2011

—Nuria, por favor.

Elisa me llama. Su voz está cargada de angustia. No quiero obedecer a esa llamada. Corre detrás de mí y me alcanza. Hace que me gire.

—¿Ya está? —Pregunta—. ¿Esto es todo?

Me alzo de hombros con fingida indolencia. No, no lo es, pienso. Pero ella no tiene por qué saberlo. Intento dotar a mi voz de un tono neutro.

—Te he dicho que te he perdonando, ¿no es a eso a lo que has venido?

Mi respuesta parece frustrarla. Hace un gesto de contrariedad que no oculta, una chispa de algo parecido a la desilusión brilla en su mirada. Parece querer decir algo, pero calla. Me mira ahora confusa y yo frunzo el ceño. ¿Qué esperaba? ¿Qué más necesita?

—Yo permití que me hicieras aquello, Elisa, soy tan culpable como tú —digo—. He tenido que volver a verte para darme cuenta, para liberarme de ello de una vez. Creía que jamás podría perdonarte, pero yo también tuve la culpa. Solo tendría que haberme ido. Ya está. Dejarte, y se habría acabado.

Me coge del brazo. Tiembla.

—Nuria.

—¿Qué?