25

Estoy en el acantilado. Llueve. Es una tormenta eficaz, concienzuda. Una persistente cortina de agua empapa la tierra, desdibuja el día, agita el mar, vela la luz.

Han pasado tres semanas desde la muerte de Val y sigo buscándola. Vengo cada día aquí, esperando encontrarla sentada en el filo de las rocas, con los tobillos cruzados, fumando, sonriendo.

Esperando que me mire y me diga “¿Qué coño voy a estar muerta, Nur? No seas tonta, anda, yo nunca te haría eso”.

Val, un día más, no está. Siento arcadas. No como ni duermo con normalidad desde lo que pasó, solo hay tranquilizantes en mi estómago. Pastillas y nada. Dolor. Un vacío absoluto. La tarde, moribunda y abrumada por la violencia de la tormenta, languidece. La luz del faro acaricia el mar impasible y constante, como lo haría un amo perezoso con el lomo de un animal.

—Nuria.

—¿Val?

Me giro hacia esa voz tan conocida, el corazón me da un vuelco. Val se acerca a mí.

—Nuria —repite Elisa.

El hechizo se rompe. No siento nada. Estoy entumecida. Hace casi un año que no veo a Elisa. Se ha casado. Está aquí.

—Nure —me llama por tercera vez.

Le doy la espalda, tal vez se evapore, se disuelva bajo la lluvia, se haga nada. Me acerco al borde del acantilado. Ella se coloca a mi lado. Sé que me está mirando, pero yo solo veo el mar estrellándose contra las rocas. Tal vez teme que haga una locura, porque se adelanta y se acerca más a mí. Supongo que piensa que podría detenerme en caso de querer saltar. Qué absurdo. Recuerdo que una vez lo pensé, pensé que si daba un paso en el vacío, echaría a volar. Fue el día que ella me besó, allí mismo, y me dijo que me quería.

Permanecemos así una eternidad. Ella, en una inquieta vigilia; yo, no lo sé. No sé siquiera quién soy. Me doy la vuelta, me aparto del borde, me voy a la torre, testigo mudo del paso del tiempo. Tal vez Val esté allí. Elisa me sigue en silencio. Es testaruda, se niega a disolverse bajo el agua. El mechero con el dibujo de Naranjito, oxidado, metido en una grieta de la base de una aspillera y tapado con una piedra. Lo dejó Val allí años atrás. “Para joderle la clase magistral al historiador de turno”, dijo. Lo encierro en mi mano, lo guardo en un bolsillo. Apoyo la frente empapada en la piedra húmeda. Pienso en Val, pienso en Val, pienso en Val. A Elisa no le da tiempo a reaccionar. Empiezo a golpear como una loca los muros de mampostería. Con los puños, las palmas de las manos, a puntapiés. Me levanto la piel de los nudillos, los filos de la piedra quebrada me arañan, el dolor serpentea desde mis extremidades hasta el resto de mi cuerpo, pero no es mi carne lo que me duele.

No sé contra qué estoy haciendo esto.

—¡Nuria! —grita Elisa, intentando detenerme.

Me revuelvo, la aparto de un empujón. Me encaro con ella. Elisa no se ha hecho nada, así que tendrá que serlo todo. Empiezo a vociferar como una demente. La insulto a ella, al mundo, he perdido los estribos. Si Elisa fuera la vida, la aniquilaría sin dudar en ese instante. Que el mundo se haga nada y vuelva a empezar. Que regrese justo, limpio, luminoso. Grito incoherencias. Me alejo de ella.

Elisa me sigue con la mirada, me detengo. Miro a mi alrededor, extrañada. Por un instante, no sé dónde estoy. El día ha muerto. La miro. Dos círculos opacos sombrean su mirada. No sé qué hace aquí, si ya me había dejado atrás. Rememoro la angustia de saberla enferma, el modo en cómo me trató el hombre con el que después decidió casarse. Tras el violento encontronazo con José María intenté por todos los medios ver a Elisa en la clínica, pero me negaron el acceso una y otra vez.

