1984

—Blanco —sentencia Valeria.

Elisa me mira de forma cómplice mientras enarca una ceja.

—Si vamos a tener un sofá blanco —le digo a mi impetuosa futura compañera de piso—, despídete del tiempo libre. Nos lo vamos a pasar limpiándolo, Val.

—Blanco, que pega muy bien con el azul del mar —insiste ella, moviendo sus manos en el aire.

Una pizca de ceniza cae revoloteando desde el cigarrillo a medio consumir entre sus dedos.

No puedo evitar sonreír. Sé que en su cabeza ya hay un sofá blanco en un salón luminoso con un gran ventanal abierto al mar. Valeria sueña. Elisa y yo tocamos tierra. Es curioso porque, de las tres, Valeria era la que más razones tenía para no despegarse de la tierra. Sin embargo, sobrevivió soñando.

—Val, míranos —dice Elisa, más práctica—. Cuando nos independicemos no tendremos dónde caernos muertas. Si conseguimos un piso que se caiga a trozos en el peor barrio de la ciudad, ya puedes darte con un canto en los dientes. Olvídate de las vistas al mar.

Pese a su sombrío augurio, Elisa ríe. Tenemos dieciséis años. Estamos en el faro, tumbadas boca arriba. Mi cabeza se apoya sobre sus piernas. Su risa reverbera en mí. La risa de Elisa rompe las costuras de mi espíritu. Hace que mi cuerpo se olvide de fronteras. Haría un pacto con el diablo para asegurarme su risa por toda la eternidad. Haría un pacto con quien fuera para tener el valor de hacerlo de una vez.

—¿Por qué no se lo dices? —me pregunta Valeria a solas una tarde en ese mismo faro, semanas atrás.

—Decirle, ¿el qué? ¿A quién?

Habíamos estado hablando vagamente de proyectos, de qué haríamos, de qué seríamos, de la última cinta de Leño que se había comprado de segunda mano y de la forma de las nubes que cruzaban sobre nosotras. “Una cabaña”, había dicho yo ante una panzuda nube rematada en pico, y entonces ella había hecho su pregunta.

Los caminos de la mente de Valeria eran inescrutables. O, tal vez, fuesen los míos demasiado evidentes. Valeria me miró con arrogancia. Me miró, diciendo “Hasta aquí hemos llegado, guapa”.

—Que te mueres de amor —hace un gesto remarcando lo evidente de sus palabras, una larga pausa y remata, mirándome a los ojos con fijeza—: A ella.

Me sonrojo hasta la raíz, el corazón me da un vuelco. “A” no es ningún problema, no crea conflicto; “Ella” es lo que acaba de sacudirme hasta los cimientos, lo que me hace temblar. Val acaba de quitar de un tirón la sábana que me cubre, bajo la cual me escondo, enciendo una linterna y finjo los cuentos imposibles que me hacen soñar.

—¿De qué estás hablando? —tartamudeo.

—Joder, Nur… —dice, sonriendo.

Mi corazón late de forma apresurada. Val ha decidido que hasta aquí hemos llegado. Val es una chica de palabra. Sé, pese a mi aturdimiento y nerviosismo, que ella, y solo ella, era la única que podía y debía hacerme esa pregunta.

—Dos años, Nuria —dice.

—Dos años, ¿qué?

—Dos años hace que lo intuyo y me callo. Soy una chica paciente, para que luego digas.

—Val… —trago saliva, congestionada.

—Nur —dice ella, seria, colocando su mano sobre mi rodilla—. No pasa nada. Soy tu amiga. Te quiero. Las personas que se quieren no se hacen daño. Dímelo. Te lo podría decir yo, pero quiero que lo hagas tú, quiero que mañana recuerdes este día y pienses “Lo hice”.

No puedo. Quiero hacerlo. No puedo. “Las personas que se quieren no se hacen daño”. Díselo, me dice una voz dentro de mí, la que nunca ha estado conforme con la sábana sobre mi cabeza. Díselo, díselo.

No puedo.

—Tú no sabes cómo es esto —digo, angustiada.

—No, no lo sé. Cuéntamelo.

Así de fácil. Miles de días bajo la sombra del silencio, reclamados en voz alta. ¿Cómo contarle, cómo decirle, cómo explicarle? El miedo, la ilusión, la autorrepresión, el éxtasis, la vergüenza. Años asomada a la esquina de la calle, sin atreverme a circular libremente por ella. Cuando entré en el instituto destruí el diario personal que había llevado desde los diez años. La niña de camisa blanca y pantalón de pana fue la primera, nunca la última. Niñas a las que adorar, niñas con las que soñar. Y

siempre, siempre, esos renglones autocensores: “Pero solo quiero ser su amiga”. Mentira. Cobardía.

Ignorancia. Amputación. Alejandro podía pedirle de salir a Beatriz, pero Nuria no podía hacer lo mismo con Carla. Alejandro podía llevar a Beatriz a los recreativos y pasear por la plaza, pero Nuria no.

Migajas. Es con lo que me conformé durante aquellos años de abrumada infancia y adolescencia.

