1991

Cumplo veintitrés años. Salimos a celebrarlo, Valeria, Nacho y yo. Elisa está en Madrid, la carrera es muy exigente, necesita para ella gran parte del tiempo que podría pasar conmigo. Yo intento mostrarme comprensiva, pese a que, últimamente, se vuelca en sus estudios de un modo casi absorbente. Val ironiza con que su libro de Urbanismo le ha visto más veces que yo, pero no insiste, porque sé que intuye lo que hay y cuánto me duele. Calla por ello y por algo más. Soy consciente de que la dinámica que marca mi relación con Elisa ha levantado una barrera invisible entre Val y yo, una especie de zona de exclusión que Valeria se esfuerza por respetar, aunque no siempre lo hace. Un límite preventivo nacido de una fuerte discrepancia que nos mantuvo alejadas durante unos días el año anterior. La razón, Elisa. O, exactamente, mi actitud con respecto a nuestra relación. “No me gusta lo que hace. En lo que te convierte. Déjala, Nur, date un respiro para pensar en la dirección que ha tomado vuestra relación”, me dijo Valeria el año pasado. Yo exploté, me revolví como un animal herido. No era contra Valeria contra quien debía hacerlo, pero lo hice. Volqué contra ella toda la impotencia, toda la tensión de mis encuentros cada vez más frustrantes con Elisa. Nos enfadamos.

Nacho tuvo que actuar de intermediario, domar nuestro distanciamiento. Las aguas volvieron a su cauce, pero desde entonces Val se muestra más cauta en sus comentarios. Me duele saberlo, que eso está entre nosotras, pero no puedo evitarlo, no sé cómo salir de la trampa del amor de Elisa.

La amo, es todo lo que sé.

Val, ese día de mi vigésimo tercer cumpleaños, me regala un colgante con una tuerca que Nacho ha sacado del motor de un coche.

—Está tratada para que no se oxide y tiene un baño de plata —dice—. Seremos pobres, pero no cutres.

Espero que me ahorre la explicación de la simbología que seguro hay tras la tuerca, pero no tengo tanta suerte. Nacho se atraganta con su cerveza cuando Val no ahorra en detalles y desvaría implicando a “un chocho sucio, una perra en celo y un bote de champú de huevo” en su delirante discurso, justo cuando la camarera del pub se acerca a nuestra mesa con la siguiente ronda. Nacho, que mira a Val con reverencia, que está siempre atento a cada gesto, cada detalle, cada palabra suya.

Nacho, que se convertirá en una sombra de sí mismo tan solo dos años después; en asesino, muchos más tarde. Nacho, que llevará a Val para siempre tatuada en la piel y en la vida.

—Estás sola, ¿verdad?

Un Nacho adulto, muchos años después de aquel cumpleaños, me mira con condescendencia, casi paternalismo, mientras me hace esa pregunta. Tenemos prácticamente la misma edad, pero él lleva grabado a mayor profundidad el paso del tiempo y las pérdidas que conlleva vivir un día más. Su pelo, antes largo, está ahora cortado al uno. Ha engordado. Pero sigue siendo Nacho. “El macho”, oigo la eterna coletilla de Val.

—¿A qué te refieres? —le pregunto.

Esta conversación tiene lugar dos meses antes de que Elisa vuelva, inesperadamente, a mi vida. Su pregunta me coge desprevenida. Debería haber sabido, tonta de mí, que si yo le veía a él, él también me veía a mí.

—¿Alguna mujer, Nuria? —replica.

—Siempre, Señor Ignacio.

—Que se quede —precisa.

—Lo hacen, pero no por mucho tiempo —replico con ligereza.

Nacho parece más observador hoy. Tengo la sensación de que me mira como si guardara algo en el bolsillo que no me quiere mostrar.

—¿No te cansa? ¿No quieres algo más? —pregunta.

Me encojo de hombros con indiferencia.

—Me va bien así.

—Mientes.

