2011

Lo que yo no sabía entonces es que me llevé la tormenta conmigo. La tormenta que me cambió con los años. Val decía que no había que amedrentarse ante las preguntas que te hacía la vida, que había que contestarle de frente. Con el tiempo aprendí que también se podía ir al encuentro de la vida, antes de que ella marcara los ritmos y, con ello, los límites. En ello basé mis años posteriores, mi reivindicación, mi derecho a ser como era.

Si hubiera podido, esa Nuria que llegué a ser, esa parte de mí que se salvó parcialmente de la quema, habría ido atrás en el tiempo y le habría legado esa lucha a Elisa, a esa Elisa de veinticinco años que dejé bajo una tormenta. Aún habría estado a tiempo. Pero Elisa, la chica de dieciocho años que me besó frente al mar, ya se había ido para entonces.

Es esta otra Elisa retornada la que ahora me toca, me consuela. De nuevo. Me sujeta con fuerza, llora conmigo. “Ya no puedo irme más”, quiero decirle. Soy todo lo que queda de mí. Reconozco la cárcel en la que he estado, a la que yo misma me he condenado. Siento como si hubiera perdido toda mi vida. Me la dejé en la cólera de la injusticia, en el desconsuelo de la pérdida, en el vacío del amor perdido, en el remordimiento. Valeria, Elisa, Nacho. Estoy hecha de ellos. Estoy hecha, también y definitivamente, de lo peor de mí.

Pasa mucho tiempo, o tal vez no. El tiempo no existe.

—Estoy aquí para pedirte perdón —susurra Elisa a mi oído cuando siente que me calmo, que me agoto. Lo hace, estoy segura, para que no me asuste de sus siguientes palabras—. Y estoy aquí porque nunca he dejado de quererte. Antes me has preguntado si te quise, Nure y no te di una respuesta completa. Sí, te quise, y lo sigo haciendo, nunca he dejado de hacerlo, ni un solo día. He venido a pedirte perdón, Nure, y para decirte que estoy aquí para ti, si todavía me aceptas. Por completo.

No, es lo primero que pienso. No dejes que las palabras se te metan dentro, me advierto. ¿Quién es, al fin y al cabo, esta Elisa? ¿Qué validez tienen sus palabras, ella que tanto me llamó a su lado para después ocultarme? ¿De qué conozco yo a esta mujer, hoy, aquí? ¿Qué sabe ella de mí? Ya no somos las mismas, no sabemos quién hay tras lo que una vez fuimos. El seguimiento furtivo, fragmentario, que he hecho de su vida durante estos años es una ilusión, humo, nada. Su primera hija.

Sus proyectos arquitectónicos. Su segunda hija. Su separación. Nuestro pasado ya no nos sirve a ninguna de las dos. No sé qué hizo aquel sábado de junio de hace cinco años, si disfrutó con aquella otra celebración meses después, qué palabras pronunció cada noche, cada día, cada segundo de estos dieciocho años que nos separan. ¿De qué sirve esto ahora? ¿Es a este momento al que me ha conducido la vida? Durante mucho tiempo traté de encontrar las razones —¡cómo si eso pudiera hacerse!— del porqué de la persistencia de mi amor por Elisa durante todo aquel tiempo de negación y miedo. Estúpida de mí, traté de aislarlas del conjunto de emociones enfrentadas, furiosas, sumisas y erróneas en el que estaban enmarañadas. Quería etiquetarlas, analizarlas bajo el microscopio, darles una entidad sólida y palpable. Encontrar la cadena que me ató a ella, ahora lo sé, toda la vida.

Encontrar raciocinio en el amor, qué estúpida. ¿De qué está hecha la luz cuando incide sobre una gota de rocío? ¿Qué nombre recibe? No hay un nombre para algo así.

Sí, hoy he reconocido seguir enamorada de esta mujer, Elisa, pero, ¿es real o fruto de un anhelo agazapado durante años? ¿Qué siento ante sus palabras? ¿Miedo a una nueva decepción? ¿Ha logrado, por fin, esta Elisa madura, romper el espejo? Ya no es una adolescente; ya no tiene veinticinco años. Ha tomado decisiones y sé ahora que algunas de ellas la han conducido hasta aquí.

Sí, me confieso aún enamorada, pero, enamorada, ¿de quién? ¿De la idea de Elisa, más que de la verdadera Elisa? ¿De la Elisa que he guardado dentro de mí todo este tiempo con avaricia y rencor?

