5
—Lo siento, chicas, pero me parece que me ha sentado algo mal. Me voy a casa.
Val es astuta, rápida. Ni me da tiempo a mí a sentir pánico ni opción a una solidaria oferta de acompañamiento. Elisa y yo, así, nos quedamos a solas. La miro y ella se alza de hombros, cabeceando. Típico de Valeria, parece decir.
La miro furtivamente. Cada vez que lo hago, siempre que lo hago, mi corazón da un vuelco. Es como la primera vez que la vi, entrando en nuestra clase de Primero, en el instituto. Se detuvo un instante en la puerta, echó un vistazo al interior y, sin titubear, se acercó a nosotras. Exactamente lo mismo que hizo Val en el colegio. Siempre he tenido la sensación de que Valeria y Elisa fueron como barcos que vinieron a recalar en mi puerto. Val me contó que ella me eligió porque supo, nada más verme, que yo era especial, con la cabeza enterrada en aquella libreta, ajena al bullicio del primer día de clase. Era mentira. Más tarde me confesó que la realidad fue que el de mi lado era el único sitio que quedaba libre. “Pero el destino sigue siendo el destino”, añadió, guiñándome un ojo.
No sé por qué Elisa se acercó a nosotras. Era nueva, no conocía a nadie y ese desconocimiento nos incluía a Val y a mí. Había otros sitios libres, pero se sentó a nuestro lado. Siempre he pensado que fue la flamígera melena leonada de Val lo que la atrajo como un canto de sirena. Se sentó, se presentó y yo morí de amor. ¡Qué lejos estaba entonces de imaginar que esa chica de catorce años de ojos castaños iba a marcar los siguientes veintinueve años de mi vida!
La misma que ahora, con dieciséis, tengo delante de mí. Estoy acostumbrada a la Elisa amiga. Sí, objeto de deseo platónico, pero siempre amiga, por encima de todo. O eso quiero creer. No es la primera vez que nos quedamos a solas. Hemos ido al cine, a la playa, paseado, comido, cenado, estudiado juntas. Todo a un nivel soportable dentro de unos parámetros de negación y resignación.
¿Qué ha cambiado para que ahora me tiemble el pulso y un nudo atore mi garganta?
Que yo sé que alguien más lo sabe. No el hecho de estar allí con un objetivo, sino que ese fin sea conocido por Val. Ya no podré permitirme ser cobarde. Mi vida era más fácil antes de ello. Mi vida de ratón asustado, de insecto resignado.
—¿Te pasa algo? —Elisa me mira, algo anhelante—. ¿También te encuentras mal?
¿Y si se lo digo de golpe? ¿Aquí, ahora? ¿Y si doy el salto mortal y le digo te quiero, te quiero desde hace dos años, me muero por ti y sueño, danzo, me rompo cada vez que me sonríes, cada vez que me tocas, cada palabra que diriges hacia mí, cada vez que pronuncias mi nombre, cada vez que…?
—Alberto me ha pedido de salir.
Y el mundo revienta. “Alberto me ha pedido de salir”, ha dicho Elisa. Debe de ser, pienso con angustia, un mensaje cifrado y mi misión es desentrañarlo. “Albertomehapedidodesalir” no puede significar lo que parece significar. Mis ojos se han abierto como platos. Ella frunce el ceño. Hay anhelo, pero algo más. No supe verlo. El instante en el que de las migajas se pasó a las miguitas que marcaban el camino. En la mirada de aquella Elisa de dieciséis años hubo expectación. Como si calibrara el efecto de sus palabras. Fueron, estoy segura, mi ofuscación, su reserva, dos más de los daños colaterales computables a esa guerra soterrada de una vida sentida en voz baja, autorreprimida.
—En serio, Nuria, ¿te pasa algo? —pregunta ella, preocupada.
Sí, que estoy muerta. ¿No lo ves? Acabas de matarme.
—¿Y qué le has dicho? —pregunta mi cadáver con un hilo de voz.
Ella, entonces, me da la siguiente miguita, la primera hecha palabra. Tampoco la vi, preocupada en pudrirme como buen despojo. Lo que dijo a continuación, fijando la mirada en mí, muy seria: —¿Tú qué piensas?
“Tú qué piensas”. Ese fue realmente el mensaje cifrado, idiota de mí. Idiota, idiota, idiota de mí.
Pero estaba muerta, y a los muertos no se nos da bien pensar. Solo era capaz de sentir el sabor amargo de la hiel en mi boca, en mí. Desvié la mirada, alzándome de hombros. Juez, jurado y ejecutora de mí misma. De ello ejercí durante los segundos que perdí la tutela de su mirada.
—Si a ti te gusta… —digo, pensando en cómo era posible que mi cuerpo no se desintegrara en una tormenta de arena sobre la mesa. El paso del estado sólido al catastrófico nunca lo enseñan en las escuelas. Y, sin embargo, existe.
Ese “Si a ti te gusta” fue su particular mensaje cifrado. Lanzado desde mi trinchera. Interpretado según su libro de claves. Qué guerra fría más estéril. Cuánto tiempo perdido en las trincheras.
Cuántos caídos en nombre de causas innobles.
—Es majo, ¿no? —dice, como si buscara en mí una confirmación.
Quiero irme. Estoy a punto de levantarme y salir corriendo de allí. Quiero echar a correr y no parar hasta encontrar un nuevo mundo. Quiero hacerlo, pero el puñal clavado en el centro de mi pecho me lo impide. La vida que ya no corre por mis venas lo hace. Ella fija su mirada en la mía.
¿Son cosas mías o le tiemblan las manos?
—Nuria… —escucho su voz vacilante.