Lo miro, sorprendida. Nunca hemos tenido esta conversación antes. ¿Y nuestro tácito pacto de omisión? ¿Nuestra mecánica construida a través de los años? Yo voy a verle. Le llevo el tabaco de Val. Le hablo de mis clases, de mis alumnos, de lo asqueroso que se está poniendo el mundo. Él me escucha, contemporiza, hace como si no fuese un preso encerrado entre muros vigilados por gente armada. Como si en un día de enajenación no hubiese acabado con otro ser. Como si no hubiera entre nosotros una presencia espectral que nos domina, nos define individual y colectivamente.

Yo, por mi parte, cumplo a conciencia con la política no escrita de omisión y voy incluso más allá.

No se habla de la muerte de Val. No se habla sobre si sabíamos qué ocurría en su casa. No se habla del momento en el que él se convirtió en un asesino. Y no hablo, finalmente, de mis remordimientos.

Los remordimientos que me acechan desde que él apretó el gatillo. Si en mí queda el eterno reproche de no saber si hubiera podido hacer algo por Val, a este se añade, penosamente, el de no saber si también podría haber hecho algo por él.

Nacho, el solitario, Nacho el callado. Tres años después de la muerte de Val se sacó el bachillerato. Me dijo que quería estudiar Trabajo Social, como habría querido hacer ella. Quería hacer algo, quería ayudar, dar su voz. Pedir perdón, como hombre, a todas las mujeres que padecen a esos otros falsos hombres que oprimen con su dictadura de la dominación, con el poder otorgado por un patriarcado exterminador. Le costaba, por el trabajo en el taller, por el esfuerzo de retomar el hábito del estudio, pero estaba en el camino.

Quise creer que estaba bien, cuando, en realidad, solo lo aparentaba. Quedábamos a comer y él me contaba, por enésima vez, el día que, con ocho años, Val fue a su casa y le dijo, indignada: “De ahora en adelante me llamarás Valeria. Yo no puedo tener nombre de infusión”. Quedábamos a tomar café y yo le contaba el día que esa exValeriana se enteró de que Leño se disolvía y cómo se enfadó y el dolor de cabeza que su perpetuo homenaje posterior me provocó a mí.

El juego al que jugamos durante todos esos años, antes de que él hiciera lo que hizo. Creo que fue lo único que pudimos hacer para no alejarnos definitivamente el uno del otro. Yo le recordaba a Val, él me la recordaba a mí. Demasiado doloroso, traerla entre nosotros cada vez que nos veíamos.

Traer la parte de Val que podría suponer un reproche. Decidimos, así, de tácito acuerdo, dejarla dentro de cada uno, hablar solo de los años luminosos, de las risas, de todo lo bueno que compartimos.

Hago eso, yo, la supuesta mejor amiga que no se atrevió a ir más allá de la propia Val y ayudarla pese a su negativa. Hago eso yo, lo hago, con el hombre que se convirtió en un asesino por ella.

Nuestro pacto de silencio no sirvió de nada. No sirvió que recordáramos a la Val luminosa, que no nos reprocháramos no haber hecho algo más. Que pasáramos de puntillas por el lado oscuro.

Porque el lado oscuro nos alcanzó. La puerta de la cárcel se abrió, liberando a aquel monstruo, y el juego se hizo añicos. Creo que Nacho llegó a creer que ese día nunca llegaría, que jamás existiría en su calendario, que, simplemente, se diluiría hasta desaparecer en el olvido. Creo que habría podido salir del pozo en el que quedó tras la muerte de Val porque tenía un proyecto que la

implicaba a ella, a su memoria, una tarea inacabada que él culminaría. Tal vez nunca dejaría de amarla, nunca permitiría que otra ocupara su espacio, pero, al menos, tenía un proyecto. Yo le animaba, le daba todo mi apoyo, discutía con él el siguiente paso, le ayudaba a planificarse, pero en esa interacción no había lugar, nunca lo hubo, para ir más allá, no solo para hablar de lo que pasó, sino de nosotros. Nacho y yo nos quedamos estancados en nuestra relación como si tuviésemos perpetuamente la edad en la que ella nos dejó. El chico de Val, la chica de Val. El salitre del mar en nuestros labios, las cañas en el pub, los paseos por el cabo. Si el faro podía continuar inmutable lamiendo la superficie del mar con su luz, ¿por qué no nosotros? Creí, erróneamente, que dejarlo ahí, bajo esa frágil superficie, haría que no nos doliese tanto, porque compartirlo solo haría que nos ahogáramos en él. La farsa nos permitía seguir viviendo, porque creía que saltándonos las fases del duelo, soslayándolo, nos permitiría seguir adelante. ¡Qué equivocada estaba y de qué modo lo supe en cuanto recibí la llamada que me decía que mi vida había vuelto a romperse! Que las manos de Nacho estaban manchadas de sangre.

