38

Aparcaron delante de la casa de Asbury Avenue a media tarde y encontraron a tres hombres en el jardín.

Uno era el hijo de Olive Pedestro. Estaba paseando a los dos perros, Toby e Ingmar, y fumando un cigarrillo de liar.

—Los perros —advirtió Augusta—. ¿Por qué no está Jessamine con ellos?

—Quizá se ha tomado el día libre y ha llamado a Virgil para que los cuide.

Jessamine nunca se tomaba el día sin avisar.

—Clifford Wells —dijo Liv después de reconocer al segundo hombre por la foto del anuncio de compromiso.

—Adelante, tú primera —la instó Ru—. Pero, por favor, no te lo comas vivo.

Atty señaló al tercer hombre. Tenía el pelo rubio e iba vestido con unos pantalones caquis y un polo de color rosa pálido. Tenía las manos en los bolsillos y se balanceaba apoyándose con los pies calzados con mocasines.

—¿Uno de los tuyos? —le preguntó Esme a Liv.

—No.

—Y no es Teddy Whistler —afirmó Atty.

—Sin embargo, también él está habituado a frecuentar nuestro jardín —comentó Liv, y a continuación le preguntó a Ru—: A propósito, ¿dónde está Teddy Whistler?

—Bueno, hoy es sábado, de manera que... —Ru controló la hora en su móvil—. Es probable que a esta hora ya se haya colado en una boda.

—Ah, ya sé quién es —dijo Augusta—. Es el hijo de Herc Huckley.

—¿El hijo de Herc Huckley? —preguntó Nick—, ¿por qué está aquí?

—Desea preguntarte por el contenido de cierta caja —respondió Augusta.

Atty le comunicó al hijo de Olive Pedestro que su abuela arreglaría cuentas con él más tarde.

—Está muy ocupada —explicó Atty mientras observaba a su abuela, que estaba presentando a su esposo vendado al hijo de un hombre llamado Herc Huckley—. Ayer dispararon a su marido, sabe...

—¿Su marido?

—Sí —respondió Atty, quitándole las correas de la mano.

Augusta y Nick se pusieron a conversar con el desconocido y, juntos, entraron en la casa.

Mientras tanto Ru saludó a Cliff y Cliff saludó a Ru. Permanecieron unos minutos en el jardín y luego ella se quitó del dedo el anillo de compromiso y se lo entregó.

—¿Quieres pasar a tomar una copa? —le preguntó.

Cliff miró a Esme y a Liv.

—Tus hermanas, supongo.

Asintió.

—¿Y tu madre está con...?

—Mi padre.

—¡Guau! ¡Qué notición!

Ru asintió.

—Lo es.

—¿Y tu sobrina? Atty, ¿verdad?

Señaló a Atty, quien ahora tenía las correas en la mano y estaba contemplando los nubarrones en el cielo.

—¿Quieres que te las presente? —preguntó Ru.

Liv y Esme detuvieron a Virgil Pedestro cuando este ya se marchaba a su casa y le pidieron que las ayudara a bajar la caja de cristal con las ardillas embalsamadas del portaequipajes del coche. Virgil daba vueltas alrededor del coche evaluando el trabajo.

—¿Son ardillas? —preguntó Cliff.

—Sí, en una caja.

Cliff inclinó la cabeza.

—Ya lo veo.

—No creo que las hayan cazado en el bosque con caja y todo.

—Hemos de suponer que no —dijo Cliff.

—¿Y el trabajo con la Sony? —preguntó Ru—. Estoy muy contenta por ti, ¿te lo he dicho?

—Creo que sí, me lo has dicho, pero no lo estás.

—Intento estarlo.

Cliff, entonces, miró fijamente a Ru, inclinando la cabeza como había hecho cuando miró la caja con las ardillas.

—Estuviste enamorada de mí en algún momento, ¿verdad?

—En muchos momentos —contestó.

Aunque ahora sabía que no era cierto. Nunca había sentido lo que ahora sentía por Teddy: como si estuviera tocada por el amor. A veces las palabras eran muy simples. Nunca había pensado que un día podría estar «tocada por el amor» y sentirse como una campana que andaba por todos lados vibrando de amor.

