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—No voy a hacerlo —insisto, terca como una mula.
Val me ha abrazado, me ha hecho reír, pero siento miedo. Pánico, en realidad. Y vergüenza, mucha. Y culpabilidad. No he hecho nada, pero siento miedo, vergüenza y culpa. Algo va muy mal en el mundo si una chica de dieciséis años se siente así tan solo por amar.
—¿Cuántas vidas crees que tienes? —pregunta Valeria.
Sabía que no iba a tardar mucho en decirlo. Era su lema. “Solo tienes una vida y, mientras lo que hagas no joda la vida de otro, vívela a tu manera”. Val había llegado antes que nadie a caminos que desembocaban en encrucijadas y regresado de ellos para mostrárnoslos a los demás. Era muy madura para su edad. Ya lo era, desde mucho antes. Teníamos nueve años cuando nos conocimos, en el colegio. Yo estaba sentada en mi pupitre, ella era nueva. Entró en el aula con paso seguro y se dirigió hacia mí tras echar una breve mirada a su alrededor. Se sentó a mi lado, yo dibujaba algo en una libreta, probablemente un monigote zarrapastroso. Ella lo miró por encima de mi hombro y me dijo: “Dibujas muy bien”.
Yo dibujaba muy bien y ella tenía un noviete que se llamaba Ignacio. En Octavo pasó a llamarlo Nacho, “porque sonaba más guay”. Tendrían que haber estado toda la vida juntos. Conozco casos así, parejas que se conocieron de pequeños y hoy día, toda una vida después, siguen juntas. Nacho y Val, no. Aunque no estoy muy segura de que no sea esa la realidad paralela de Nacho. Creo que él sí sigue su historia de amor con Val. Por encima de la muerte. De todas las muertes.
Tendría que haberlo sospechado, pero cómo sospechar algo así. Tras la muerte de Val, durante los catorce años siguientes, Nacho no salió con nadie más. No hizo el menor esfuerzo por conocer a ninguna otra mujer. ¿Por qué no lo vi? Tampoco supe ver en él la profundidad. Nacho era el chico tranquilo, inalterable, callado hasta rozar el apocamiento. A veces le tomaba el pelo llamándole Señor Ignacio y él sonreía. Tenía el pelo rubio, largo y desgreñado. Alto y desgarbado, sus movimientos parecían los de un bailarín, fluidos y suaves. Amaba, por encima de todo, a Val. Por encima de todo.
¿Lo sabía? ¿Nacho lo sabía?
Tampoco hablamos nunca de ello. Nunca, durante todos estos años, le he preguntado si sabía lo que pasaba en casa de Valeria. Temo hacerle daño o que lo interprete como un reproche. Temo, también, que la pregunta se revuelva contra mí, me abofetee como me merezco. Soy seca, tajante y cobarde.
Así, ambos callamos.
Sin embargo, él se la llevó de allí. La tonta, la sensata y la pirada nunca llegaron a tener un sofá blanco con el que perder horas y horas limpiando, fueron Nacho y Val los que se fueron a vivir juntos en cuanto cumplieron los dieciocho. Él trabajaba desde los catorce en el taller de su padre y, como buen sensato, ahorró hasta la última peseta. Lo de nosotras era una utopía adolescente; lo de ellos, un proyecto de futuro.
—Pero mira que llegas a ser tonta, Nuria —me reprocha Val.
—¿Es que crees que es fácil?
—No. ¿Es que tiene que serlo?
—Déjame en paz.
—No es conmigo con quien tienes que cabrearte, Nur.
—No quiero hablar de eso.
—Pero nunca lo has intentado —dice Val.
—¿Intentarlo? ¿Qué crees que pasará? ¿Te gustaría a ti pasar por esa humillación? ¿Que te llamen marimacho?
—Nadie te va a decir eso, Nur. Le partiré la cara a quien sea, yo, la no-marimacho. O, mejor, llamaré a mi macho personal y que lo haga él —levanta las manos frente a mí—. ¡Pero si es que a nadie se le tendría que decir nada por algo así, joder! ¿Qué problema hay?
Hoy, muchos años después, con el espejismo de la plena igualdad legal alcanzada, el argumento sigue apareciendo en alguna que otra charla de café: “¿Qué os impide besaros con vuestra novia por la calle?”. “Muy fácil, muy bonito. Solo un beso”, dicen, resoplando, como si les hubiese planteado ir y volver a la luna en bicicleta. “¿Y después?”, replican. ¿Después? Nada, si no aparece el energúmeno de turno. Nada, si de repente no te has de ver expuesta al grito soez, al insulto, a la burla. Podrás tener la réplica justa a pie de labios y acabar yéndote con la cabeza bien alta, pero la única realidad es que tú, durante esos eternos segundos, te has visto sometida a la exposición pública, te han señalado con el dedo, has perdido. “Si no nos hacemos visibles, si no reivindicamos, si no somos valientes…”, digo. Y entonces aparece la vuelta de tuerca: “Solo tenemos una vida”, mientras se alzan de hombros, incómodas y huidizas. Lo que tendría que ser una máxima de libertad se convierte en una opresiva.
