El poder curativo de la fe
DOCTOR:
Ayer, doctor, cuando rasgué el sobre que contenía los últimos resultados de mis análisis trimestrales, advertí que la información que estaba leyendo sobre mi sangre y mi orina estaba equivocada.
Era imposible que ese análisis fuera tan diferente de los otros dos análisis de seguridad que me había hecho la víspera en otros laboratorios.
Porque tengo que revelarle un secreto, doctor. Llevo años ocultándole que cuando me manda hacer una analítica, como usted la llama, mi natural suspicacia me inclina a hacerme otras dos más, como le digo. Y si no coinciden los resultados de las tres, me entran unas desazones que me confirman que no es razonable tener confianza ciega en algo que pasa por tantas manos humanas y tantas máquinas inhumanas cuyos intestinos desconozco.
Verá, doctor: yo le creo a usted y confío en su sinceridad y en sus buenas intenciones, pero el error puede venir de atrás, porque usted cree ciegamente a los laboratorios, los laboratorios creen en las investigaciones de sus empleados, y así sucesivamente. Incluso he llegado a dudar de los enfermos porque sé que hay casos en que se hacen análisis en nombre de personas sanas otras alquiladas enfermas para conseguir así bajas laborales.
Esta es la primera cadena que despierta mis temores y sospechas. La segunda cadena es todavía más peligrosa. Me refiero a lo que podríamos llamar el ciclo de las medicinas.
Muchas veces me han dicho los vigilantes de mi salud:
—Toma esto que acaba de salir y que es buenísimo para lo que tú tienes.
Y yo, en silencio, con mirada de crédulo, porque jamás ofenderé a un médico con miradas de duda, pienso: "Cómo sabrá que es buena si se ha puesto a la venta ayer?”
Y me callo y compro la medicina y la tomo y generalmente mejoro como es mi obligación de enfermo obediente y agradecido, pero no puedo dejar de pensar que otra vez he sido aprisionado por la interminable red de los actos de fe, red que nace en el gran Olimpo de los dioses de los laboratorios, que se contagia a sus audaces vendedores, a los farmacéuticos, a médicos, a los enfermos de Occidente y hasta a los enfermos del subdesarrollo que reciben los restos de las medicinas usadas que aquí nos sobran.
Siempre me están recetando "algo nuevo que acaba de salir al mercado y que es muy bueno para lo mío". Solamente una vez en mi vida he recibido una respuesta sensata a mi curiosidad por saber la causa de que un médico amigo mío cambiase con tanta frecuencia de tratamiento para la misma enfermedad:
—Te cambio de tratamiento -me dijo- para ver si algún día tenemos la suerte de acertar con alguno de ellos.
No crea, doctor, que critico a las ciencias médicas, ni a sus liturgias, ni a sus sacerdotes y acólitos. Yo tengo una fe en ustedes que para sí la habría querido San Agustín hasta que por fin le vino la luz que puso fin a sus luchas interiores.
Yo tengo, como le digo, fe en lo que me recetan porque en todos los prospectos de las medicinas que me están recetando últimamente, en el apartado de "Indicaciones", siempre aparece una enfermedad, que es, sospecho, la que de verdad padezco, y que dice:
—Reblandecimiento cerebral.
Eso me confirma lo que yo vengo sospechando desde hace algún tiempo. Lo mío es un macabro reblandecimiento cerebral que se inició en mi adolescencia de prealcohólico al que me condujeron los amigos médicos que se entontecían todos los días con litros de martini y otros alcoholes fuertes de los de entonces.
Estoy seguro de que entre mi bóveda craneal y mi cerebro hay un espacio de más de dos centímetros de vacío absoluto. El terrible vacío que dejan las células muertas por el alcohol y otros excesos. A veces me golpeo los parietales y creo que sueno a hueco.
Pero voy a lo mío, doctor: " ¿Qué puedo tomar para llenar ese vacío a que me refiero y que me tiene muy preocupado y que poco a poco me arrastra a un estado de entontecimiento y de amnesias que antes no tenía? Porque, doctor, día a día mis recuerdos se van reduciendo a dos o tres caquitas que me hice en los lejanos años de mi infancia. Y eso no es normal, ni siquiera a mi edad.
Recéteme algo, doctor, aunque se haya puesto ayer a la venta, que yo lo engulliré con la fidelidad y el agradecimiento de siempre.
Y que sea lo que Dios quiera.