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Nacho no acude al entierro. Me pregunto si el no cumplir aquella parte del rito, el no ver cómo el ataúd era introducido en el nicho, le concedió la negación a la que se aferró después, el mantener a Valeria viva por encima de todo, incluso de sí mismo. Miro a mi alrededor, enquistada en ese lapsus insensible, estupefacto, tras el impacto. Hay mucha gente, pero estoy sola, más sola que nunca. Elisa no ha venido.
—¿Y Nacho? —me pregunta Alberto en un susurro.
Es, ironías del destino, uno de los amigos que conservo de la adolescencia. Me reencontré con él después de la universidad, cuando se licenció y se estableció para ejercer como abogado. Aquellos años no estaban muy lejos, pero sí lo suficiente como para otorgarnos una tregua. No sé qué sabe, no sé qué intuye, no sé qué piensa de aquel tiempo. Lo hemos dejado allí, en tablas. Empaquetado y guardado en un cajón.
—Sus hermanos se lo han llevado fuera —contesto con voz átona, ajena a mí.
Nacho fuera de sí, Nacho hundido, vacío, hueco, yermo. Sin voz. No pude llevarle a Val, Val no despertó. No soporto pensar que dejaron a Val tirada en el suelo, sola. ¿Por qué nadie se acuclilló a su lado y tomó su mano? ¿Por qué nadie la consoló?
—¿Necesitas algo? —me pregunta Alberto.
Tráeme a Val , suplico, pero no me oye, porque no lo he dicho en voz alta. Tráeme de vuelta mi vida, lo que un día fuimos.
Val era valiente, era decidida, sé que habría sacado mucho antes a su madre de allí, de esa relación en la que estaba atrapada. Sé que lo intentó en más de una ocasión, pero las amenazas de su padre mantenían sometida a aquella mujer, aterrorizada. Sé que no lo hizo porque no podía, porque su madre no se atrevía a dar el paso, porque estaba atenazada por el miedo, la resignación, encadenada a un modo de entender la vida que le había sido inculcado.
No sé qué pasó esa última vez.
Solo sé que fue la última.