12

—Te quiero, Elisa —digo, intentando rendir su miedo a una fuerza mayor, la única en la que creo en esos momentos.

—No he podido evitarlo —dice, como si no me hubiera escuchado.

Está asustada y también confusa, el impulso que ha hecho que se declarara parece haberla abandonado, dejándola a su suerte. Queda la perplejidad, como si ella, Elisa, esa buena chica que siempre ha hecho lo que sus padres le han dicho, no terminara de creerse lo que ha ocurrido, y que ha sido así por su propia mano. Elisa está luchando, puedo verlo. Creo que no solo se ha sorprendido a sí misma haciendo lo que ha hecho, sino también por lo que de ruptura con las reglas en las que ha sido educada significa. El germen de la Elisa de los siguientes años está ahí, en esa lucha, en esa dualidad desquiciante, entre el sentimiento y la imposición.

—Está bien, Elisa —la tranquilizo. Oigo el eco lejano de unas voces—. Vamos a un sitio más tranquilo.

Nunca he sabido de dónde saqué aquel día aquella fortaleza, pero sé que no estuvo lejos de Elisa.

Elisa era como un planeta que me atraía a su superficie. Yo, por Elisa, lo habría sido todo. Fue el beso de Elisa, fueron sus palabras. Ella me dio el valor, ella me sacó al centro de la calle, lo hice por ella. Me hice invencible por ella, me elevé. Por eso después caí tan hondo, tan lejos, tan profundo. Cuando ella se colapsó, cuando acabó por rendirse, yo me hundí por ella.

Pero hoy tengo dieciocho años, un sueño se ha hecho realidad y leo el miedo en Elisa. Elisa, que ha sido la que ha dado el primer paso. Elisa, a la que ese día iba a decir adiós.

—Mis padres no están, se han ido a pasar unos días fuera —digo—. Vamos a mi casa.

Acepta. Parece conmocionada. ¿Dónde está ahora su desafío? Tiempo después me dijo que parte de esa combatividad obedeció a la expectativa del adiós. Ella, como yo ese día, tenía muy presente el fin de una etapa. Sintió, me dijo, como si una puerta fuese a cerrarse, dejándola fuera para siempre. Lo que ella creyó una reacción de burla por mi parte la espoleó y actuó sin pensar.

“Reaccioné —me dijo—, porque en ese instante creo que te odié. Creí que despreciabas parte de lo que yo era”. Ese fue el revulsivo, la mezcla entre amor y rabia, desesperación, lo que la hizo estallar.

Lo que nunca se esperó es que yo le correspondiera. Pensó que simplemente dejaría ir ese peso que había llevado durante esos años y que eso sería todo.

Una ola que llega a la orilla y después se retira para volver a fundirse entre millones de ellas.

—¿Desde cuándo? —le pregunté cuando me lo contó—. ¿Cuándo empezaste a quererme?

Ella se alzó de hombros.

—No lo sé. Solo sé que un día estabas en mí de un modo distinto.

El día de la declaración en el faro conduce en silencio hasta mi casa, entra en ella sin decir nada, yo le doy la espalda mientras dejo las llaves sobre el recibidor y, de pronto, tengo sus brazos adueñándose de mi cintura. Entierra su cara en mi nuca y la oigo suspirar. Para mí, que nunca he tocado, que he vivido siempre en el sueño, supone un shock, físico y emocional. He pasado de la nada a quedar encerrada entre sus brazos. De la nada a tener su boca. De la nada a su declaración.

Elisa, mi sueño, me abraza.