Y, ahora, Val quiere que lo diga en voz alta, que me siente a la mesa con los demás, que asome la cabeza. Escondo la mirada. No puedo. Quiero hacerlo. ¿Por qué cuesta tanto?

—Perdona, Nuria —dice Valeria de repente, llevándose una mano al pecho—. Perdona, perdóname. ¿Cómo puedo pedirte eso si yo no…? —Hace un gesto de contrariedad—. Lo he hecho mal —se recrimina.

Se inclina hacia mí, su voz adquiere un tono confidencial. Me obliga a mirarla colocando un dedo bajo mi barbilla.

—Nuria, eres mi amiga y confío en ti. Sé que me quieres, como yo te quiero a ti. Por eso voy a decirte esto, y espero que lo aceptes, que me aceptes a mí con ello —hace una pausa, coge aire, su voz se convierte en un susurro casi solemne—: Me gustan los chicos, tía, no lo puedo evitar.

La miro, perpleja. La risa y la expectación, a partes iguales, se mezclan en sus ojos, en las pequeñas arrugas que se forman en las comisuras de sus labios. Espera mi reacción. ¿Y todo porque he dicho cabaña? , pienso, de modo incoherente. Pero es entonces cuando sé que todo está bien, que no hay nada malo en ello, que puedo decirlo en voz alta.

El día que Val me hizo aquella pregunta, se acabó la soledad para mí.

—¿Se lo vas a decir? ¿Que estás coladita por ella?

Expulso el aire con lentitud, incómoda.

—¿Cómo lo has sabido? —pregunto.

—¿Cómo podía no saberlo?

Un repunte de pánico me atenaza y vuelvo a sonrojarme con violencia.

—¿Tanto se me nota? ¿Crees que ella también se habrá dado cuenta? ¿Y los demás? ¿Crees que los demás también? Joder, Val, me muero de vergüenza si…

Valeria levanta una mano para acallarme.

—Para o reventarás, Nur. No, nadie se ha dado cuenta, y ella menos. Yo lo sé porque soy la mejor amiga que tienes en el mundo y saqué matrícula en eso de la intuición femenina. Tranquilízate. Ahora lo que importa es qué piensas hacer respecto a lo que sientes por ella. ¿Se lo vas a decir?

—¿Estás loca? —replico, repentinamente nerviosa y asustada. ¿Si repito mil veces “cabaña, cabaña, cabaña” me calmaré y todo estará bien?—. No sabes lo que dices, Val.

Jugueteo nerviosa con su cajetilla de tabaco mientras pierdo la mirada en el mar. La brisa que azota mi rostro trae ese mar con ella y se mezcla con la fragancia del tomillo. Estamos en lo alto del acantilado que domina el cabo, cerca de las ruinas restauradas de la antigua torre vigía. El faro queda a la izquierda. Emerge, blanco y plata, impertérrito, sobre la tierra semiárida, dominando la bahía, lamiendo cada día el mar con su haz de luz. Frente a nosotras, ese mar, envolviendo glotón a la pequeña isla salpicada de islotes que emergen quebrando la plana superficie verdiazul. Este acantilado, este mar, es nuestro refugio. Toda mi adolescencia lo tiene a él como mudo testigo. En esta época aún no se ha colocado la valla de madera que limitará el acceso a la cornisa, podemos sentarnos cerca de ella y sentir el atolondrado vértigo del vacío bajo nuestros pies. Solemos ir hasta allí con la Vespino de Val. La larga carretera de acceso, una recta interminable, como una lengua gris que parte en dos la tierra moteada de pinos y mimosas. La cadena herrumbrosa que marca el límite.

Caminamos hasta uno de los extremos más alejados, junto a la antigua torre, lejos de paseantes ocasionales y turistas de piel enrojecida. Allí podemos tener la ilusión de ser las únicas personas del mundo, aisladas como la diminuta isla que se otea desde la cima. Nuestro refugio. A los dieciséis, eso puede llegar a ser suficiente para nosotras. Incluso para Val. Sobre todo para Val.

Val, que fuma a escondidas, se acuesta con Nacho, escucha una y otra vez las cintas de Leño en el radiocasete y se autoproclama rebelde. “A la vida hay que contestarle bien alto”, dice siempre.

Tardé tiempo en aprender que a la vida también había que responderle antes de que te hiciera las preguntas. Pero para cuando lo hice, Elisa ya no estaba.

Val quiere que le diga a Elisa que me muero por ella. Val no sabe lo que dice.

—Y tú no sabes lo que haces —replica ella, expulsando una voluta de humo que se enreda como un velo sobre su mirada.

Era muy pecosa, pelirroja, con un pelo soberbiamente escandaloso que se inflamaba en torno a su rostro de un modo descuidado; piernas como alambre, flacucha, nerviosa. Soñadora. Su padre la mató cuando apenas había cumplido veinticinco años, cuando se interpuso por última vez entre él y la madre que se había pasado toda una vida maltratando. Antes no era como ahora. No había un número de teléfono paseándose por los programas de televisión, ni esta conciencia colectiva. Aun así, hoy también podría haber acabado muerta, lo sé. Pero no quiero pensar en ello, no quiero pensar en Valeria muerta. Valeria siempre vive en mí, de un modo u otro. Llevo su nombre tatuado en mi piel del mismo modo que la llevo a ella en mi corazón, en lo que soy. La sueño, la recuerdo, la revivo.

