Pavlov
DOCTOR:
Alguien me dijo que había oído decir que la medicina es una rama de la amistad. Tener amigos médicos produce una serenidad y un equilibrio emocional que jamás alcanzan los que están solos en el mundo, huérfanos del afecto y del amor de los médicos.
Esta es una sensación vana, pero consoladora. De sobra sabemos todos que los médicos, en cuanto salen de sus consultas, se volatilizan en el éter y es casi imposible adivinar dónde se esconden sus espectros. A pesar de esas ausencias, es dulce saber que no ocupas el puesto trescientos mil en una lista de espera.
Por eso, doctor, además de tener mi número de asegurado en la Seguridad Social, pertenezco también a dos sociedades privadas y tengo una lista de amigos íntimos médicos que aceptaron ese honor que les concedí a cambio de no abusar de su amistad. "Antes de despertarme por la noche -me dijo uno de mis mejores amigos médicos-, llama a una funeraria, que será más atenta y servicial contigo que yo."
Mis amigos médicos me recetaban guindillas picantes para mis gastritis, baños de agua fría para mi gripe, y uno de ellos, después de palparme cuanto tenemos de palpable, escribió en la ficha que guardaba de mí en su archivo de pacientes: "Síntomas neuróticos de claro origen sexual". A pesar de sus burlas no me alejé de ellos, porque me curaban. Nunca se lo dije. Nunca lo supieron.
Lo que tampoco saben mis amigos médicos es que yo no quiero hablar con ellos de mis enfermedades, sino de las enfermedades en general. Mi interés por sus enseñanzas no nace de mi egoísmo o de mis terrores, sino de mis deseos de conocer algo de una ciencia, la ciencia médica, que abarca al hombre en su totalidad, porque bajo su manto protector entran desde los nonnatos hasta los difuntos.
Pero hoy le quiero hablar de un hecho singular que me ocurre desde hace algún tiempo, doctor. Es el siguiente: Desde que leí en un libro sobre los reflejos condicionados que los perros con los que experimentaba Paulov segregaban saliva cuando oían la campanilla que sustituía a la carne de sus experimentos, me ocurre a mí lo mismo, pero con mayor riqueza y complejidad. Yo no necesito carnes, ni campanillas para que, por un curioso reflejo condicionado, mis glándulas salivares empiecen a segregar saliva en cuanto oigo o leo la palabra "Pavlov".
Y esto que le estoy diciendo, doctor, no es una broma o una observación superficial. Es la realidad. Ahora mismo, mientras le escribo, sin que intervengan causas gástricas o digestivas, tengo la boca hecha un mar de lágrimas.
¿De dónde puede proceder esta exagerada sensibilidad a los reflejos condicionados? Yo soy incapaz de descifrar este misterio. Confío en que usted, con su formación y sus conocimientos, quizás averigüe las razones de este hecho tan singular.
Pienso, por ejemplo, que tal vez algún día podamos dirigir los reflejos condicionados pavlovianos no solo a la producción de saliva, sino también al aumento del chorro urinario.
¿Se imagina, doctor, la felicidad que alcanzarían los millones de pobres enfermos que padecen incontinencia de orina si al oír la palabra "Pavlov" tuviesen que ir rápidamente a hacer pis en la primera esquina que tuviesen a mano?
Quizás, y me atrevo a que usted me acuse de aventurerismo científico, también se pueda alcanzar lo contrario: que al oír la palabra Pavlov se les corte a los enfermos de incontinencia de orina el gotear o chorrear de sus orines a lo largo de los pantalones.
Todo esto, lo sé, pertenece a la ciencia médica ficción. Pero, como usted sabe, desde un error, si es sabiamente corregido, se puede llegar a la vía amplia de una verdad hasta entonces desconocida, bien sea verdad biológica, bien científica o bien hasta entonces inexcrutable. Lo importante es conseguir que los millones de desgraciados que cuidan de personas de la tercera edad se vean libres de la dura tarea de tener en brazos a los abuelos con las piernas abiertas y los pantalones caídos para que hagan los pises a sus horas y en su sitio y no se estén todo el día haciendo aguas por los pasillos, que las alfombras acaban por crear moho, y, por mucho que fregoteen las señoras y las asistentas, los pisos acaban con un olor a retrete público que a la larga puede ser peligroso para los niños de pecho que gatean de un lado para otro por la casa con grave riesgo para su salud, para la salud pública y para los subsiguientes gastos sanitarios del Estado.
Lo importante es conseguir que tantos millones de desgraciados que no mean a tiempo puedan hacerlo a su hora, como Dios manda, aunque sean los reflejos condicionados de un perro ateo quienes nos señalen el correcto camino de la curación.
Espero su respuesta, doctor. Y no me tome por loco.