—Entiendo —dijo Cliff.

—Siento mucho todo esto.

Cliff se guardó el anillo en el bolsillo y de repente empezó a respirar con dificultad. Se agachó y puso las manos sobre sus rodillas.

—¿Te encuentras bien?

—Uy, no. ¡No estoy bien! ¡Dios mío! Ni siquiera puedo mirarte. No puedo... —Se incorporó, pero lo hizo demasiado rápido. Estiró las manos y ella trató de estabilizarlo con ambas manos, pero él se fue hacia atrás. Entonces trató de enderezarse, otra vez demasiado rápido, apoyando las rodillas sobre el suave colchón de hierba—. ¡Dios mío! —murmuró—. No puedo creerlo. Pensé, todo este tiempo, pensé que cuando me vieras... pensé que te darías cuenta...

—¡Eh! —les gritó a sus hermanas—. ¡Aquí! ¡Necesito ayuda!

Esme y Liv llegaron corriendo, dejando solo a Virgil Pedestro con la tarea de desanudar cuerdas y elásticos.

—Creo que tiene un ataque de pánico —dijo Ru.

—Llevémoslo adentro —susurró Esme.

Entre Liv y Esme lograron ponerlo en pie y lo guiaron hasta la puerta. Ru se quedó sola en el jardín, mirando a sus hermanas alejarse y entrar con él en la casa. Pero entonces Liv se volvió, parecía envejecida detrás de la mosquitera. La abrió y volvió a salir, pasó junto a Ru y cruzó el jardín. Abrió la portezuela del coche y sacó uno de sus enormes bolsos de piel. Luego fue hasta donde se encontraba Ru, metió una mano en el bolso y extrajo un libro ilustrado.

Ping —le dijo suavemente—. Te acuerdas de este libro, supongo, puesto que tú te acuerdas de todo.

Ru cogió el libro.

—Me daba mucho miedo de pequeña.

—Ya lo creo. Tú eras el patito más pequeño.

Ru lo hojeó.

—¿Por qué me lo das?

—No lo sé —contestó Liv—. Solo sé que no creo que tú seas Ping. Yo soy Ping. He estado en la selva. He estado perdida y casi me comen viva, como Ping, y he visto a las aves que son esclavas de los hombres, y estoy contenta de estar en casa.

—Gracias.

Ru cerró el libro y lo apretó contra su pecho.

—Voy a buscar a Teddy Whistler. Voy a tratar de reconquistarlo antes de que él vuelva a conquistar a Amanda.

—Y puede que yo vaya y seduzca a tu ex novio.

—No me importa.

—Es bueno tener hermanas.

—Lo mismo pienso yo —respondió Ru—. No sé quién sería yo sin vosotras. Una estrella perdida y sola, sin su constelación.

—Correcto.

La nota estaba pegada con una cinta adhesiva en la puerta: Augusta:

Los perros están atendidos. Las cacerolas en la nevera. Voy a la playa, todo el día: a vivir un poco.
Vive un poco.
Jessamine

Augusta apretaba tanto el papel que tenía en la mano que lo hacía vibrar. Jessamine se había marchado a vivir un poco y le sugería a Augusta que hiciera lo mismo. Esta es la sensación que produce vivir, pensó Augusta. Y era excitante y surrealista. Miró a Nick: no había nada de realismo en todo eso. Este hombre, que ella había conocido y no había conocido durante tantísimos años —un hombre que había conocido por casualidad un día que hubo una tormenta tremenda—, había regresado a su vida.

Y ese hombre, el hijo de Herc Huckley, que apareció como consecuencia de otra tremenda tormenta, estaba allí, en el vestíbulo de su casa.

—No creo que podamos conversar ahora, Bill —le dijo Augusta al hijo de Herc Huckley.

—Pero, usted es Nick Flemming. —Bill se dirigió a Nick—. ¿No?

Esme y Atty entraron en la casa escoltando al novio de Ru, que estaba pálido y desencajado.

—¡Perdonad! ¡Solo estamos de paso! —dijo Esme.