Esperé como una paria metida en el coche, dormí incluso en él, hasta que dos días más tarde averigüé que ya se había ido, que José María se la había llevado discretamente, utilizando otra salida. Fui al piso de Elisa, pero no estaba allí y su compañera me dijo que se habían pasado a recoger sus cosas. Llamé al número de José María con insistencia, pero en la única ocasión que me contestaron me dijeron que los dos estaban fuera de Madrid, no iban a decirme dónde. Me planté en la casa de José María, pero nadie respondió a mis preguntas y tampoco aparecieron por allí ninguno de los dos.

No sabía dónde más buscarla. Regresé a casa, exhausta, preocupada. Tres días después recibí una llamada de Elisa. Con voz apagada me decía que estaba bien, que no me preocupara. Que era feliz.

Que no intentara volver a verla.

Una llamada de medio minuto, eso es lo último que me dio Elisa. Y ahora, casi un año después, está aquí.

—¿Y tu marido? —pregunto con brusquedad.

Ella hace caso omiso a mi pregunta.

—Habría querido venir al entierro de Val. Lo siento muchísimo, Nuria. No lo supe hasta hace dos días, José me lo había ocultado. Dijo que había sido por mi bien. He estado enferma, Nure —termina con voz débil.

—Val era mía, no tuya.

—Lo sé.

No sé por qué he dicho eso. Ella me habla como lo haría un médico ante un perturbado. Nos miramos durante una eternidad. El agua de lluvia resbala por nuestra piel, empapa nuestras ropas. Me palpitan las manos de dolor.

—¿Qué quieres, Elisa?

—Quería verte, ver cómo estás. Sé cómo tienes que sentirte y…

—No sabes nada. No sé qué haces aquí. Dejaste bien claro que no debía volver a verte, ¿no?

Ella hace un gesto de dolor.

—No era yo, Nuria, no estaba bien. No sabía qué estaba haciendo. Estaba muy presionada, y enferma.

Callo. Ella me mira angustiada.

—Nunca he querido hacerte daño —musita.

—Me has hecho daño desde el día que te conocí, pero también ha sido culpa mía, así que no te preocupes.

—No quiero que peleemos, Nure, por favor. No estoy aquí para eso.

—Tú nunca has estado realmente aquí —ambas sabemos que no me refiero a ningún lugar físico.

—Lo siento, Nuria, lo siento tanto —avanza un paso hacia mí.

—No te acerques, Elisa —le advierto.

Se detiene. Me observa. Hay impotencia en su expresión, y algo más.

—No puedo vivir sin ti —dice. Su tono es el mismo de quien acepta, resignado, una condena—.

Lo he intentado, todo este tiempo. Dejarte ir, te juro que lo he intentado. He estado enferma, Nuria.

Depresión, dijeron. Pero yo sabía qué era. He estado enferma por ti. Enferma por tu ausencia.

Sus palabras me alteran. La señalo con el dedo. Tengo la piel de los nudillos levantada. La lluvia recrudece su presencia, resbala por mi brazo, mi mano, se mezcla con mi sangre. Cae en cascada al suelo, corre en riachuelos hacia Elisa, la toca.

—¿Soy yo la que te empujó a intoxicarte? —Grito—. ¿La culpa es mía? ¿Soy culpable de que me ames, de que te enredes en una mentira, de que te asfixies en tu propia trampa? ¿De que hayas hecho de tu vida y la mía una frustración?

—No, no —balbucea. De su mirada brotan lamentos, pero no puedo ver sus lágrimas. Se confunden con la lluvia que nos arrasa a ambas.

—¿Por qué no acabas con todo eso, Elisa? ¡Sal de ese círculo de una vez!

—¡No puedo! —grita.