Aquel día, en el faro.

—¿Por qué dices eso? —le pregunto.

Me sonríe con picardía, sus ojos verdes velados por la nube de humo.

—Porque como no te decidas, me la voy a tirar yo.

Ni siquiera estoy segura de que empleara esas mismas palabras, de que en aquella época se usara esa expresión, pero vienen a reflejar a la perfección lo que dijo. Valeria siempre por delante, siempre un paso más allá. Era la lanzada, la deslenguada, la que parecía saberlo todo. Teníamos dieciséis años. Yo intuía su vida maltrecha, su miedo, su incertidumbre, pero nunca quiso hablar de ello. La única vez que lo intenté, me dijo: “Déjame sobrevivir a mi modo”. Podría haber sido una excelente escritora, pintora, directora de cine, un ser básicamente creativo. Nunca estaba estrictamente aquí, Valeria se pasaba gran parte de su vida en su mundo interior. “De dentro de mi cabeza, de ahí soy yo”, solía decir. Devoraba la vida, se la tragaba a dentelladas, un ser que miraba hacia fuera desde dentro de sí. Nunca la comprendí del todo, no me dio tiempo, me limité a quererla fielmente, con una devota amistad en la que le pedía en silencio perdón por no poder, por no saber, por no hacer.

Teníamos dieciséis años.

—Joder, Val —protesto, abochornada e inquieta ante la conversación que sabía estaba por venir.

—Exactamente, jo-der —deletrea—. ¿No sabrías cómo hacerlo? Puedo darte lecciones básicas.

Nacho tiene unas revistas buenísimas.

Nacho era la excepción a la regla, así lo llamaba ella. Éramos las tres mosqueteras y Nacho (“El macho”, como ella siempre apostillaba). Nacho era un vecino suyo, al que conocía desde crío.

Valeria decía que Elisa y yo éramos su Ying y Nacho su Yang. Era por Nacho que Valeria aprendía ciertas cosas que después se ofrecía a compartir con nosotras de forma gráfica y concienzuda. Por aquella época hacía un año que se acostaba con él.

—Os lo digo, chicas, he aprendido de forma muy dolorosa lo que significa la estrechez —se reía el día que nos contó cómo fue la primera vez que se acostaron—. “Dime por dónde la meto, Valeria, o cógela tú y te la metes” —aullaba de risa, contándonos con pelos y señales los pormenores.

Yo enrojecía con sus batallitas, mientras Elisa se limitaba a asentir con benevolencia a todos sus disparates. La tonta, la sensata y la pirada, creo que así habríamos pasado a la eternidad, de no ser porque todo terminó brutalmente y lo que un día fuimos se diluyó en una marea de dolor y negación.

Sigo visitando a Nacho en la cárcel. Intentando que no se pierda, que piense en el mañana. Cuando nos vemos, lo primero que hacemos es mostrar nuestros brazos. Él gira su antebrazo izquierdo y yo el mío. Las letras tatuadas caminan sobre nuestra piel de forma idéntica, se desparraman sobre ella nombrándola en silencio. Valeria.

Nacho mató a su padre.

Catorce años después del asesinato de Valeria y su madre, la ley dictaminó que el autor de tan abominable acto podía salir libre. Nacho le esperó a la salida. Ese hombre tuvo, exactamente, cuarenta y cinco minutos de libertad. Catorce años y cuarenta y cinco minutos más de vida que Valeria y su madre.

Nunca hablamos de ello.

Tengo miedo. Pero no de él, no de este Nacho asesino. Tengo miedo de no tenerle miedo. Tengo miedo de mí. De encontrar, en el fondo de lo que soy, la conformidad con lo que hizo.

Tras aquello, Nacho se entregó y se apartó voluntariamente de la vida, se encerró en una doble cárcel. Y en ellas sigue. Dice que no le importa lo que hay fuera, puesto que ella ya no está allí. Al principio me preocupaba que pudiera quitarse la vida, pero creo que Nacho tiene miedo de que la muerte le quite a Valeria. “No me fío de la muerte, Nuria”, me dijo un día. “¿Y si no hay nada? Al menos, aquí, sueño con ella”.

Nacho, Valeria, son también parte de las batallas que propiciaron mi cambio. En su momento no supe ver la pasión que los unía, el indisoluble sentimiento que selló sus corazones, una para el otro, el otro para la una. ¿Cómo adivinar tras el desparpajo y la ligereza de Valeria semejante profundidad? Valeria, ahora lo sé, nunca lo permitió, tampoco esa parte, porque abrir la puerta, aunque hubiera sido tan solo un poquito, habría conllevado ver otras cosas. Y ella no lo deseaba.

“Déjame sobrevivir a mi modo”. Es lo que me pidió.

Todo lo que yo pueda lamentar ya por todo aquello es inútil.

A Nacho le gusta que le lleve la marca de cigarrillos de Val.