21
Recibo una llamada de Elisa. Han pasado meses desde que rompimos, desde que me dijo “Me caso con él”. No hemos mantenido ningún contacto personal desde entonces. Durante ese tiempo recibí dos cartas suyas. En la primera me decía que lo que había pasado era la única opción, que no podía seguir así, que lo superaríamos, que seríamos amigas. La rompí. La segunda era la invitación a su boda. La quemé.
Pensaba que había pasado página. El dolor seguía ahí, el anhelo, la desilusión, junto a la resignación.
La Elisa que me llama ese día está desesperada, su voz suena pastosa.
— Te quiero —dice, nada más escuchar mi voz.
Cierro los ojos. Soy una enferma en tratamiento, soy una adicta. Elisa es mi veneno. Cuelgo el teléfono. Vuelve a sonar.
— Nuria…
—Voy a colgar, Elisa.
— No lo hagas, por favor, Nure, por favor —arrastra las palabras al hablar.
—¿Estás bebida?
— Quiero que lo comprendas, Nuria, quiero contártelo, que me escuches.
—Voy a colgar —repito, siendo consciente de la estupidez de lo que digo. ¡Solo cuelga, maldita sea!, me exhorto.
Tan fácil, ¿verdad? Solo deja de meterte chutes, yonqui de mierda.
La voz de Elisa se acelera al otro lado de la línea.
— Por favor, Nuria, por favor. ¿No lo entiendes? Quiero tener una vida normal, ser como los demás. No quiero que me señalen por la calle, no quiero ser...
—Hemos hablado de esto ya, Elisa —la interrumpo. Me llevo una mano a la sien y presiono con fuerza. Elisa es un destello cegador en alguna parte de mi cabeza y no puedo apagarlo—. Estoy cansada, cansada de dar vueltas y vueltas sobre lo mismo, de intentarlo sin llegar a nada.
— No puedo vivir sin ti —Elisa se enreda con las palabras.
—Estás bebida, Elisa —me enfado—. No tienes ningún derecho a hacer esto.
Cuelgo el teléfono. El ruido que hace el auricular al descender sobre la horquilla me sobresalta igual que si hubiese sido testigo de la detonación de un artefacto explosivo. Reverbera en mi interior durante una eternidad. Doy dos pasos para alejarme del teléfono, pero tengo que detenerme porque mi pecho se está transformando en una caja de resonancia, en una cueva donde el sonido rebota de forma infinita entre sus paredes. Estoy sola en casa. Es casi medianoche. El teléfono vuelve a sonar y los latidos de mi corazón se aceleran. Es muy fácil, me digo, intentando tranquilizarme. Solo descuélgalo, vuelve a colgar, espera a que se corte la llamada desde el otro lado y lo vuelves a descolgar de nuevo. No creí que necesitara instrucciones precisas para hacer algo así, pero mi cabeza acaba de convertirse en una pecera. El timbre del teléfono es como un martillazo en mi pecho.
Descuelgo para cumplir con las instrucciones, pero saber que es Elisa la que está al otro lado de ese pedazo de plástico y cables puede más que yo. Me llamo Nuria, soy una adicta. Yo no sabía que le estaba mintiendo a Val el día que le dije que ya no lloraría más por Elisa. De verdad, no lo sabía.
— Te echo tanto de menos —balbucea.
—¿Necesitas emborracharte para hacer esto, Elisa? —no obtengo más que silencio al otro lado.
La elipsis me permite darme cuenta de lo trabajosa que es su respiración. Una súbita luz de alarma me hiela el pecho cuando una idea cruza por mi cabeza—. ¿Qué has tomado, Elisa? —pregunto, sintiendo un mal presentimiento.
— Sé lo que te hago —dice ella, ajena a mi requerimiento—. Sé lo injusto que es, pero no puedo evitarlo, de verdad que no, Nure. Pero no puedo quitarme este miedo de dentro. Quiero ser normal, Nuria. Te quiero, Nuria. Tengo miedo y te quiero, Nuria. ¿Por qué no me has construido un mundo en el que te pueda amar sin sentir vergüenza, maldita sea? —farfulla.
—Elisa, ¿has tomado algo más aparte de alcohol? —insisto, alarmada. La divagación de su parrafada, la lasitud con la que habla, aumentan mi inquietud—. ¿Elisa?
— Si no me empujan, Nuria, si tú no me empujas, podré amarte. ¿Por qué me lo pones tan difícil? ¿Por qué no puedes aceptar lo que hay y ya está? ¿Por qué tienes que necesitar que todo el mundo lo sepa? ¿Qué hay de malo en vivir nuestra vida lejos de la mirada de la gente?
Los nudillos de mi mano palidecen por la fuerza con la que sujeto el aparato. La voz de Elisa delata algo más que embriaguez.
—¿Estás en el piso? ¿Hay alguien contigo, Elisa? ¿Estás sola?
Un largo silencio.
— Estoy sola sin ti —susurra débilmente.
Un sollozo, un golpe, un breve campaneo del teléfono. Otro golpe, pesado. Silencio. Grito al aparato, pero Elisa no contesta. Estoy a cientos de kilómetros de ella. El teléfono de su piso ha quedado descolgado, pero no escucho más que el ominoso silencio al otro lado. ¿Qué puedo hacer?
Cuelgo, pero la línea sigue abierta. Vuelvo a gritar el nombre de Elisa como una loca. Empiezo a desesperarme. Recuerdo que tengo su número, lo saqué de la agenda de Elisa, a escondidas. No tengo otra salida. Salgo a la calle a la carrera, busco una cabina de teléfonos. Los dedos me tiemblan mientras marco el número. Espero con el corazón en un puño. Descuelgan.
—José María, Elisa no está bien —digo atropelladamente.