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—Me interesas tú. Quiero que estés bien.

Esto es lo que Elisa me dice ese día en el faro. Tiene un proyecto de vida, ha roto con Alberto, se va a Madrid. Fin de una etapa, inicio de otra. Yo me quedo. Voy a estudiar Química. Val me toma el pelo llamándome la profesora chiflada. Se va a vivir con Nacho, empieza a trabajar en una tienda.

Yo quiero pasar página. Abrir el puño cerrado tras mi espalda y dejar escapar a la polilla que nunca fue mariposa.

Quiero decirle adiós a Elisa, a la Elisa objeto de amor no correspondido. Hay algo más en esto, algo que me devora por dentro. Siento que la he traicionado, que lo he hecho durante todos estos años. Que he aprovechado mi condición de amiga para tenerla cerca, y me lo reprocho aunque solo haya sido eso, férrea cumplidora de mi máxima autoimpuesta. No sé si ha sido justo para ella. ¿Qué pasaría si lo supiera? ¿Si le dijera “Todo este tiempo he estado enamorada de ti”? ¿Se sentiría estafada en la autenticidad de mi amistad? ¿Rebaja eso el valor de la otra parte de la moneda que nos une?

Estoy hecha un lío. Se va. Lo siento como definitivo. Siento que nunca volverá; que, aunque lo haga, ya no será lo mismo. Ella no será la misma. Es su etapa de entrada en la vida adulta. Conocerá a alguien allí. Quizás sea esto último, la postrera rendición. En realidad no voy a dejarla marchar, es ella la que se me escapa. Abriendo el puño llevo a cabo un acto de dolor preventivo. Cuando antes la aleje de mi corazón, menor será el daño cuando llegue su carta, su llamada: “Estoy con alguien”.

—Nuria —me llama.

—¿Qué?

—¿Por qué nunca hablas de ello?

—¿A qué te refieres?

—¿Eres feliz?

¿Feliz? Menuda pregunta. Vuelvo a usar la misma frágil defensa de antes: —¿A qué viene esa pregunta?

Ladea la cabeza, busca mi mirada.

—Es una sensación que siempre he tenido —dice, fijando la mirada en mí con intensidad.

Intuyo el peligro. Si seguimos por ahí, acabará queriendo saber por qué. Va a irse, ¿qué más da ya? Me alzo de hombros e intento sonreír con fingida despreocupación.

—¿Y quién puede asegurar que es feliz, Elisa? —replico.

Sonrío, intentando atraerla a la coartada, pero noto que intuye la trampa. Está seria, y su mirada vuelve a ser la mirada con trasfondo que me sobresalta. Una mirada que no abandona la mía, que la tutela como si fuera el guardián de la verdad. Es como si una divinidad hubiera decidido poner toda su atención sobre un simple mortal. No hay dónde esconderse.

—Me lo dirías, ¿verdad? —Pregunta—. Si hubiera algo que te preocupara o…

—Soy feliz, Elisa —la corto—. Todo lo feliz que alguien puede ser.

No parece convencida. Se muerde el labio inferior. Parece querer decir algo, vacila. Lo hace, finalmente:

—¿Es por Valeria? —pregunta, remisa.

La miro, ceñuda, sorprendida por su pregunta. ¿Elisa también lo intuye? ¿Sospecha lo que pasa en casa de Val? ¿Ha podido adivinarlo, pese a la distancia impuesta por Valeria? Es esta distancia una arista en la relación entre Valeria, Elisa y yo; una imperfección oculta de la que yo siempre he sido consciente y, sin embargo, he callado, porque la comprendía. Comprendía la razón de la reserva de Valeria en lo tocante a no dejar a Elisa traspasar la línea. Porque también, al fin y al cabo, era consciente a mi vez de otra arista más profunda, nacida a la par que la propia génesis de nuestra amistad, como lo podría ser un defecto de fábrica en un objeto. Esta otra arista queda reflejada en la figura en la que se ha basado nuestra amistad a tres bandas: una línea recta, con la existencia de dos extremos y un punto central. Valeria y Elisa serían esos dos extremos, y yo estaría en el centro. Val y yo nos conocíamos desde hacía años, la conexión entre nosotras era fuerte, sólida. Cuando Elisa llegó, fui yo la que se enamoró de ella. Yo la que la integró en nuestra amistad a dos. Y Val tenía una vida en la sombra que no quería compartir con nadie, ni siquiera conmigo. Esa fue la distancia que Val mantuvo con Elisa, no dejarle nunca entrever una mínima porción. Tal vez fue culpa mía. Val aceptó a Elisa en la esfera de nuestro mundo y lo hizo todavía más cuando supo lo que yo sentía por ella. Pero nunca permitió que fuese más allá. No creo que hubiese malquerencia alguna por su parte, o fingimiento. Tal vez, simplemente, no podía controlar tantos frentes. Quizás pensó que, si aligeraba su relación con Elisa, si Elisa no llegaba a acercársele mucho, podría seguir sobreviviendo a su modo, fuera de escrutinios que no deseaba.