Y ahora, este Nacho que aceptó el juego, que nunca ha traspasado la línea, de súbito, me pregunta: —¿Por qué, Nuria?

—¿Por qué, qué, Nacho?

—¿Ninguna de esas mujeres ha tenido lo que buscabas?

Resoplo, inquieta por el cariz que está tomando la conversación. Es él el que está dentro y yo fuera, ¿verdad?

—Ni siquiera sé qué estoy buscando.

—Sí lo sabes. Lo encontraste una vez.

Le miro y, por un instante, veo al Nacho callado y fiel que siempre guardo como imagen indisoluble de la de Valeria. Pero ese Nacho ha vivido la parte oscura y Val ya no está a su lado para iluminarla.

—No te condenes a lo mismo que yo, Nuria —dice. Y me da miedo lo que sé que va a decir a continuación—. No te quedes anclada como yo a una mujer que ya no está.

Debería haber sabido que Nacho también me veía a mí.

Ese Nacho, que hoy, en mi vigésimo tercer cumpleaños, muchos años antes de esa conversación que tiene como escenario una cárcel, ríe con nosotras ante la verborrea delirante de Val. Que todavía no se siente avergonzado de que se le meta en el mismo saco genérico de una manada de animales.

Que ríe con despreocupación por el sofoco cómplice de la camarera que ha escuchado el delirio de Val. Por la leyenda grabada en las dos caras planas de la tuerca:

Val Nur, but…

…she fucks with Nacho!

 

Reímos porque somos jóvenes, tenemos una copa en la mano, la vida todavía no nos ha puesto la zancadilla definitiva. Miro a Valeria, pero ignoro que debería grabármela a fuego en mi interior, cincelar en él cada rasgo, pequeño gesto, detalle, palabra, tono, sonrisa, mirada. Ignoro que tan solo dos años más tarde dejaré de tenerla para siempre.

También ignoro otras cosas. Algunas, no obstante, las intuyo, pero no quiero darles nombre, no quiero darles la oportunidad de hacerse físicas, de tener que enfrentarme a ellas cara a cara.

—¿Y la capital?

Val ha terminado con las bromas, la tuerca, el champú de huevo y dos rondas de cubatas. Me mira por encima de la tercera. Enarca una ceja belicosa. Es su forma de preguntar cómo van las cosas con Elisa. También, al parecer, ha terminado con la tregua de la zona de exclusión.

—En su sitio —replico—. Ya sabes, submeseta sur, seiscientos sesenta y siete metros sobre el nivel del mar, cuarenta grados veintiséis minutos norte, tres grados cuarenta y un minutos oeste.

Es mi forma de decirle que no quiero hablar de ello. Ni siquiera me concede el mérito de haber sido capaz de aprenderme todo eso de memoria para eludir su recurrente pregunta.

—A la mierda —dice ella con estudiada lentitud.

No reprimo un gesto de fastidio. Es mi cumpleaños, tengo derecho a pasármelo bien. Pero ella es Val, tiene derecho a conocerme como si me hubiese parido. Al parecer, mis años de instrucción en el fingimiento no me sirven de nada ante la todopoderosa Valeria.

—Venga, suéltalo —exige, balanceando el vaso de tubo entre sus dedos—. ¿Qué ha hecho esta vez tu amada? ¿Qué bolsa de papel te ha puesto en esta ocasión en la cabeza?

Expiró el tratado de no agresión. Se acabó, definitivamente, la cautela por su parte. En realidad, no le puedo ocultar nada, nunca he podido desde que me sacó de mi soledad aquel día en el faro con aquella pregunta acerca de mis sentimientos por Elisa. Cuando Val extiende la mano para llevarte a ella, te quedas en ella. Te sientes amada, pero también expuesta hasta en lo más íntimo. No es una maldición, es suerte, pese a que, a veces, el leal hostigamiento te coloque en el límite.

