2011
Elisa se detiene en el umbral. Yo dejo las llaves sobre el aparador. Tirito, pero creo que no es por el frío. Creo que he llegado a pensar que Elisa me encerraría entre sus brazos, como aquella primera vez. Debo dejar de vivir ayer y hoy. Debería haberlo hecho hace mucho tiempo. Me está quitando el mañana.
—Está igual a como la recuerdo —dice Elisa.
El momento ha pasado, me giro hacia ella.
—Sí, al menos externamente. Pero la vieja señora tiene un buen repaso en lo que no se ve.
—Tu madre siempre se quejaba de las cañerías —sonríe.
—Y de las humedades.
—Y las goteras.
—Y los vecinos —decimos las dos al unísono.
Eso arranca en las dos una breve carcajada, que se extingue lentamente. Por un instante, volvemos a ser adolescentes, compañeras de confidencias, de quejas contra los adultos que no nos entendían, cómplices de proyectos, de un futuro perfilado a lápiz. Por una vez, el ayer nos da una tregua. Solo dura un segundo. Después, su mirada se ensombrece.
—Sentí su muerte. Yo no… Debería haberte llamado. Lo siento.
No estoy segura de que se refiera solo a la muerte de mamá. Y tampoco lo estoy de cuál habría sido mi reacción de haber recibido esa llamada. Suspiro. No quiero que esta tregua acabe tan pronto.
—Sube, te daré algo para que te cambies.
Asiente en silencio, me sigue. Le señalo una habitación. Es la mía, reconvertida en cuarto de invitados.
—En el armario hay toallas limpias. Espera y te paso algo de ropa.
Voy a mi habitación, pero flaqueo nada más traspasarla. Noto que me tiemblan las manos mientras rebusco entre mi ropa, y sé que no es por el frío. Tengo que concederme un segundo, detenerme, cerrar los ojos, suspirar bien hondo.
Porque sé que voy a decirle adiós.
A pesar de saber la respuesta a mi miedo, a pesar de reconocerme enamorada aún de ella.
¡Enamorada! Soy una persona racional, no alcanzo a entender cómo se pueden mantener los rescoldos de un amor sepultado bajo la rabia durante tanto tiempo. No sé de dónde obtuvo el oxígeno suficiente para seguir llameando, pero sospecho que no muy lejos de esta misma persona que se cree, tonta de ella, tan racional. Le daré su oportunidad, a esta Elisa tardía, de decir lo que haya venido a decir.
Me concedo un breve repunte victimista, la última concesión a esta Nuria anclada, y después ya está, se va. Tal vez Elisa viene a pedir perdón, como ha querido creer esa extinta Nuria varada, o tal vez cargada de algún reproche. O tal vez, simplemente, está aquí. Sea como sea, solo Elisa tiene la respuesta.
Cuando regreso con la muda, Elisa sigue en el mismo lugar en el que la he dejado, plantada frente a la entrada de la habitación.
—¿Elisa? —la llamo.
Se gira hacia mí. Hay una ligera ensoñación en su mirada.
—Le dijiste adiós al minimalismo —dice, sonriendo.
—Me sentía única en el movimiento —replico, imitando su sonrisa.
“¡Has inventado el minimalismo abrumador!”, exclamó Elisa la primera vez que entró en mi cuarto, anonadada por la cantidad de miniaturas que poblaban el escritorio, las estanterías, cada rincón de mi habitación. Cientos de pequeñas reproducciones de la realidad a escala menor. Me pregunto ahora si no era un modo de controlar un mundo que no era como yo deseaba, de crear mi propio universo.
—Ahora es minimalista, a secas —añade.
Miro la habitación. Una cama, un armario, cortinas en la ventana. De sus paredes desnudas ya no penden las mil y una estanterías abarrotadas, ni los pósters de películas de ciencia-ficción, ni el de tamaño natural de Martina Navratilova —que provocó en Val, cuando lo vio, un horrorizado “Por favor, dime que no te tocas por las noches pensando en esta tía, Nur”—.
Espero a que Elisa coja la muda, pero está mirando hacia otro sitio. Hacia la cama. Se gira hacia mí mientras entra en la habitación y se dirige hacia ella.
—Es la misma, ¿no?
Asiento a medias.
—Solo la estructura —digo.
Se sienta sobre ella. La recorre con la mirada y posa la palma de su mano sobre el cobertor. Me mira. ¿Es posible que vea añoranza en su mirada y que corresponda al mismo recuerdo que yo evoco? ¿Es posible que Elisa piense también en aquel día?
Ella misma me da la respuesta. Se recuesta boca arriba sobre la cama y gira la mirada hacia la ventana. Dice, en voz muy baja:
—Mira, Nure, la luna.