El club de los hipocondríacos
DOCTOR:
Por fin me he decidido a fundar el "Club de los Hipocondríacos".
Quiero que haya un punto de encuentro para todas esas gentes, entre las que yo me siento incluido, que necesitan hablar de sus enfermedades o de sus temores de padecerlas algún día.
Sé que los hipocondríacos solo hablan de sí mismos y de sus miserias reales o imaginadas. Sé que los hipocondríacos oyen pero no escuchan a su prójimo, sé que rumian solos sus pensamientos y que ese monólogo interior se despierta cuando oye hablar de enfermedades y sufrimientos parecidos a los suyos. Para ellos he fundado el club que le digo, doctor.
Sé que el Club de los Hipocondríacos será un club de fantasmas deambulantes masticadores de sus angustias, sé todo eso pero no me importa, doctor, porque los fines de mi fundación tienen intenciones más elevadas: mi club será un club en el que habrá tantos médicos como hipocondríacos.
Y usted, doctor, será uno de ellos. Eso espero. Porque esas pobres gentes lo que necesitan es que ustedes pasen grandes temporadas de su vida profesional con ellos, oyéndoles, animándoles.
Lo que yo quiero es que ustedes, los médicos, anden con estos enfermos como si ustedes fueran también hipocondríacos (que muchas veces sí lo son), con disfraces mentales de hipocondríacos y se dediquen a observarles y comprenderles.
Con los diez minutos que les dedican ustedes en sus consultas, con el par de ansiolíticos que les recetan nunca curarán a un hipocondríaco, doctor. Tienen que convivir con ellos, porque los hipocondríacos padecen la enfermedad de estar seguros de que están enfermos de enfermedades gravísimas, incurables, muchas veces de enfermedades de soledad. Son unos insoportables drogadictos de falta de amor.
Y ustedes, doctor, nunca dan amor, y muchas veces no muestran el caritativo afecto que sus enfermos necesitan. Necesitamos, doctor.
Tienen que ir de misiones a hipocondríacos como otros médicos van, con menos juramentos hipocráticocristianos, de misiones a tierras de leprosos. Sé que es difícil, doctor, sé que es difícil curar enfermedades en las que ni ustedes ni los pacientes creen, que ni siquiera son capaces de describirlas, de indicar por dónde andan rondando los virus o destrozos genéticos que ustedes andan últimamente buscando. Los hipocondríacos se sienten enfermos de una manera abstracta de vísceras que ni siquiera saben si existen en su cuerpo. Siempre se están quejando de no saben qué.
Mi club, nuestro club, doctor, será como esas sociedades privadas de alcohólicos anónimos o de gordos no anónimos, porque a los gordos les es muy difícil ocultar su gordura, en la que todos los socios deben hablar de sí mismos ante los demás socios que aceptan ese aburrido sacrificio que luego exigirán a los demás cuando ellos sean los protagonistas del espectáculo-exhibición.
En el Club de los Hipocondríacos no se hablará de medicinas ni de enfermedades ni de tratamientos médicos, porque los hipocondríacos no se curan con esas nimiedades en las que no creen, porque su enfermedad no es una enfermedad, sino un temor a algo que la mayoría de las veces ignoran.
Lo importante es que ustedes averigüen por qué razones o con qué fines desean estar enfermos, qué utilidad extraen de su enfermedad, a qué fines oscuros y perversos van dirigidos.
Los hipocondríacos jamás piensan en que podrán morir de sus padecimientos. Tienen enfermedades abstractas, inconcretas, enfermedades nacidas de la vida, no de la descomposición de la materia de la vida.
Quizás la única enfermedad a su alcance sea la enfermedad del suicidio, la mayoría de las veces fingidos. Por eso, en algunos casos graves hay que vigilarles, no para evitar el suicidio, sino para evitar que se equivoquen en sus seudosuicidios y se maten involuntariamente de verdad.
Ustedes serán en mi club espías infiltrados. Sé que hay hipocondríacos que están también enfermos de severas dolencias tísicas, de enfermedades que viven paralelas a sus angustias, enfermedades que dificultan los diagnósticos y que a veces se intentan solucionar en el quirófano. El hipocondríaco volverá a ser hipocondríaco después de todos los tratamientos físicos, quirúrgicos o psicológicos que reciba. Casi siempre son casos perdidos. Pero debemos intentar curarlos, doctor. También ellos están incluidos en el juramento hipocrático.
Los hipocondríacos son unos grandes embusteros, doctor. Son embusteros sin saberlo, pero sabiéndolo. Son dicotomaníacos, si existe esa palabra, y si no existe ya existe porque acabo de inventarla yo, aunque no esté todavía aceptada por los Solemnes Académicos de la Lengua de la Real Academia Española.