—¿O esta vez te ha escondido en el armario de las escobas? —insiste.

—¿Qué te hace pensar que pasa algo? —me defiendo débilmente.

—Porque has vuelto de la submeseta de las narices como si hubieras hecho horas extras trabajando de felpudo.

Miro a Nacho, pero él, cómplice, alza una interrogadora ceja, al tiempo que asiente con la cabeza.

“Hemos bebido, te hemos cantado cumpleaños feliz, te queremos”, parece decir. “Ahora es tiempo ya de que nos lo cuentes, porque la fachada no funciona”. Tienen razón, los dos. Tiene razón, Val, en romper la tregua. Hasta yo misma me doy cuenta del grado de esfuerzo que debo hacer para mantener la fachada. Lo cansada que estoy de fingir delante de ellos. Pero todavía no doy mi brazo a torcer.

Dibujo una espiral con el dedo en la humedad dejada por los vasos sobre la desgastada superficie de madera de la mesa, resistiéndome. Todavía entonces sentía que debía defenderla, defender los desplantes de Elisa. Eran cinco años ya; cinco desesperados años desde aquella declaración en el faro. Siempre pensé que el tiempo obraría el cambio en ella, que solo necesitábamos un poco más de tiempo, un pasito cada vez. Estaba en lo cierto en la intención, pero no en la dirección. Elisa cada vez se enredaba más en la asfixiante trampa de la normalidad, arrastrada como por un canto de sirena a una vida fraudulenta. Yo era la náufraga que se aferraba a los restos de su amor, confiando en avistar tierra, aunque fuese una islucha perdida en el mar. Me habría conformado con un solitario cocotero, una única especie autóctona, un poco de paz.

Jamás tendría que haberlo consentido.

Desde hacía unos meses sentía como una prórroga todo lo que Elisa me daba. Aquello tendría que haber acabado allí, en ese momento; mucho antes. Cuando se llega a los restos, es mejor marcharse guardando algo de la dignidad que precisarás para levantarte de nuevo. Los dos años siguientes, hasta nuestra ruptura a los veinticinco, solo sirvieron para hacerlo más doloroso. Creo que Elisa no tenía el valor suficiente para acabar aquello, para decir “No puedo más”. Más tarde pensé que la culpa había sido mía, por no hacerlo yo, por no dejarla marchar, por no decirle “Quédate con el barco, es tu rumbo, no el mío” y saltar por la borda. Pensé que la culpa había sido mía, por insistir, por creer en el amor. Por creer que él la llevaría a la orilla deseada.

—¿Nuria? —pregunta Val, con ese tono que implica que no hay escapatoria.

—Está saliendo con un compañero de carrera.

Digo. Lo suelto. Lo expulso. Lo escupo. Lo tiro a la calle, a ver si lo pisotean mil caballos, un millón de búfalos, un trillón de elefantes enfurecidos. Estoy avergonzada, avergonzada de mí misma, por haber permitido que Elisa me haga esto, por haber llegado a justificarlo, por convencerme, como reo sin pruebas, de que la pena capital era la que me merecía.

—Lo habéis dejado —pero el tono de Val no es interrogante, sino admonitorio, porque creo que lo sospecha. Sospecha que me he dejado la dignidad en algún momento de esos cinco años y que no he vuelto sobre mis pasos para recuperarla—. Dime que lo habéis hecho —me advierte.

Nacho coloca su mano sobre la de Valeria, a modo de advertencia. Ella le mira durante un instante y asiente al final. Eso era lo extraordinario en ellos. Se sabían, se reconocían, eran uno en dos.

Val se levanta, Nacho paga las consumiciones, nos vamos del local. Me llevan a su casa, Val me sienta en el sofá. Nacho me hace un té y se sientan cada uno a un lado, flanqueándome, custodiándome, guardándome. Si me derramo, si me rompo, ellos estarán allí para contener la riada.

—¿Qué es esta vez, Nuria? —me pregunta Val.

