos y misteriosos tocamientos del trigémino.

Muchos años después vi en un festival de cine un cortometraje sobre el doctor Asuero padre, el del trigémino, en el que se mostraba cómo un brillante militar de la guerra de África, con la cara torcida por su patología del trigémino, entraba en la consulta del sanador y salía inmediatamente erguido y viril como un Cid Campeador de Alhucemas.

Del hijo del tocador de trigéminos aprendí muchas cosas porque me fijaba mucho en su trabajo y llegué a ser su secretario personal.

En su ausencia, yo tenía la autorización de firmar ingresos en la maternidad de parturientas a punto de reventar. Yo sellaba todos los partes que caían en mis manos y me sentía feliz cuando me decían:

Muchísimas gracias, doctor, Dios le bendiga.

Por entonces Dios aparecía por todos los papeles y todas las bocas. Los llamados oficios siempre acababan con una frase animosa, tanto en lo terrenal como en lo espiritual, que decía:

—Por Dios, España y su revolución Nacional-Sindicalista.

Yo, debajo del oficio, estampaba el sello oficial y la firma del señor delegado que imitaba a la perfección.

Jamás cometí un error que fuese lesivo para los pacientes, ni para el Estado, ni para el pueblo en general.

Aprendí también, naturalmente sin profundidad científica, a conocer enfermedades. Me leía, con un interés desmedido para mi modesta función de auxiliar de tercera, todos los partes médicos que caían en mis manos. Por ellos aprendí el nombre científico de los padecimientos de los asegurados y beneficiarios que eran atendidos por el Seguro de Enfermedad, hoy llamado la Seguridad Social.

Y por ellas llegué a saber que varios compañeros de trabajo padecían unas blenorragias de las de entonces, de las que no se curaban en diez minutos como ahora, sino hurgando la uretra con una barra delgada que en un extremo tenía una especie de paraguas cerrado que al abrirse para extraer gonococos extraía también al mismo tiempo media uretra que quedaba limpia y ensangrentada.

Naturalmente, esos secretos que conocía en la secretaría del Instituto Nacional de Previsión permanecían, y siguen permaneciendo, secretos, porque prometí cumplir, como todos los médicos que venían a traernos el parte, el juramento hipocrático, juramento que aún mantengo cuando alguien me hace confesiones privadas de sus enfermedades y de los vicios o costumbres que las causaron.

Allí, en aquel trabajo, conocí a muchos médicos. De alguno de ellos acabé siendo más tarde amigo, y de otros, paciente. Yo siempre procuro tener amigos médicos y amigos presidentes de los Consejos de Administración de los Bancos. No es fácil conseguirlo, sobre todo cuando se trata de banqueros que no suelen tener el corazón de oro que tienen aproximadamente el treinta y seis coma cero siete por ciento de los médicos.

Alguien dijo que la medicina es una rama de la amistad. Es verdad. Yo lo he comprobado. Pero hay que andar con cuidado porque es fácil caer en el abuso de la amistad y la generosidad de los médicos. Seguro que usted me comprende, doctor. Habrá comprobado que solo le escribo con el deseo de acrecentar sus conocimientos de la psicología de los enfermos hipocondríacos, inmenso rebaño al que yo, dicen sin justicia, pertenezco. No le pido nada, doctor. Yo solo le ofrezco mis conocimientos y mis temores por si le sirven para algo.

Un ejemplo de lo que le digo, doctor, escuche esta historia. Hace muchos años un psiquiatra amigo mío y yo nos tropezamos con un médico que andaba dando tumbos con una borrachera indigna de su altísima dignidad profesional. Nos miró y para justificarse, dijo:

—Casi nunca bebo, pero hoy sí, hoy sí bebo, porque estoy celebrando el primer aniversario de mi segundo nacimiento.

Nos explicó que vivía por la intervención y la generosidad de San Hipócrates Bendito que le salvó milagrosamente de la muerte.

Durante muchos años, nos dijo, había padecido grandes dolores de estómago que ninguno de sus compañeros podía curarle. Todos le decían que no tenía nada, que eran figuraciones suyas, que eran conflictos de un órgano más sutil y delicado que la bolsa del estómago: la mente. Las exploraciones radiológicas no mostraban ninguna lesión, herida o irritación.

El caso era indudablemente psicológico, así que cayó en las manos de un psiquiatra fieramente inclinado al psicoanálisis. El tratamiento psicoanalítico fue largo y a veces divertido. Salieron recuerdos de la infancia, angustias nacidas de la culpa y de las represiones que todos conocemos y que son tan dañinas para la mente y al final, también para el cuerpo.

Un día, nos explicó el doctor medio beodo, no fue a la consulta de su psiquiatra, que inmediatamente llamó a su casa con la jovialidad que suelen tener cuando no son serios o lúgubres, y dijo por el teléfono:

—¿Por dónde anda ese golfo de paciente imaginario que no ha venido hoy a la consulta?

—Porque su paciente imaginario, doctor, está en el quirófano. Le han ingresado porque ha tenido una hemorragia y unos vómitos de sangre que casi se nos queda, le explicó entre llantos la casi viuda de la historia.

Por fin se aclaró que no padecía sentimientos de culpa introyectados, ni complejos de Edipo mal elaborados, ni deseos incestuosos hacia el ombligo de su padre.

Simplemente tenía una úlcera de estómago que no delató el caldo de bario porque estaba situada rozando el esófago. Los radiólogos no llegaron a darle un hartazgo de bario para tirar las placas.

Ya ve qué cosas pasan, doctor. Sé que habrá sonreído al leerme, no por lo que le he escrito, sino por mi candor, porque, como todos los médicos del mundo, cuando escuchan atrocidades atribuidas a su profesión, a su generosa y arriesgada profesión, suelen pensar por lo bajo:

—Pobre ingenuo. Si nosotros los médicos contásemos todas las historias, humildes o atroces, propias o ajenas, que suceden en nuestra profesión...

Y nada más, doctor. Solo añado que haber participado en el mundo médico, aunque solo fuera como secretario del delegado provincial del Seguro de Enfermedad en Guipúzcoa, me llena de orgullo y por eso he decidido obsequiarles a ustedes los médicos mi cuerpo difunto, para que sus alumnos aprendan en mi cadáver lo que gusten, si es que encuentran alguna víscera reconocible.

Un abrazo, doctor.