—¿Usted fundó el Club de Asesinos Aficionados?

—Hace mucho tiempo.

—Y mi padre...

—Era un buen hombre —afirmó Nick.

—¿Lo era? —preguntó Bill—. Quiero decir que él siempre estaba, no sé, asustado.

—Era mejor que yo —declaró Nick—. Podía mantenerse firme. Yo no. Se requiere fuerza para mantenerse firme en este mundo.

—Subamos, tienes que acostarte —le dijo Augusta a Nick—. Necesitas descansar.

—Sí, claro, lamento la intromisión —manifestó Bill—. Espero que mejore pronto. Tal vez entonces podamos conversar nuevamente.

Augusta y Nick subieron despacio la escalera.

Y allí fue donde Liv encontró a Bill Huckley, con la vista clavada en el suelo y los brazos en jarras.

—Parece que necesitas un trago.

—¿Es un ofrecimiento?

—Ven conmigo.

Clifford Wells y Bill Huckley recibieron sendos vasos del buen whisky escocés que estaba guardado en el fondo del armario. Todos se sentaron a la mesa del comedor. A Cliff le temblaba la mano cuando bebía. Bill golpeó con su vaso el borde de la mesa.

Atty soltó a los perros, que se acurrucaron debajo de la mesa.

Huckley les contó cómo había llegado a casa de Augusta Rockwell con una caja llena de cartas.

—Mi padre estaba en el Club de Asesinos Aficionados de Nick Flemming.

—¿El Club de Asesinos Aficionados? —preguntó Atty con un tono de alegría en la voz.

—No —le pidió Esme—, por favor.

—En realidad estoy pensando en crear un movimiento —explicó Atty.

Y Esme se acordó de que ella también, para desafiar a su madre, había deseado fundar su propio movimiento. Quizás era lo que cada generación debía hacer para definir su identidad. Ahora que lo pensaba, estaba segura de que este había sido el tema de su ensayo de ingreso a la facultad. Había anunciado a las universidades de la Liga Ivy que ella iba a fundar un movimiento. ¿Qué clase de movimiento? No podía recordarlo.

Bill las miró a cada una de ellas, examinando sus rostros como si fuera capaz de reconocerlas.

—Y vosotras sois sus hijas, sobre las que siempre escribía. Dejadme adivinar. —Se rascó la barbilla—. Tu nombre empieza con L —le dijo a Liv—. Y el tuyo con E —miró a Esme—. Y tú debes de ser la joven A. ¿Dónde está R?

—Me abandonó —musitó Cliff. Era la primera frase coherente que pronunciaba desde el ataque que había tenido en el jardín—. ¿Quién es Flemming?

—Nuestro padre —contestó Liv.

—Le han disparado —agregó Esme.

—Es como si alguien tuviera que echarse la culpa de algo —comentó Atty—, como si tuviéramos necesidad de sacarlo todo a relucir y decir esto fue lo que sucedió.

—Dios mío —dijo Cliff—. Este lugar es peligroso.

Liv le tocó el brazo.

—No sabes cuánto.

—Y yo tuve un breve problema con las drogas —declaró Atty—. Duró muy poco, pero aprendí algunas cosas muy valiosas.

Decidió cuál iba a ser el tema de su examen de ingreso a la facultad. Sus compañeros se habían burlado de ella, la habían echado del colegio y de su casa, su padre la había abandonado. Se había drogado con Valium y había sido testigo de un tiroteo. Pero, bien mirado, quizá todo esto significaba que ella era una superviviente.

—En las cartas —la voz de Bill era casi un susurro— da la impresión de que Nick Flemming estaba muy, hummm, involucrado en vuestras vidas, pero desde lejos. Como si...

—Manipuló mi vida —dijo Esme, y luego suspiró—. Pero acepté la manipulación. De hecho, soy probablemente cómplice de mi padre.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Atty se puso de pie y señaló a Cliff.

—¿Qué opinas? —le preguntó a Liv.