Me quedo quieta, mi corazón bombea apresurado, no sabe qué hacer con ese inesperado torrente que lo asalta enloquecido. Allí donde Elisa me toca, quema. Su respiración sobre mi piel hace que me erice por completo. No sé qué hacer, y así se escenifica la pauta que siempre nos acompañó. La dualidad en ambas, la parálisis y la resolución que una y otra experimentamos de un modo u otro durante todos nuestros años de relación. Tal vez, de un modo más incisivo en Elisa. El mostrarse decidida unas veces, temerosa las más. Mis momentos de parálisis, ajenos a aquella primera vez relacionada con el vértigo físico y emocional, estuvieron unidos muchas veces no a mis dudas, sino a las de ella. El miedo a su miedo. El miedo a perderla, que instauró en mí la pauta de la cesión. La veía tan angustiada por las consecuencias que aventuraba de llegar a conocerse nuestra relación, sobre todo en su familia, que yo retrocedía por ella, me amoldaba a su paso. Elisa era mi universo, pero también mi límite. Cedía, así, a sus peticiones. “Cuando terminemos la carrera y dependamos solamente de nosotras”, decía. “Mi madre tiene una salud delicada, mi padre se llevaría un disgusto, mucha gente no lo entenderá, nos rechazará, dame más tiempo, Nuria”. Se lo daba. Más tiempo, más espacio, más parte de mí.

Unas veces era Elisa la que se inmovilizaba, otras era yo. En uno y otro caso, era una la que extendía la mano para asir la de la otra, para reclamarla, para instarla a continuar. Creo que en Elisa esa pauta dominó y perdió tantas veces que al final la agotó, rindiéndola.

Aquel día fue un claro ejemplo del carrusel emocional que iba a marcar nuestra relación. La Elisa agarrotada y perpleja del faro me abraza, siento la desesperación en ese acto.

—He soñado con esto —susurra sobre mi piel—. No puede ser malo, Nure, no puede serlo, ¿verdad?

Las palabras se atascan en mi garganta. La intimidad de su gesto, acogiéndome entre sus brazos, me llena de una extraña congoja. Su tono, entre temeroso y desafiante, lo hace. Quiero llorar, quiero reír.

—No —digo al fin—. No lo es.

—Estás temblando —dice.

Me quedo de nuevo sin palabras. Un sollozo se enrosca en mi garganta y Elisa se da cuenta. Me gira la cara con delicadeza para mirarme a los ojos.

—¿Tienes miedo, Nure? —pregunta en un susurro.

Asiento en silencio, y sé que es insuficiente, que no es la respuesta completa ni correcta. Tengo miedo, sí, pero no de ella, ni de esto, ni de lo que estoy sintiendo. Tengo miedo de que la vida se vuelva oscura, o de estar en un sueño del que despertaré de nuevo sola, o de dejar de sentir sus manos sobre mí. Elisa hace ademán de soltarme, porque creo que piensa que es ella la que me asusta.

Se lo impido cubriendo sus manos con las mías. “No te vayas”, suplica mi mirada. Elisa bucea en mí durante unos segundos que se me hacen eternos. Lo que encuentra es la clave que le permite apartar su miedo para atender el mío.

—Yo también —dice, antes de besarme con delicadeza.

Vuelve, así, a tomar las riendas. Lo hizo siempre, sobre todo cuando estábamos a solas, lejos del escrutinio del mundo. No puedo reprochárselo, no fue ella la que metió ese miedo en todos nosotros, no nació de ella, de ninguno de los que lo padecimos. Fue siempre un invasor indeseado inoculado por otros. ¡Perder tanto luchando en tantos frentes! Teníamos que crecer, madurar y, al mismo tiempo, batallar. Contra todo lo aprendido, todo lo insinuado, lo callado, lo ocultado, lo reprimido. Contra un conjunto de valores erróneos, indignos, un lodazal de represión transmitido de generación en generación. Muchos y muchas hemos llegado agotados hasta aquí, no pueden no entenderlo, no pueden dejar de comprender que las dudas formaran parte también de nosotros, pero no porque nos rechazáramos per se, sino porque nos enseñaron a hacerlo.

El beso termina, los labios de Elisa acarician la piel de mi cuello. Cierro los ojos. Es un sueño, pienso. Tiene que ser un sueño, porque esto es imposible. Elisa fue siempre la que tuvo miedo de lo que había ahí fuera. Yo, de lo que tenía dentro, de lo que mi amor por ella podía hacerme, de su poderoso influjo. De la pérdida de control que su tacto obraba en mí.

Elisa vuelve a besarme y sus manos me buscan la piel. Me giro por completo y ella me abraza.

—Elisa, yo nunca he… No sé qué hacer —balbuceo.