Un rayo parte la oscuridad, pero su luz es efímera. Su estruendo hace que ambas nos estremezcamos, yo lo siento dentro de mí, me convierto en él. Salvo la distancia que nos separa, la empujo contra el muro, no ofrece resistencia, solo me mira. La beso. La beso desde la oscuridad que hay en mí y ella lo acepta. La beso airada, atormentada, sin delicadeza ni ternura. Todo mi cuerpo ha vuelto a vincularse al suyo. Ha sido instantáneo. Busco su cuerpo, sin tregua, ella se abre a mí. Sujeta mi cara entre sus manos, quiere verme los ojos, pero se los niego, no pienso darle mi mirada. Hay un animal herido dentro de mí que está haciendo esto. La sujeto contra la pared, mi mano baja hasta su sexo. Entierra su cara en mi cuello, completamente entregada. No quiero hacer esto, no quiero hacer esto, no quiero hacer esto. Me aparto, le doy la espalda, grito, impotente, encolerizada. Elisa me sujeta, me gira, me besa. Creo que hay otro animal herido dentro de ella. Nunca la había sentido tan desesperada, tan abandonada, tan agresiva. Es ahora ella la que me empuja contra la pared y me retiene, me busca, me toca. Es ella la que muerde mis labios hasta hacerlos sangrar, la que hunde sus dedos en mí y la que me lleva al delirio. Sus labios perfilan las palabras “Te quiero”, las susurra con desesperación, enterrada en mi cuello. Pero sé que esto no puede ser amor, sino la consecuencia de su deformación. Hemos deformado el amor para adaptarlo a nuestro miedo y él se ha vengado. Me derrumbo en sus brazos y ella me acuna, empieza a llorar en silencio. La empujo de nuevo para apartarla, me alejo. Ella retiene mi brazo. Hay súplica en su mirada, lágrimas en sus ojos, y también un halo de fatalismo impregnándola de pies a cabeza, que no sé cómo interpretar.

—Te quiero, Nuria.

Sus palabras me nombran, me hacen visible. Soy Nuria. Elisa me quiere. Es ahora o nunca lo será.

—Entonces ven a mí, Elisa —digo—. Por completo.

Su mirada es atormentada ahora.

—Estoy embarazada —susurra.

La noticia es un mazazo. Elisa siempre ha vivido anclada, por su familia, por las apariencias, por el miedo. Un hijo. Soy yo la que se hace nada. No seré suficiente.

—¿A qué has venido entonces, Elisa? —pregunto con un hilo de voz.

Ella se remueve, inquieta.

—¿No puedes entenderlo? ¿Comprenderme?

—Lo he hecho todo este tiempo, Elisa, ¿no te has dado cuenta? He estado tan pendiente de ti, por ti, que he acabado por no comprenderme a mí misma.

—Podríamos… —vacila—. Podríamos seguir viéndonos, Nure. Tal vez…

—¿Como amigas? ¿Así, sin más?

Me mira, algo brilla en su mirada. Por su bien, quiero recordar que fue vergüenza lo que vi en sus ojos antes de decir lo que dijo a continuación, pero creo que solo había una atormentada esperanza: —Podemos ser algo más, esto no tiene por qué acabar así.

La miro, atónita. ¿Está sugiriendo lo que temo que está sugiriendo? Se lo leo en los ojos. Elisa quema, así, su última nave conmigo. ¿Qué queda de la chica sensata, dulce e inteligente que me enamoró?, me pregunto, mientras el corazón se me encoge. ¿Es esto, Elisa, lo que quieres?

¿Degradar lo que fuimos hasta ese punto?

—¿Me pides que sea tu amante? —Por un instante, siento lástima de ella, de esta Elisa prisionera de su corazón y condenada por su miedo—. ¿Qué entiendes por amor, Elisa? —Pregunto con tristeza —. ¿Qué he estado entendiendo yo todos estos años? —me lamento.

Yo sería la otra, la que se esconde. Qué digo, nunca dejé de serlo. Su intención es el último golpe a las ruinas de mi amor por ella, lo convierte en escombros. Señalo el mar.

—Míralo, Elisa. Siempre estará ahí, es lo que queremos creer. Calmado, agitado, azul, gris.

Eterno. Pero hay mares que han muerto, Elisa, se han secado, se han convertido en eriales. No me pidas eso.

—Pero tú me pides que entre en ese mar y nade contracorriente —se lamenta.

—No —esbozo una sonrisa de derrota—. Te pido que camines sobre él —la cojo por los brazos —. Te vas a ahogar, Elisa, y no quiero que me arrastres contigo.

—No puedo, Nure, no puedo hacer lo que me pides —solloza.

La suelto.

—Yo tampoco —digo.

La dejo allí, bajo la tormenta.