En el Diccionario la palabra "dicotomía" está alfabéticamente colocada delante de la palabra "dicotiledóneo", que en una de sus acepciones, dice el Diccionario, es "una de las dos clases en que se dividen las plantas cotiledóneas".
Los hipocondríacos son seres no vegetales dicotiledóneos dicotomaníacos, que es lo que yo pretendo demostrar. Bueno, usted ya me entiende.
Ustedes, doctor, cuando deambulen por mi club de hipocondríacos-dicotomaníacos deberán oír y escuchar lo que ocultan esos enfermos. Ese es el único camino para conocer que están enfermos, aunque nunca se llegue a averiguar de qué.
Es difícil, lo sé, porque los hipocondríacos jamás hablamos de nuestros verdaderos terrores. Cuando estamos enfermos como los demás, lo decimos claramente, y como a los demás, ustedes nos curan. Esas son patologías superficiales.
Lo difícil es tratar nuestros terrores secretos, porque esos terrores los ocultamos o los trasladamos a órganos físicos, porque si esas sombras oscuras de nuestros miedos brotasen súbitamente podríamos morir de muerte repentina. Conozco casos de hipocondríacos que han preferido morir de su enfermedad inexistente antes de aceptar las pruebas de que no tenían nada. De todas formas, doctor, a los hipocondríacos nos puede suceder lo siguiente:
1. Que estemos sanos.
2. Que estemos enfermos, pero no de lo que decimos.
3. Que estemos de verdad enfermos de lo que tememos estar enfermos.
4. Que estemos enfermos de no saber que estamos enfermos.
5. Que estemos enfermos solamente en los momentos y en los días en que creemos que estamos enfermos o nos conviene estar enfermos.
6. Que estemos enfermos, casi agonizantes, sin que nadie se haya tomado la molestia de comprobarlo. Algo así como lo que ocurría al pastor que avisaba mentirosamente que llegaba el lobo.
7. Que estemos muertos y nadie lo haya advertido. (Este es un caso extremo infrecuente).
Sé que no es fácil ocuparse de nosotros, doctor. Cuando curan una de nuestras enfermedades, su sombra brota con otros síntomas y en otros lugares de nuestra anatomía. A veces conseguimos que la enfermedad brote en otras personas, en personas que nos aman, generalmente.
Nosotros siempre les engañamos a ustedes, doctor, sin saber que les estamos engañando, de la misma manera que ustedes nos engañan fingiendo por aburrimiento que saben lo que nos pasa y nos tratan con placebos. Gran error.
¡A cuántos médicos amigos les he echado en la sopa las medicinas que me habían recetado para tranquilizarme y para quedarse tranquilos también ellos y libres de mis monsergas! ¡Cuántas taquicardias y cuántas colitis han sufrido, sin que jamás llegasen a saber por qué, por los tubos de medicinas que les vertí en un momento de descuido en las sopas de mariscos a las que son aficionados los médicos!
Hay un detalle curioso, doctor. Los hipocondríacos, en su deseo de confundir a médicos, amigos y familiares, apenas dicen que padecen enfermedades improbables. Jamás dicen que tienen lepra o que se les ha partido una tibia. Somos astutos y procuramos fingir enfermedades complejas y casi desconocidas.
Fíjese también que los hipocondríacos, a pesar de lo aparatoso de los síntomas que describimos, raras veces fingimos padecer enfermedades mortales. Mostramos siempre enfermedades inventadas, con síntomas mezclados, de las enfermedades que solemos leer en los libros de medicina que siempre tenemos en nuestras manos.
Estoy seguro de que usted sabe tan bien como yo todo lo que les estoy diciendo en estas sinceras confesiones. Pero de la misma manera que no pueden curarnos a los hipocondríacos tampoco pueden demostrar que estemos fingiendo. Si lo hicieran, siempre se quedarían con la duda y el temor de que les llamaran a su casa una noche para decirles que hemos fallecido repentinamente.
Los hipocondríacos se torturan a sí mismos y torturan también a sus seres queridos en ese núcleo familiar en el que tradicionalmente es obligatorio amarse los uno a los otros por no sé qué imperativo divino, humano, legal, sanguíneo o de intereses económicos hereditarios.
Yo he conocido a hipocondríacos (y esto no es autobiográfico, y lo digo con el riesgo de que usted piense que si aclaro que no es autobiográfico es porque lo es o algo parecido), repito, yo he conocido a hipocondríacos qué sufrían lo indecible, como se solía decir antes, porque constantemente hacía sufrir a su madre para vengarse de la traición que cometió (la madre) al tener relaciones sexuales con su padre para engendrarle.
