La mayoría sobramos
DOCTOR:
He pasado este verano angustiado por culpa del incontrolado aumento del número de hombres y mujeres en la Tierra.
Dios Nuestro Señor no imaginó que lo de "creced y multiplicaos" algún día llegaría a ser un problema para Él y para nosotros. De la serena soledad de Adán y Eva hemos pasado a ser esa horda que inunda el mundo de babosas bípedas que crecen incansablemente en progresión geométrica como los procesos tumorales incurables.
Si ya apenas cabemos en la Tierra, ¿qué ocurrirá el día del juicio Final cuando salgamos a la vida eterna todos los hombres y mujeres que hemos sido en la historia de los tiempos? No habrá cielo ni infierno suficiente para tantos resucitados.
Las bestias humanas hemos dejado de amarnos los unos a los otros como nos lo ordenó el Señor y nos vamos poco a poco transformando en una horda hambrienta y asesina que acabará por devorarse a sí misma.
Por eso he pensado lo siguiente, doctor:
—Tiene que nacer menos gente. Hay que reducir el número de tercermundistas que son los que más se reproducen, hay que evitar que se transformen, no en una mayoría absoluta, sino en una mayoría única. Y como dejar de ayudarles sería una impiedad impropia de quienes vivimos en la tradición cristiana del amor, no nos va a quedar más remedio que incluirles, en los alimentos que les enviamos, unos cuantos kilos de bromuro por arroba de proteínas. No creo que esto sea pecado, ni que ofendamos al Señor ni a sus representantes en la Tierra, las ONG.
El bromuro no es un espermicida ni un anticonceptivo contra natura. Es solamente un inhibidor de los deseos sexuales, tan excitados en esas gentes ociosas y en paro eterno, que solo piensan en lo que nuestros abuelos llamaban el fornicio, que antes nos conducía al infierno y ahora a la superpoblación, que es el Averno del futuro.
La idea me pareció buena, pero acabé por desecharla. Acabarían por encontrar perversiones sustitutorias para satisfacer su lujuria y su inclinación a reproducirse.
Debemos volver todos, pobres y ricos, a nuestro estado prehistórico de hominicacos que solo sentían el apremio de los deseos sexuales en época de celo. Debemos abandonar, voluntaria o forzosamente, la costumbre que tenemos de estar todo el día y toda la noche con los calzones por los suelos, que tan funesto es para la colectividad. Los científicos arreglan este asunto en un par de meses.
No quiero decir que debemos rechazar del todo ese don del Señor que es el ayuntamiento carnal. Quiero decir, doctor, que debemos amarnos solamente cuando la naturaleza nos empuje a hacerlo, en las fechas precisas para la supervivencia de la especie. Con que las mujeres y los hombres estuvieran en celo solamente un par de semanas al año se acabaría la superpoblación en un quinquenio.
!Y qué hermoso sería ver a los jóvenes, libres de la pesada carga de la concupiscencia, dedicados al estudio, a la meditación, a la gimnasia rítmica y otros moderados ejercicios no competitivos, a las artes y a las ciencias todos los días del año, excepto los días volcánicos y desenfrenados, en que estarían dedicados a la concupiscencia que ayuda a la perpetuación de la especie. Sería maravilloso. Sobraría comida, sobrarían pisos, sobrarían coches, sobrarían carreteras y todos seríamos felices sin estar todo el día rozándonos y tropezando con nuestro repugnante prójimo en las aglomeraciones.
¿Qué le parece, doctor? Como verá no siempre digo tonterías como a veces me lo reprocha. Mi senilidad sigue tan joven como siempre. Para mis neuronas no pasan los años. Sigo siendo un Leonardo.
Un abrazo y hasta pronto, doctor.