¿La amo? ¿O lo confundo con añoranza, con una construcción quimérica que lleva su nombre?

La aparto con suavidad. Me levanto, ella lo hace conmigo. Guardo silencio, ella también. ¡Si supiera qué tormenta se ha desatado en mi interior! Me acerco hasta la ventana que permite una vista parcial del mar, a lo lejos. Ella se sitúa a mi espalda.

—Sé que no tengo derecho a decírtelo, a estar aquí —empieza, vacilante—. Sé que es injusto, como todo lo que te he hecho. Sé que me has querido por encima de mí misma, de ti misma, y lo que eso te ha hecho. Toda mi vida he intentado ser lo que otros creían que debía ser. He recorrido un largo camino hasta aquí y no ha sido fácil. ¿Sabes qué ha sido, Nure? —toma aire y lo expulsa lentamente—. Mis hijas. Empecé a sentir que era un fracaso también como madre. ¿Cómo podía fingir que las estaba criando como seres completos llevando lo que llevaba dentro? Mi matrimonio con José fue lo que desde un principio fue, una farsa. Por mi culpa. Mi cobardía. Decidí separarme, por mis hijas, por él, por mí. No me lo puso fácil, pero creo que hasta él tuvo que reconocer que aquello nunca había sido un matrimonio de verdad. Y yo no podía perdonarme haber traído a dos criaturas a esa farsa.

Hace una pausa. Se adelanta y se coloca a mi lado. No me mira cuando vuelve a hablar.

—He tenido que replantearme en mitad de mi vida lo que tendría que haber tenido claro desde un principio. Pensé mucho en ti, todo ese tiempo —vacila, se muerde el labio inferior—. Sé que no me merezco ni una sola oportunidad más. Y te pido que me perdones también la arrogancia de estar aquí y decirte lo que te estoy diciendo. Pero no habría venido si no hubiera hablado con Nacho.

Nacho. Capaz de ver en mí pese a la limitación de su encierro, de la pantalla creada a través del pacto de silencio que huía como de la peste de cualquier indicio de abordar el pasado desde el lado oscuro. Los maltratos en casa de Val. Su muerte. El crimen de Nacho. Mi solitaria vida saltando de relación en relación. La mano que se aparta cuando intuye el calor del fuego que amenaza con quemarla. Así ha sido el intercambio entre Nacho y yo todos estos años. Y, sin embargo, él ha sido capaz de ir más allá.

Y, por ello, ha dicho Elisa, ella está aquí.

—¿Qué te dijo? —rompo mi silencio con voz rota.

—Calló más que habló, en realidad. No le eches la culpa a él, en ningún momento traicionó tu confianza. Le pregunté por ti y apenas me dio un par de pinceladas de tu vida, pero suficientes como para... —se detiene.

—Para estar aquí —termino yo.

—Sí —dice en voz baja—. Nacho… —la angustia se refleja en su gesto un instante—. Cuando supe lo que había hecho… No me lo podía creer. No hacía más que recordar al chico discreto que bebía los vientos por Val. Siento que pasaras por todo aquello sola —su voz se pierde un momento, me busca la mirada—. Siento también tantísimo no haber estado a tu lado cuando Val murió, Nure.

El silencio se instala entre nosotras, se espesa, se hace dolor, rencor, pasa por todas las fases.

Todo es tan lejano y tan presente. Elisa vuelve a hablar.

—El saber lo que Nacho hizo marcó el principio del camino, Nure, el que me ha traído aquí. Fue un shock. Hacía un año que me había separado. Mi hija mayor, que entonces tenía catorce años, me preguntó por qué lloraba al ver la noticia en la televisión. ¿Qué podía decirle? ¿Yo fui una vez amiga de ese hombre y lo dejé atrás? ¿Que tu madre puede llegar a entender por qué ha hecho eso, por qué alguien puede arrebatar una vida de ese modo? ¿Tu madre, hija, que ha dejado tantas cosas atrás?

Su voz se ahoga por la emoción. Se tapa la boca con una mano temblorosa. Recupera la compostura.

—Aquel día el pasado me alcanzó, Nure, el pasado que creía haber sepultado bajo capas y capas de negación. Pensé en Val, en la maravillosa Val, y entonces me hundí. Lloré por ella, y lloré por ti.

Por haberte dejado sola, Nure. Mi hija me abrazó para consolarme y entonces pensé: Tiene la edad que yo tenía cuando la conocí. Cuando te conocí, Nuria. He cometido tantos errores y tú has pagado por la mayor parte de ellos —se lamenta.

