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Es verano. Elisa y yo estamos solas en el faro. Ha pasado a recogerme. Ha sido la primera de nosotras en sacarse el carné de conducir, su padre le ha comprado un Panda. A finales de septiembre se va a Madrid a estudiar Arquitectura. Su padre está muy orgulloso de ella. Es una buena chica, como siempre le han inculcado que sea.
—Ya no estoy con Alberto —dice, sin ningún preámbulo.
La sorpresa asoma a mis ojos. ¿No estaban haciendo planes? ¿Rompen así, de repente? No nos había dicho nada acerca de que hubiera problemas en su relación. Tampoco nos habíamos dado cuenta. Es lo que tiene ser tan solo una fachada, un título sobre papel mojado. Desde que empezó a salir con Alberto, todo cambió. Nuestra amistad se resintió, dio un paso atrás. No regresábamos a casa juntas después de las clases como solíamos hacer. No arreglábamos el mundo con un café en la mano. No quedábamos para salir. Un par de veces lo intentamos, salimos los cinco, Val, Nacho, Alberto, ella, yo. Elisa fue la que insistió, pero dos veces viendo la mano de Alberto apoderarse de la cintura de Elisa fueron suficientes para mí. “Parezco la carabina del grupo”, excusé cuando se programó una tercera vez. Elisa lo aceptó, pero sé que en una ocasión nos vio a Nacho, a Val y a mí por la zona de bares. Nunca me dijo nada, no dijo “¿Puedes salir con ellos y conmigo no?”, ningún reproche. No sé qué tipo de preguntas se hizo Elisa ni qué razones aventuró en mí. Las palabras que hoy no pronunciamos, ahora lo sé, son las que sellan los reproches de mañana.
—Lo siento —es lo único que digo.
—No pasa nada, no era más que una niñería. No íbamos en serio —se agacha, coge un puñado de piedrecitas y las lanza al vacío.
La miro furtivamente, es lo que siempre he hecho durante estos años. Me pregunto si de verdad es que ya no me duele o tanto me he acostumbrado que ya lo he incorporado a mi vida como un estado cotidiano. El anhelo por ella, por tocarla, por ir más allá. Estoy acostumbrada a no traspasar los límites que yo misma me he impuesto. No te aproveches de su amistad, es mi máxima.
El perfil de Elisa se recorta contra el viento. La camiseta se pelea con sus curvas. Elisa nunca ha sido delgada y ahora tiene una especie de rotundidad física, de suavidad sin aristas, que la sitúa en la frontera entre el fin de la adolescencia y el inicio de la madurez. El pelo, largo y espeso, castaño como sus ojos, se enreda en su garganta. Me he aprendido a Elisa de memoria. Elisa se mueve despacio, no alza nunca la voz, es discreta. Sus ojos sonríen antes que su boca, te busca la mirada cuando se preocupa por ti y te toca cuando intuye que lo necesitas. Cuando se concentra o cuando hay algo que le preocupa, una pequeña arruga se forma en su frente. Tararea a veces sin darse cuenta y se azora cuando se lo haces ver. Elisa es lo que mejor me sé en esta vida.
Esta Elisa que tanto me sé se gira y me mira. Creo que hay una pregunta en el fondo de sus ojos, creo que siempre hay algo en el fondo de sus ojos, pero nunca sé qué es, no sé qué quiere, si necesita una respuesta, y tampoco estoy segura de que, en realidad, ese algo esté ahí. Yo miro a Elisa bajo el hechizo de mis sentimientos. El amor, la devoción, lo empaña todo. Lo distorsiona. Cree encontrar piedras preciosas donde solo hay rutilantes espejismos. Como ahora. ¿Qué, Elisa? ¿Qué? Desvío la mirada para que no vea mi turbación. No pasa nada porque mires a tu amiga en lo alto de un acantilado, pero yo me siento culpable.
—¿Por qué no has salido nunca con nadie? —me pregunta de repente, buscando mi mirada.
Frunzo el ceño, contrariada. Me pongo en guardia.
—Sí he salido —replico.
—Dos meses en Segundo con Luismi y el verano pasado con “ese tal Placi” del que nos hablaste, el del pueblo al que te fuiste de vacaciones con tu familia.
Hace una pausa significativa, mirándome con toda la intención del mundo. He notado perfectamente el soniquete en su tono, como supongo ha sido su propósito. ¿Está segura ya entonces de que me lo inventé? ¿Que “ese tal Placi”, como siempre de modo escéptico se ha referido a él desde que lo conté, nunca existió, salvo en forma de oportuna y heteronormativa tapadera?
“Si es que tendrías que haber cogido por banda a cualquier lugareño de buen ver y haberte hecho aunque fuese una foto, pardilla”, me dijo Valeria, sacudiendo la cabeza, cuando le comenté que Elisa no parecía haberse tragado en su momento la historia del falso idilio estival. Elisa, que preguntó cómo era, qué habíamos hecho, si iba a escribirle o volver a verle, si estaba enamorada de él, si...
Elisa, y las miguitas que nunca supe ver, enredada entre falsos espejismos, incredulidad y temor.
Me tenso. Sus palabras, su atención, han hecho que me sonroje.
—¿Y a qué viene esa pregunta? ¿Dejarlo con Alberto te ha hecho interesarte por el tema? —le interpelo, a la defensiva.
—Me interesas tú. Quiero que estés bien.
Eso me parte por la mitad, porque estira mi corazón y después tengo que ser yo la que lo encoja y lo vuelva a meter en su sitio. Tengo el corazón estirado de palabras bonitas que nunca han llegado a su destino, de monedas que he creído ver brillar en el fondo del estanque para después comprobar que tan solo eran un trozo de latón. La culpa es del aturullado ejército de intérpretes que hay en mi cabeza, del puñado de infatigables ilusos que pueblan mi sangre, quiméricas partículas de esperanza que se empeñan en mirarlo todo bajo la lupa de la ilusión. No, tengo que arengarles yo desde el púlpito de la realidad, cansada de subir y bajar. Dejad de haceros falsas ilusiones. Dejadme en paz.
Con dieciocho años recién cumplidos, cuatro años después de que Elisa entrara en mi vida, quería tirar la toalla de una vez, dejarla ir, porque empezaba a darme cuenta de que quedarme varada en sus ojos no podía tener otro resultado que el hacerme perder todos los barcos.
Eso pensaba yo aquel día. Sé que lo pensaba. Tal vez, si no hubiera pasado lo que pasó, lo habría logrado. Habría dejado marchar a Elisa de una vez y podría haber tenido una oportunidad.
Pero Elisa habló.
Elisa me besó.