2011

“Lo siento”, ha dicho Elisa. Dos palabras hechas verbo y algo se ha roto en mí. Me paralizan. ¿Y

ahora qué?, me pregunto, asustada. ¿Solo necesitaba escuchárselo decir en persona? Esas dos palabras ya las había certificado en su e-mail, pero tal vez ha sido su voz en ellas la que ha obrado el milagro. Tanta ira en mí. Cierro los ojos, recupero mi respiración tras la explosión emocional. Tengo que detenerme, tengo que pararme y parar esto ya de una vez. Ya no tengo dieciséis, veinticinco ni treinta y nueve años, no soy la única víctima del mundo, no se trata solo de mí. Sí, perdí a Val, perdí a Nacho, perdí a Elisa, pero no es hasta ahora que asumo conscientemente que quienes más perdieron fueron ellos.

Val murió, la pérdida definitiva. La vida que ya no tuvo, la brisa que ya no acariciaría su piel, esa futura hija suya nunca nacida que llevaría mi nombre. Todo aquello que planeamos, proyectamos, dibujamos en el aire, porque creímos que seguiríamos aquí para hacerlo realidad.

Nacho se condenó a ello voluntariamente. Nacho, al que debería haber prestado más atención, haber mimado y alejado del camino que en silencio estaba tomando. ¡Pero era tan fácil dejarse llevar por la rabia, acompañarlo en su eterno duelo, revivir a Val cada día…!

Y Elisa. No sé qué pasa con Elisa.

Peor aún: no sé qué pasa conmigo.

La miro, miro a Elisa agitada por el viento. Va a llover, tal vez sea una tormenta. Estamos en octubre, es razonable, no hay que buscar extraordinarias coincidencias fruto del destino. El cielo está oscuro, si esto fuese una tragedia diría que preñado de negros augurios. Pero solo es el Mediterráneo en octubre. Si llueve, si hay una tormenta como dieciocho años atrás, no será señal de nada.

Absolutamente de nada.

“Lo siento”, ha dicho ella. Sus dos lágrimas se han convertido en cien. Llora en silencio y yo siento los restos de una rabia indisoluble que lucha por mantenerse en el lugar que cree ocupar legítimamente en mí. La lucha fratricida dura unos segundos y después, de repente, siento que me ahogo, que me falta el aire. Boqueo, impotente. Algo me ha agarrotado el pecho y no reconozco el gemido que sale de mi garganta. Creo que al muñeco de trapo le han cortado las cuerdas; ha caído, desmadejado y roto, sobrepasado por las emociones. Elisa se asusta cuando me llevo una mano al pecho y mis piernas ceden, doblegándome. Intenta sujetarme y ambas caemos rodilla en tierra. Lucho para llenar de aire mis pulmones, súbitamente faltos de él. ¿Qué me pasa?

—Nure —susurra ella, abrazándome.

Veo morir a Val, en una angustiosa recreación imposible que creó mi mente y me acompaña desde entonces. Veo cómo su padre gira hacia ella la escopeta y el impacto hace saltar hacia atrás a Valeria con violencia. Dicen que murió en el acto, pero nunca he podido dejar de pensar en cómo se sintió, si le dolió. En si fue consciente de lo que ocurría. En qué pensó. A quién llamó en su último segundo.

De todo, lo que más me ha quitado el sueño todo este tiempo es si tuvo miedo. Que no tuviera tiempo de sentirlo, he rogado todos estos años. Que mi pelirroja no sintiera miedo, por favor. Es una niña pequeña, asustada, la que siempre, incomprensiblemente, sustituye a la Valeria de veinticinco años que vivió aquello. No sé por qué, en mi espantosa proyección, es una niña a la que mata ese monstruo.

—Mi niña —susurro, ahogándome.

El llanto, como un mar furioso y embravecido, sin amo ni dueño, rompe en mí como un dique ante la fuerza imparable de la naturaleza. Me sacude dolorosamente, como si estuviera quebrando el muro de contención que he solidificado durante años y años a fuerza de negación, de rabia, de veneno. Me estremezco. Elisa me sujeta con firmeza, con ternura. Acaricia mi cabello y musita palabras de consuelo en mi oído.

Empieza a llover.

Es una tormenta.