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—¡¿Que Elisa qué, Alberto qué?! —la voz de Val exuda incredulidad a través de la línea telefónica—. Repítemelo, pero esta vez despacio, por favor. No tengo el diccionario lloriqueo-español a mano.

He llegado sin aliento hasta una cabina telefónica, he metido con dedos temblorosos la moneda de veinticinco pesetas en la ranura y he marcado el número de su casa. Es lo máximo que puede exigírsele a un cadáver, a un montón de arena, a un estado vital catastrófico.

—Que ya está, que se acabó, que va a salir con Alberto —digo de corrido, aguantándome las ganas de gritar.

¿Pero se puede saber qué has hecho? —me reprende.

—Se lo pidió ayer al salir de clase —digo—. Va a decirle que sí. Ya está, se acabó.

Esta Elisa es tonta —resopla Val con disgusto—. Alberto no le pega ni con cola, joder. ¿En qué está pensando esta tía? Llevar la goma de las bragas apretada tiene sus consecuencias, alguien debería decírselo.

—Todo da igual ya —digo, en un momento de lucidez harakiri—. Ha elegido. Le gustan los chicos. Ya está, se acabó.

Como vuelvas a decir ya está, se acabó, te mato. A ver, ¿tú le has dicho algo?

Cierro los ojos. Recuerdo lo que ha pasado en la hamburguesería, lo que le he dicho a Elisa.

—Nuria… —escucho su voz vacilante.

La miro. Quiero salir corriendo. Ahora parece temblarle también el labio inferior. Se lo muerde. Me mira de un modo extraño, centellea algo en el fondo de su mirada, pero entonces yo solo tenía dieciséis años y no supe interpretarlo. Años de clandestinidad sentimental distorsionaron mi percepción. ¡Cómo va a ser eso! También me convirtieron en una experta en vivir tras las esquinas, en disimular, en ser incompleta. En callar y mutar las palabras hacia el género adecuado. En adaptarme, como un jodido camaleón.

—Sí, Alberto es majo. Hacéis muy buena pareja —sentencio.

La voz de Valeria a través del teléfono hace que regrese al presente.

¿Estás ahí? ¿Le dijiste o no algo tú?

—No —respondo con un hilo de voz. Toda la pena, que había seguido una línea ascendente e infinita en forma de estampida, cae ahora sobre mí, como un techado que se desploma sobre la cabeza de los que se resguardan debajo de él—. Creo que es mejor así, de verdad —musito.

Joder, Nur —se lamenta ella.

—No pasa nada. De verdad, es mejor así —ya no me apetece hablar, todo lo que tenía dentro que luchaba para salir como un ciclón, de repente, se ha desinflado, diluido como el soplo que apaga la llama de una vela—. Me voy a casa.

¿Quieres que nos veamos? Puedo bajar al centro.

—No, déjalo, no tengo muchas ganas de hablar. Gracias, Val.

Pero mañana nos vemos en el faro —me recuerda.

—No sé…

—Mañana nos vemos en el faro —dice, lenta y taxativamente.

Es una orden de la pelirroja. Y a la pelirroja no se le desobedece. Pondrá al mar frente a mí, a su añorado Leño en el radiocasete, fumará y me abrazará.

Yo una vez tuve una amiga maravillosa.

 

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