Cuestiones psicoanalíticas

DOCTOR:

El otro día leí en un periódico que uno de cada cinco niños sufre agresiones sexuales, la mayoría de ellos dentro de la llamada colmena familiar.

La noticia se comentaba serenamente, con la misma serenidad con que actualmente hablamos en público de las almorranas de los abuelitos, y pensé: "¡Cómo cambia el mundo! ¡En mis tiempos estaba prohibido hablar de esas indecencias! ¡La familia era el compendio de todas las virtudes!".

Hace exactamente cien años, doctor, como usted muy bien sabe, Don Sigmundo Freud, después de escuchar a sus pacientes, se atrevió a escribir lo mismo que ahora leemos con indiferencia en la prensa. Pero entonces, en aquellos tiempos, el mundo académico vienés y el reducido público en general que conocía los escritos de Don Sigmundo pusieron el grito en el cielo para acusarle de inmoralidad y de impiedad por decir esas cosas que tanto ofendían al Señor de los cristianos, al Señor de los judíos, al Señor de los mahometanos y al Señor de los ateos practicantes.

Freud, que como buen científico se atenía, como se suele decir, a los hechos, insistió en afirmar que sus pacientes, cuando estaban tumbados en el sillón-confesionario de su consulta, le relataban aquellas seducciones y aquellas agresiones sexuales que los vieneses se negaban a aceptar. "Yo no soy sordo", dicen que dijo Freud, y siguió con sus investigaciones.

Pero la reacción de las buenas gentes, sobre todo la del llamado estamento médico, fue tan virulenta y agresiva que Freud acabó por claudicar y admitió que quizás no fuera cierto lo que le contaban sus pacientes.

Hipócrates y Asclepio se le aparecieron y le hablaron con aquellas voces profundas que quienes les conocieron dicen que tenían: "¡Lo que dices que has oído, Sigmundo, es cierto que lo has oído, pero las enfermas te mienten, Sigmundo! ¡Piensa cuántas mentiras decimos por verdades sin que lo sepamos nosotros mismos! ¡Analiza por qué te mienten!".

Freud lo analizó y así, dicen también, se adentró en las tinieblas de lo profundo del alma humana y aceptó que las historias de seducciones y de las agresiones que oía a sus pacientes eran irreales, fantasías de mujeres histéricas insatisfechas.

En ese momento, dicen los estudiosos, había brotado el germen de uno de los robustos pilares del templo psicoanalítico.

Años más tarde, el señor Moussaief, psicoanalista y estudioso del sánscrito, afirmó que esas claudicaciones de Freud a las presiones de los pacatos e ignorantes doctores de Viena habían sustituido un acto por un impulso, un hecho por una fantasía. Y añadió: "Es verdad, Sigmundo, que entre las familias y alrededores de las familias anda suelto el diablo de la lujuria. Tus jóvenes eran de verdad manoseadas y más cosas todavía, Sigmundo. No te mentían. Sigue investigando sin temor a lo que pueden llegar a ver tus ojos y sin temor al arzobispo de Viena".

Y así se lo escribió a Ana Freud, hija del profeta, que le contestó:

"Mantener la teoría de la verdad de la seducción significaría abandonar el complejo de Edipo y con él toda la importancia de la vida de la fantasía, fantasía consciente e inconsciente. Creo, de hecho, que después no existiría el psicoanálisis".

Pues bien, doctor, sabido esto, si la libertad que tenemos ahora para informar y ser informados de nuestras miserias y nuestras grandezas confirma que los pacientes de Freud no mentían al relatar las guarradas que hacían con ellos sus mayores y que ellos aceptaban entre llorosos y complacidos, ¿qué hacemos ahora con el psicoanálisis?

¿Quién me devuelve a mí los cientos de miles de pesetas que me he gastado para denunciar a mi marrano inconsciente y para saber que era verdad y no fantasías propias de mi edad infantil, que aquel cura que me metía mano en mis flacos muslos en el cine Trueba de San Sebastián era de carne y hueso y no una fantasía de mi alma infantil perversa?

Tenemos que hablar de todo esto, doctor, porque vivo ahogado en un mar de dudas. Creo que se me van a empeorar las viejas patologías contantes y sonantes que usted me había medio curado. ¡Y pensar que peregriné a Viena y a Londres para visitar la casa donde vivió Freud y donde reposan sus Huesos!, ¡ay; dolor!, huesos pusilánimes.

Comprenda mis angustias, doctor. Un día de estos tenemos que vernos para cenar. Mi curiosidad no puede quedar impune. Tenemos que aclarar todo lo que le he dicho. Yo no puedo seguir viviendo en la duda de que, por mi belleza y mis encantos, no imaginé como un Narciso aquellos devaneos infantiles, sino que es verdad que los mayores me metieron mano como unos burros salidos contagiándome unas inclinaciones que he podido rechazar no hace muchos años.

Adiós, doctor, que me estoy ruborizando.