Aparta con la yema de su dedo una lágrima que resbala por su mejilla.

—Alberto fue mi primer intento. Ya sentía por ti lo que sentía, pero me esforzaba en acallarlo.

¿Cómo podía tener aquellos sentimientos por ti? Estaba horrorizada, Nure, no sabes hasta qué punto.

Quería ser normal —emite una risa breve y áspera—. ¡Normal! —Repite con amargura, como si la palabra fuera un absurdo—. Alberto me daba la oportunidad de intentarlo, de quitarme eso de encima. ¡Me asustaba tanto sentir lo que sentía! —Me mira—. Pero aquella noche, en la hamburguesería, Nuria, lo habría echado todo a rodar si hubiera visto en ti una mínima señal, algo a lo que aferrarme. No ocurrió, o yo no supe verla. Incluso llegué a pensar que tu estado de ánimo se alteró porque Valeria se había ido, porque querrías haber estado con ella antes que conmigo.

—Dos actrices interpretando el mismo papel en funciones distintas —digo, con tristeza. Le concedo mi mirada—. Estuvimos siete años juntas, Elisa. ¿Por qué nunca hablamos de todo esto?

¿Qué estuvimos haciendo todo ese tiempo?

—Huir. Yo huía hacia delante, tú tirabas de mí en otra dirección —sacude la cabeza—. Luchar.

Yo conmigo misma; tú, por mí.

—Y así se nos fue todo.

—Lo siento.

—Sé que lo sientes —musito, y sé que lo digo de verdad.

—También estaba celosa, ¿sabes? ¿Te sorprende? —Pregunta con melancolía, cuando capta mi expresión de asombro—. Estaba celosa de Valeria, de la relación que tenías con ella. Primero, en el instituto, sentía celos porque creía que era a ella a la que amabas. Fueron unos años atormentadores, pero —me mira, sonríe con levedad, casi ensoñación— maravillosos a la vez. Porque te tenía, Nure, del modo que fuera, te tenía.

Rectas paralelas, condenadas a no encontrarse, pienso. Fue ella, esta mujer, la que cambió ese destino; la que, con su beso, su declaración, torció el universo y lo plegó a su deseo. Lo que vino después fue ajeno al momento perfecto de aquella revelación.

—Después, cuando estaba en Madrid y discutíamos y tú te ibas y volvías aquí… —cabecea, y los ojos se le llenan de lágrimas—. Pobre Val, cómo recelaba de ella. Yo sabía que Val te antepondría a ti por encima de mí y temía que cada vez fuese la última. Que ella te salvaría de mí, que no volverías —me mira, muy seria—. Debería haberlo hecho.

Me tomo un segundo para apaciguar el dolor que la mención de Val trae con ella. Es a otro dolor al que debo dejar salir ahora. Las palabras que nunca decimos.

—Me anclaste a ti, Elisa, me condenaste a tu amor —digo—. A la esperanza de ese amor. Un día más, pensaba yo, un día más y estará preparada, saldrá de ello, podrá con todo, la tendré. Durante siete años te di, cada día, uno más. Era más fácil entonces, en esos años. Tú estabas en Madrid, yo estaba aquí. Una relación a distancia, de lejos no se ven las grietas, las carencias. Después, simplemente, te amé por encima de todo.

—Lo siento —dice Elisa—. Si lo hubiera sabido, si hubiera sabido que iba a ser tan cobarde, Nuria. Pero tenía mucho más miedo de que me abandonaras, de perderte. Sabía que me amabas y lo forcé. Lo más abominable que he hecho en mi vida fue volver aquel día y proponerte que siguiéramos viéndonos como amantes. ¿Cómo pude hacerte eso, cómo pude creer que rebajarte a esa condición nos haría bien? ¡Lo siento tanto, Nure, haberte hecho cómplice de mi cobardía! Siento no haberte dejado libre de mi amor, siento haber insistido hasta el final. Tú siempre has sido más valiente que yo.

—¿Valiente? —exclamo yo—. ¿Crees que me fui aquel día y eliminé de un plumazo lo que sentía por ti? ¿Crees que mi amor disminuyó? Estuve tentada más de una vez de llamarte, de volver a ti, de aceptar lo que fuese, con tal de conservarte.

—Gracias por no hacerlo —murmura ella—. Eso nos habría destruido por completo.

Se calla, mira hacia fuera.