A los padres, los hipocondríacos les torturan menos porque los padres de los hipocondríacos generalmente suelen ser unos animales feroces que pueden llegar, en un momento de exasperación, al filicidio justificado.
Naturalmente, doctor, todo esto que le estoy diciendo carece de fundamento científico. Es solo una aproximación al problema. Solo para describir la riquísima variedad de hipocondrías que existen en el mundo podríamos pasarnos años enteros sin acabar del todo el estudio propuesto.
Hay hipocondríacos secos de palabras, los hay húmedos de discursos inacabables, parlanchines inagotables como los grandes ríos, hipocondríacos de secano, sufridores, sádicos, presidentes de ONG de ayuda a los hipocondríacos, altos, bajos, autistas, hipocondríacos con inclinación a usar tiara papal, incontinentes de orina, hipocondríacos de izquierdas, hipocondríacos de derechas, hipocondríacos conservadores de museos nacionales, hipocondríacos que cuando se ven en los espejos ven el retrato de Stalin (q.e.p.d.), hipocondríacos con fístulas anales (espontáneas o provocadas), y a su lado el infinito rebaño de las hipocondríacas que, por respeto a su condición femenina, están exentas de ese nominativo que puede parecer despectivo y por ello se les llama simplemente histéricas, premenstruales, menstruales a secas, postmenstruales o perpetuas, que también las hay.
Todo esto desde el punto de vista descriptivo y social. En sus contenidos intimistas, los hipocondríacos se diferencian unos de otros por la intensidad del afecto. Hay hipocondríacos no diagnosticados, híbridos de hipocondríacos y de cornudos no divulgados, hipocondríacos con la tensión alta, con la tensión baja y con los riñones ubicados en el escroto sin que sus médicos de cabecera lo hayan advertido, hay cuñados seudohipocondríacos, señoras desdichadas con un pecho hipocondríaco y otro no, heredohipocondríacos, hipocondríacos con títulos nobiliarios e hipocondríacos de tacón alto y ligas a la altura de las ingles, hipocondríacos enanos, hipocondríacos con incontinencia de orina e hipocondríacos meones, sobre todo entre los hipocondríacos de la tercera edad, que se dejan todo lo que cobran del Estado en llevar los pantalones al tinte para que le quiten los olores de sus perineos desfallecidos, y todo el largo etcétera de hipocondríacos difíciles de calificar. Es decir, doctor, hay tantos hipocondríacos como habitantes tiene el mundo.
Y ya está, doctor. Termino mi carta. Creo que ha quedado claro que no tengo la menor idea de qué cosa es ser hipocondríaco y qué cosa es la hipocondría, bien sea benigna o maligna, hereditaria o adquirida. Lo que si puedo afirmarle es que, cueste lo que cueste, voy a fundar el Club de los Hipocondríacos, y que para ello ya he solicitado las ayudas pertinentes al Estado, y, si me las conceden, contraatacar a la oposición que me difamará mintiendo mis intenciones y acusándome de que en el proyecto no se incluyen a los hipocondríacos de clase social baja que desgraciadamente son los más numerosos y abandonados por el gobierno de derechas que ocupa el poder ilegalmente desde el pleistoceno hasta la próxima legislatura y que con ellos, si ganan las próximas elecciones, todos los hipocondríacos serán tratados por la Seguridad Social con botijos y aceitunas sin hueso de propina.
Y termino con una información, doctor. Tengo entendido que en el día del juicio Final, Nuestro Señor nos va a someter a todos a una autopsia moral seguida de nuestra condena o nuestra salvación eterna y que llevará añadida una autopsia médica a todos los difuntos para aclarar qué enfermedades padecieron en vida para evitar contagios en el Más Allá, especialmente en el limbo y en el cielo, donde las epidemias pueden ser devastadoras.
Dios aclarará definitivamente todos estos misterios que nos acongojan desde el incomprensible quijadazo que le propinó Caín a Abel sin, al parecer, causa justificada, a no ser que fuera por motivos políticos.
Adiós, doctor, un abrazo y hasta siempre.
Por cierto, doctor, el otro día le vi pasar a mi lado y me sorprendió su mirada como engullida en las cuencas de sus ojos y el ligero escoramiento que tenía hacia el lado derecho. ¿Le pasa algo, doctor?
Un abrazo definitivo y hasta pronto.
PD.: Perdone esta locura, doctor, pero hoy no me encuentro bien de ninguno de los órganos que me conforman.