Así que, del mismo modo que me reprocho haber amado a Elisa desde el primer momento sin haberle dado una oportunidad a nuestra amistad, lo hago por el hecho de la existencia de esa especie de vías, principal y secundaria, entre nosotras. La que me unía a mí con cada una de ellas por un lado y la que las unía a ellas por otro. Y, sin embargo, por esa pregunta que ahora me hace, Elisa podría haber llegado a poner un pie en esa línea.

—¿Por qué dices eso? —pregunto con cautela.

Prefiero ser prudente antes que revelar nada. Valeria quiere hacerlo a su modo, es lo único que sé.

No voy a traicionarla. No sé si Elisa se da cuenta de que he adoptado una táctica dilatoria, evasiva.

Responder con una pregunta a sus preguntas. Escabullirme.

Y, entonces, ella hace todo lo contrario. La sensata del grupo, la prudente. Se va a Madrid, tal vez eso le da el valor necesario. Toma aire, me mira y lo dice: —Siempre he pensado que sentías por Val algo más que amistad, y que eso te ha hecho infeliz.

Sus palabras me dejan estupefacta. ¡¿Qué?!, quiero exclamar. ¡Si pudiera gritar! ¡Si pudiera asomarme al abismo del acantilado y gritarlo a los cuatro vientos! ¿Habéis escuchado lo que ha dicho esta chica?, gritaría. ¿Lo habéis oído bien, caprichosos diosecillos de mierda? No sé si echarme a reír o a llorar. Opto por sonreír, una sonrisa amarga, rendida a la ironía de la vida, y que acaba en un resoplido burlesco. Elisa piensa que siento algo por Val , el pensamiento vuelve a arrancarme una sonrisa, ahora del todo irónica. Miro a Elisa y pienso que, si pudiera hacerle partícipe de la verdad, estoy segura de que se reiría conmigo. Pero Elisa está seria. Parece haber acogido con desagrado mi reacción y me mira como si quisiera borrar a golpes de mi cara esa sonrisa burlona que en realidad, en el fondo, se ríe de mí y solo de mí.

Pero eso Elisa no lo sabe y es entonces, así, cuando las miguitas, las preguntas que siempre he creído ver en el fondo de su mirada, y todos los silencios, acaban. Lo hacen allí, sobre un acantilado, frente al mar.

—¿Tienes algún problema con eso, Nuria? —pregunta con voz tensa—. ¿Te parece gracioso?

¿Objeto de burla?

Hay algo en su tono, una cierta indignación, que hace que me detenga y la mire con detenimiento.

Atónita, veo que está a punto de llorar.

—¿Qué pasa, Elisa? —le pregunto, dando un paso hacia ella.

Ella se aparta. Me mira, dolida. La primera lágrima cae sobre su mejilla.

—¡Tú…! —exclama, señalándome. Pero se calla, como si las palabras se enredasen en su garganta.

—Yo, ¿qué?

No entiendo nada. Está muy agitada. Se gira para marcharse y la retengo sujetando su brazo. Se vuelve hacia mí.

—¿Qué, Elisa? ¿Qué? —le pregunto, desesperada por comprender.

Y entonces lo hace.

Me condena a siete años de incertidumbre y zozobra.

Me condena a no quitármela nunca del corazón.