—Hace un par de años te vi —dice—. Tenía que venir a arreglar unos asuntos. No pude evitar buscarte. Sabía que eras profesora en la universidad. Estabas en una cafetería del campus, con varias personas más. Sonreías. Asumí que eras feliz —baja la voz, para añadir a continuación—. Sin mí.

Pierde la mirada en el mar. Ya ha dicho todo lo que ha venido a decir. Soy yo, ahora, la que debe darle una respuesta.

La Elisa que me besó en el faro. La Elisa que atormentó mi amor. La Elisa que siempre ha estado en mí, bajo todas las formas. La Elisa que he desesperado, la Elisa que he odiado. La Elisa de la que me he reconocido enamorada hasta el último instante, en un amor agazapado y escurridizo, correoso, resistente al tiempo, a otras mujeres. A mí misma.

¿Cuál de ellas es la que queda aquí, ahora, en este instante?

—No lo sé, Elisa, no sé qué decirte —digo—. Creo que te amo. Creo que te odio.

Y ya está. El tiempo se hace todo, se hace nada. Me embarga una sensación de irrealidad que hace que me evada de mí, de este momento, de esta mujer; que hace que me vea bajo un prisma opaco.

Elisa sabe, a su vez, que eso será todo lo que tengo hoy que decir.

Se inclina hacia mí, me besa en la mejilla.

Se va.

 

EPÍLOGO

Dos años después

Me despierto sintiendo en la cara la tibieza de los primeros rayos de sol que desafían la oscuridad de la noche. Me incorporo y me quedo sentada en el borde de la cama, los pies desnudos sobre la tarima de madera. Mi mirada alcanza el acantilado a lo lejos, perfilado abruptamente como si de una galleta partida por la mitad se tratara. El faro, inmutable, firme, coronándolo, blanco, plata. Las ruinas de la antigua torre vigía tras él. El día promete un cristalino azul en el firmamento, un profundo añil en el agua de ese mar que llevo dentro. Albergo en mi pecho una sensación de paz.

Nacho.

¿Quién ha estado todo este tiempo en una cárcel? Le miro a los ojos y, por primera vez en muchos años, lo veo de verdad, lejos de la pena, de la lástima, del dolor compartido. Ahora se lo cuento todo, no ese intercambio aséptico que habíamos forjado a base de silencios. Le digo que he vuelto a meter el mechero de Naranjito en la grieta para joder al profesor de historia. Él me dice que va a terminar Trabajo Social. Le digo que se porte bien. Nacho me exhorta a que haga lo mismo. No me lo pregunta. No hace falta. Él, de sobra lo sé, me ve.

Valeria.

¿Qué fue lo último que me dijo, que hizo? ¿Sonrió? ¿Me guiñó el ojo? ¿Dijo algo trascendental?

¿Algo que debí interpretar como una señal, una premonición, una alegoría, unas últimas palabras simbólicas? ¿Qué fue Val, qué me legaste? Hace meses que he estado acechando ese recuerdo de forma obsesiva, intentando desenterrarlo, extraerlo de esas capas de negación, dolor, conmoción, pérdida. Intentando capturar el último instante de Val en esta vida para mí. ¿Dónde estábamos, qué hicimos, de qué hablamos? No sabía lo que iba a ocurrir, que la iba a perder para siempre. ¿Rio, se fumó un cigarrillo, se giró hacia mí para despedirse una última vez, agitó la mano, me tomó el pelo?

¿Qué fue, Val?

Esta noche he soñado. El sueño recurrente en el que me sumerjo en el mar y Val tira de mí para llevarme a algún sitio. Ayer lo hizo, me llevó por fin a él. Me llevó a un rincón cristalino bajo el mar, atravesado de sol.

Es ella. De niña. Está jugando. Es feliz. Está sentada, con las piernas cruzadas sobre el fondo marino, cerca de unas rocas. Su corto vestido de verano baila en torno a su cuerpo, arrullado por la suave corriente; su pelo se desparrama desgreñado por el agua en la que ondea. Los rayos de sol que atraviesan el mar que nos vio crecer juegan con el color de su pelo, arrancando de él destellos de fuego; la iluminan, la bañan de luz. No me mira, no sabe que estoy ahí. Está distraída, juega con el agua que la rodea; sonríe. La imito. Mis lágrimas se hacen una con el mar, se van con ella. La Val adulta aprieta con fuerza mi mano una última vez. Giro la cabeza hacia ella. Ya no está.

Despierto. Esto es, pienso, lo que me llevaré de ti.

Elisa.

Me toca, coloca la palma de su mano sobre mi espalda, acariciándome, reclamándome con ternura.

 

 

***