Solo tengo una vida.
—Nur, entiendo que tengas miedo —dice Val—, pero no puedes pasarte toda la vida así. Estás enamorada de Elisa, ¿verdad?
Pasan unos segundos. Mil años. Toda una vida, toda la que tengo hasta ese momento.
—Sí —susurro.
Lo he dicho. En voz alta. En lo alto de un acantilado, frente al mar, a mi mejor amiga. Solo he tardado ocho años desde que tengo uso de razón y corazón, desde aquella primera niña de pelo claro y camisa blanca que se quedó con ambos, que los recogió y me los devolvió en forma de vida. Me echo a llorar. Creo que es porque nunca se lo había dicho a nadie. Es la primera vez que hablo con alguien de lo que siento, de lo que siempre he llamado “mi gran secreto”. Val me mira orgullosa y yo pienso: Lo hice, para recordarlo, como ella me ha dicho, el día de mañana. Val vuelve a abrazarme, me envuelve, me mima, se hace barrera contra el mundo. Ella, que tendría que haber sido abrazada cada día, cada hora, cada segundo de su vida.
Hace unos años su fantasma regresó de un modo casi físico. Me crucé en un parque con una mujer que olía como ella, como Val. La mezcla del perfume que usaba unida a la del tabaco que fumaba. La cabeza me dio vueltas, estuve a punto de pedirle a esa desconocida que me abrazara. En su lugar, me dejé caer en un banco, rota como si acabaran de darme una paliza, arrasada. Val, su nombre se hizo eco en mí. Una brutal sensación de pérdida cruzó todo mi ser, como si acabara de suceder, al tiempo que sentí cómo todos los músculos de mi cuerpo se aflojaban, fragmentándome. La vida se estaba cobrando su tributo, tanto tiempo después. No lloré a Val cuando todo ocurrió. Apenas unas lágrimas mudas durante todas aquellas horas de agonía y estupor. El resto del tiempo, durante estos dieciocho años, he estado cabreada. Con la vida, que no le dio su oportunidad. Con una sociedad, un mundo, capaz de crear monstruos y víctimas en el seno de lo que debería ser un refugio. Con el machista asesino de su padre. Con su madre, por no haber abandonado a ese cabrón y propiciar que Val tuviera que defenderla. Conmigo, y mil veces conmigo, por echarle la culpa a esa pobre mujer.
Y mil veces, también, por no poder, por no saber, por no hacer.
Así que ese día, derrumbada sobre el banco de un parque, lloré mares por ella, por su madre, como si acabara de recibir la noticia, como si acabara de escuchar las palabras “Valeria ha muerto”.
Esta Valeria aún viva deja de abrazarme, me pasa su pañuelo. Se enciende un cigarrillo. Esconde el paquete en un hueco del muro de mampostería de la antigua torre que comparte acantilado con el moderno faro. Su madre no quiere que fume, su madre le dice en voz bajita que tiene que estudiar, hacerse una persona de provecho, salir de allí. No ser como ella. El mechero tiene estampado un dibujo de Naranjito.
—Pues ya has perdido dos años, guapa. Hay que ponerse al día —dice, resuelta.
—No voy a hacer nada, Val —replico, limpiándome las lágrimas.
—Y dale —se enfada. Como cuando en el colegio le decía que no iba a participar en el concurso de dibujo anual e insistía hasta que lo hacía. Pero esto no es un concurso. Es mi corazón, la vida que tengo que vivir todos los días. Es la cuerda floja y el precipicio bajo mis pies—. A ver si te crees que serías la primera a la que le dan calabazas —dice.
—No es por eso. Y no es lo mismo, lo sabes muy bien. ¡Me moriré de vergüenza!
—Hay que achuchar, Nuria, hay que achuchar, o te quedas en el camino.
—¿Y si reacciona mal? ¿Y si deja de hablarme? ¿Y si le doy asco? ¿Y si va contándolo por ahí?
¿Y si la pierdo como amiga? ¿Y si se burla?
Val me mira como si estuviera contemplando a una alucinada. Yo me muero de angustia.
—Joder, Nur, déjate de tanta empanada mental. Hazlo y lo sabrás.
—No, prefiero tenerla como amiga.
—Cobarde.
—Sí.