2011

—¿Estás bien? —me pregunta Elisa.

Pero no la escucho, no del todo. Lo que se agazapaba dentro de mí ha salido a la luz. La razón de mi huida, mi miedo. Ahora entiendo por qué le he hablado de aquella niña de mi infancia. La primera chica de la que me enamoré. El tiempo es una curva que puede doblarse hasta tocar sus propios extremos. La vida es un constante retorno. O no. Crees que te vas, pero no es así. Creo que eso es lo que me ha pasado. Simplemente, nunca hubo tal viaje. Nunca me moví del punto inicial, no ha tenido lugar para mí ese boomerang vital. He estado saltando sobre el mismo punto todo este tiempo.

La primera chica de la que me enamoré. La última de la que lo hice en mi vida. Esa es la conexión.

Mi capacidad de amar se detuvo en ese instante, en esa última a la que amé.

Elisa.

Todo lo que ha venido después no ha sido más que un espejismo, un débil reflejo. Las sombras del exterior reflejadas en las paredes de la cueva mientras sus habitantes las miran creyendo que el guiñol es la realidad. Yo soy habitante de esa cueva, yo he creído amar después de Elisa. No ha sido así, ahora me doy cuenta. He manipulado a mi corazón o él me ha hecho eso a mí. Tendría que haberlo sabido en el instante en el que mis ojos se han posado sobre ella, casi siete mil días después de nuestra última vez, cuando su figura se ha recortado a lo lejos sobre el sendero del acantilado.

Pero ese conocimiento ha jugado a esconderse, se ha vuelto escurridizo, ha formado parte del zarandeo que me ha llevado de un extremo a otro del espectro emocional.

Es ella y siempre ha sido ella. Es a ella a la que he buscado en todas las mujeres que han llegado después. Es por ella por lo que esas mujeres se convirtieron en plural en mi vida. Ha sido con ella con quien las he comparado a todas. La condena de Elisa no solo alcanzó a los siguientes siete años tras ese beso. Yo he seguido encerrada en la cárcel de su recuerdo cada segundo posterior a la parada del reloj.

Pienso en Nacho y siento lástima, pero no estoy segura de si es por él o por mí. No es el único que ha seguido amando durante casi dos décadas a una mujer ausente. Con todo, él es mejor que yo. No se ha engañado a sí mismo.

—¿Nuria? —insiste Elisa ante mi silencio.

—Estoy cansada, Elisa —le digo, y es verdad. Siento un cansancio físico que me agota el alma. La miro, derrotada—. No he parado de buscarte, ¿sabes?

—Nure…

Su tono es de impotencia, tal vez de súplica. ¿Qué puedo decir? Ella no tiene la culpa, no de este ahora mío. Sí, me traicionó. Sí, me abandonó. Sí, me hizo nadie después de haberme dado un nombre.

La idea redunda de nuevo en mí. No eres la única víctima del planeta, me digo. Estaba en mi mano levantarme, echar a andar, olvidar o guardar a buen recaudo todo aquello, donde no pudiera dañarme. ¿Qué le digo? ¿Que es culpa suya también esta Nuria seca y escurridiza? ¿Que no solo estoy hecha de lucha y pérdida, sino también de estancamiento? A lo primero, reivindiqué, le pude gritar: quedaos con vuestro silencio, vuestra homofobia, comeos vuestro odio, vuestro menosprecio, vuestra puerta de atrás. Malgasté años en comprender, asumir, resurgir, gritar a pleno pulmón, despojándome por el camino de todo el lastre de una educación, de un sistema, de una sociedad marchita y caduca, como si de un pellejo pútrido e infeccioso se tratase. Pero lo hice, estoy aquí. Soy mujer, soy lesbiana. Soy. Estoy. Me quedo y grito. Os lo digo a la cara.

Por mí, por esa niña de ocho años que nunca le preguntó a esa otra niña de camisa blanca su nombre. Por la adolescente que no tuvo ninguna oportunidad.

Por ti.

A lo segundo, a Valeria, al dolor, al remordimiento, lo acuné. Le di un rincón donde agitarse, donde mecerse, desde el que azuzarme ocasionalmente, desde el que reclamar su recuerdo. Nunca olvidar.

Para lo uno he luchado, para lo otro no he olvidado. ¿Qué he hecho con el amor que dejó huérfano Elisa en mí?

Nutrirlo. De despecho y anhelo. De rencor y búsqueda ciega. De las oportunidades perdidas que nunca concedí a otras mujeres. Al amor perdido por Elisa le dejé un hueco bien grande, bien hondo, con propiedades extraordinarias. Le dije “Quédate aquí, yo haré como que no estás”. Lo escondí y quise olvidarlo. Pero él no me olvidó a mí. Por cada mujer que pasó por mi vida, allí estuvo Elisa.

Todas fueron culpables de no ser ella. Nunca fue algo consciente, pero ninguna tampoco superó la expectativa, esa vara de medir invisible que otorgué a ese amor perdido y rencoroso. Y ahora Elisa vuelve a mi vida y yo le echo la culpa de no haber sido feliz. ¿Cómo se asume el desdichado letargo al que una misma se ha condenado? ¿Cómo, cuando una ve por fin la mano que empuña el puñal que le ha estado desangrando y descubre que es la suya propia?

—¿Qué podría haber hecho para olvidarte, Elisa? —digo en voz alta, derrotada.

Se ha acabado la ira. De repente, ya no está. La había estado incubando como una enfermedad desde que recibí su escueto mensaje en mi correo electrónico. Supongo que así ha sido como me ha localizado, a través del directorio de la universidad. La profesora chiflada, como vaticinó Val. Pero yo no hago experimentos extraños. Yo me dejo vivir.

 

Estaré en el faro el sábado por la tarde a partir de las cinco. Seguiré yendo cada día a la misma hora, durante una semana.

Me gustaría verte, pero entenderé que no vayas.

Si sirve de algo, lo siento, Nure. Lo siento mucho.

Elisa

 

Nada más. Es Elisa, me repito yo una y otra vez, incrédula, frente a las parcas líneas del correo.

Y, desde ese instante, quiero odiarla, quiero hacerle pagar. El rencor que nunca me ha abandonado da la cara, está listo, es fuerte, sólido, le tiene ganas a esa mujer, ese fantasma, ese espectro cebado por mí.

Y soy yo, es a mí, a quien debería haberse dirigido el reproche. Pobre niña tonta, que nunca pudo olvidar a su primer amor. Pobre niña tonta que ha estado repartiendo la culpa a diestro y siniestro, cuando solo debía levantarse y andar.

—Mi pobre Nure —dice ella.