Ella me consuela acariciando mi espalda, acunándome. Besa la tierna carne bajo el lóbulo de mi oreja y susurra un “No pasa nada, Nure. Tranquila”, que repite una y otra vez con ternura. Siento cómo todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo responden con distinta intensidad a su tacto, sus palabras. Permanecemos así hasta que siento que una descarga de energía empieza a recorrer gradualmente todo mi cuerpo, de menos a más, como si un mensajero sensual fuese por cada rincón de mi piel despertando del letargo a sus habitantes. Experimentamos un intenso instante de comunión física cuando Elisa se estremece al mismo tiempo que lo hago yo, y sé que ese fue el punto de no retorno. Me aparta de ella para poder mirarme a los ojos y las dos sabemos que ya no queda nada que pueda detenernos. Posa sus labios sobre los míos. Yo me siento torpe, y lo soy. Ella me besa despacio, dándome tiempo. No habré besado nunca, pero empiezo a aprender. Lo que me da miedo, no obstante, es la siguiente lección.

—Elisa —la llamo, sintiéndome irracional, enajenada, mientras me decido a tocarla.

Toco a Elisa, por primera vez en estos años, bajo otro significado. Ya no son los mimos ocasionales, limitados, temerosos. Toco a Elisa como lo que ahora es. No la amiga, sino el deseo.

Mis manos la buscan, encuentran su cuerpo. Es sólido, no una quimera. No estoy soñando, es a Elisa a quien tengo. La atraigo hacia mí como si temiera que una súbita aparición me la arrebatara. Nos besamos, yo vuelvo a ser torpe, pero a ella no le importa. Tantea mis labios con su lengua y un infortunado pensamiento cruza mi mente. Alberto, pienso. Me aparto, y ella se echa hacia atrás.

—¿Qué? —me pregunta, sin comprender mi quebrada mirada.

¿Cómo le digo que su avance me ha hecho caer en la cuenta de que mi inexperiencia contrasta con su destreza porque Alberto estuvo en su vida? ¿Hasta dónde?, es la pregunta que se forma en mi cabeza y se crece, se crece con una impertinencia hostil. ¿Hasta dónde llegaste con él, Elisa? Por increíble que parezca, siento los primeros celos que, a lo largo de los siguientes años, aparecieron como indeseados invitados entre nosotras. Sé que Alberto ya no está, pero no puedo evitarlo. Me quema por dentro pensar que él la tocó, la tuvo, tuvo estos labios, tuvo esta piel. Tuvo a Elisa.

—¿Qué pasa, Nuria? —insiste. Se ha dado cuenta de que no es reserva o duda. Que hay algo más.

Debo calmarme. Respirar hondo y quitarme eso de la cabeza. Puede que sea mi inseguridad, mi miedo a decepcionarla, lo que influya también en ese acceso de celos. Cabeceo, intentando alejarlos.

—No he estado nunca con nadie, Elisa.

Ella duda un instante ante mis palabras. Creo que va a decirme que ella tampoco, pero esa declaración conlleva una mentira. Quiere tranquilizarme igualándose, porque tal vez intuye de qué están hechas mis palabras, pero sabe que sería sobre una falsedad. Aun así, lo hace. Tras ese instante de vacilación, sonríe, aparta un mechón de mi mejilla y dice: —Yo tampoco.

Al fin y al cabo, no era del todo falso. No había estado, cierto, con ninguna chica.

—¿Y Alberto? —pregunto, vencida, finalmente, a los celos.

—Alberto no fue nada, Nuria. Nada —me asegura, apoderándose de mi mirada.

Me arrincona contra la pared. No quiere seguir hablando. Se lo permito. Él es el pasado, me digo, y me abandono. A sus besos, a sus caricias, a su deseo.

—Vamos a tu habitación —exige, cuando ya ha hecho de mí un cuerpo que solo puede sentir y desear más y más.

Coge mi mano, me arrastra tras ella. Va deteniéndose cada pocos pasos, para asegurar mi deseo, para evitar mi resistencia. Ya me tienes, quiero decirle. Entramos en mi habitación. Me tumba sobre la cama.

Aquella primera vez.