Me encojo, me hago pequeñita. Nacho remueve el té para que el azúcar se disuelva. Por una vez, Val no se enciende un cigarrillo.

—Le llegó un rumor —musito—. Alguien estaba hablando de ella, de ella y de mí. Pasamos demasiado tiempo juntas y ella nunca ha salido con ningún chico durante estos años.

—¿Qué coño le pasa a la gente, joder? —Exclama Val—. ¡Estamos en los noventa, por Dios!

—Me dijo que solo sería una fachada, como lo de Alberto, que solo sería hasta que acabara la carrera y saliera de la universidad. Para callar bocas.

—Con Alberto se acostó, Nuria —dice Val sin un atisbo de piedad. Siempre se empeñó en hacerme mayor, adulta y consecuente—. Lo sabes, ¿verdad?

—Nunca hemos hablado de ello —eludo la cuestión, como siempre he hecho.

—Y ahora no se trata de un crío barbilampiño —continúa, para mi mayor mortificación—. Un hombre con necesidades.

—¡Cállate, Val!

Pese a mi reacción, ella tiene razón, toda la razón. La tiene ahora y la tuvo el año pasado diciéndome lo que me dijo. Pero todavía me resisto. Val, insistente, no me da tregua.

—Dime que ese tío es también maricón y se están salvando mutuamente el trasero y, sobre todo — hace una pausa para asegurarse toda mi atención—, dime que no te duele.

Val, como siempre, es certera. No solo me duele, me destruye, me socava, me hace convertirme en otra. Ha sido, es, un argumento constante entre Elisa y yo estos años. El ceder, el miedo, las consecuencias. Mis celos. Cada hombre que ha entrado mínimamente en su órbita, yo lo he convertido en un aviso escarlata, en un peligro. Las palabras de Valeria las hice mías también.

“¿Cuál de los dos ha sido la prueba, Nuria? ¿Tú o él?”. Ellos o yo. Al principio traté de domar los celos, engatusarlos con la golosina de la fuerza de nuestros sentimientos, con la resignada razón del imperativo de la apariencia. No pasa nada, me calmaba a mí misma. No pasa nada, Nuria. Elisa te quiere. Me reprochaba mis celos injustificados, temía asfixiarla con ellos, alejarla. Los primeros años le di todo el espacio que parecía necesitar, esos flirteos inocentes, teatrales, que precisaba para seguir balanceándose en la cuerda. A pesar de que sus salidas a fiestas en las que yo no tenía cabida me dejaban oscura y flagelante. ¿Con quién estará, a quién conocerá, a quién sonreirá? , pensaba, en una espiral de autocompasión que solo culminaba cuando Elisa regresaba a casa, conmigo, una vez más. No supe darme cuenta de cómo aquello me estaba royendo por dentro, pudriéndome. Cómo hizo de mí la mujer seca que sería. Cómo esa mujer guardó todo aquello de forma pueril para arrojárselo a la cara a esa Elisa muchos años después en lo alto de un acantilado.

Val toma aire, coge mi mano.

—No aceptes algo así, Nuria, no lo hagas. Sea lo que sea lo que te haya dicho, no está bien. No solo por ti o por ese tío. Por ella. Debe aceptarse o acabará desquiciada y te llevará a ti por delante.

Ya lo está haciendo —añade, de un modo más belicoso—. Sabes lo que pienso, te lo dije desde el primer día. No quiero que te hunda con ella. Lo que está haciendo solo puede traer consigo que caigáis en una espiral autodestructiva. Sé que no quieres oírlo, pero si vuestra relación se va a convertir en un remolino, en arenas movedizas, aléjate de ella antes de que te trague. Nur, te lo digo en serio. No quiero verte perdiendo más tiempo detrás de un imposible. Entiendo que la ames, pero tú debes aprender a amarte a ti por encima de ese amor.

La miro, cae la primera lágrima. ¿Qué hago? Soy una adicta. Haga lo que me haga esa droga, vuelvo siempre a ella. Sé que Elisa me quiere, tiene que quererme, porque si no, no sé qué han sido estos años. No pueden haber sido una pérdida, no puedo aceptarlo.

Elisa me quiere.

¿Verdad?

 

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