—Tengo que trabajar más mi zen —contestó Liv. Estaba pensando en lo que Atty había dicho acerca de la forma como Liv había conseguido casarse con hombres ricos: «El amor te ama.» Quería que el amor la amara. Quería creer en el amor—. Sabes, no me importa si lo que quieres es despedirme y salir de debajo del ala. Lo entiendo.

—No, ya me gusta —respondió Atty—. Ha sido realmente muy instructivo. —Observó que Ingmar y Toby estaban acurrucados juntos en un rincón. Era muy dulce. Entonces, anunció a todos—: Me voy a dar un paseo.

—Está a punto de llover —le advirtió Esme, pero sintió que esta era la última vez que ella podría hacerle una advertencia como madre: Atty estaba cambiando claramente. Decirle que se pusiera las botas de lluvia y cogiera el paraguas... esa época había terminado.

—Entonces, daré un paseo bajo la lluvia.

Atty abandonó el comedor, cruzó el salón, pasó junto a las caras de los finados Rockwell y salió por la puerta principal.

En medio del jardín delantero se hallaba la caja de cristal con las ardillas. Virgil Pedestro debió de desatar las cuerdas, bajarla del coche y luego dejarla ahí tirada. El coche no estaba. Seguramente Ru se lo había llevado. Atty supuso que su tía iba a colarse en una boda o que intentaría impedir que alguien fuera sin estar invitado.

Atty abrió la cremallera de su graciosa riñonera para sacar su iPhone y poder fotografiar y enviar por Instagram la caja con las ardillas en el jardín delantero de la antigua casona victoriana de su abuela, situada en Asbury Avenue, pero se detuvo.

Volvió a cerrar la cremallera. Se arrodilló en la hierba y golpeó el cristal.

—Todo irá bien, amigas —les dijo a las ardillas tiesas.

Se puso de pie y decidió guardar ese momento para ella. Decidió vivirlo y recordarlo.

Ru condujo la camioneta de su madre hasta la calle Cincuenta y ocho y la aparcó en la zona libre de parquímetros. Divisó a Teddy Whistler en el paseo marítimo. Iba vestido de traje azul, pero tenía la corbata a rayas desatada y ondeaba al viento. Estaba de espaldas a la boda.

No deseaba contarle lo que acababa de sucederle a su padre y todo lo demás. No sabría por dónde empezar. Por otra parte, si su intención era anular una boda, no iba a tener tiempo de ponerse a charlar.

¿Por qué había venido? ¿Para desarticular la anulación de una boda?

Teddy se veía muy serio con ese traje, decidido, casi heroico. Por un instante, Ru se preguntó si ella, de pequeña, cuando desde la ventana de su cuarto miraba al joven Teddy Whistler, furioso y con el corazón destrozado, en realidad lo que quería era salvarlo. Quizá, después de todo, ella había sido la joven heroína.

Cuando Ru se apeó del coche, Teddy la vio, pero no levantó la mano para saludarla. Ella fue hacia él y miró en dirección a las hileras de sillas dispuestas en la arena, el pasillo rojo, el gran toldo blanco que hacía las veces de altar. Ya habían llegado algunos invitados.

—¿A qué hora comenzará?

—Más o menos en media hora.

—No lo hagas.

Teddy la miró. El viento lo despeinaba.

—¿Por qué no?

—Creo que ella merece...

—No —la interrumpió—. ¿Por qué no? Esta vez dime la verdad.

—No lo sé...

—¿Crees en las reconquistas o no? ¿Crees, aunque sea solo remotamente, en lo que tú haces? ¿O tu Teddy Wilmer haciendo esa declaración de amor fue solo un tedioso trabajo para ganar dinero?

A Ru no le gustó cómo sentía su corazón en ese momento: alborotado. No quería pronunciar ni una sola maldita palabra. Había cesado de creer en su trabajo y, una vez que había ganado dinero, había pretendido que ese había sido su objetivo. Era más fácil que creer que lo que ella había hecho había impactado realmente en el público, que les había abierto el corazón y logrado que algunos volvieran a creer en el amor. Pero ella había creído; por eso lo había escrito. Honestidad personal. Se sentía como si la estuvieran empujando a vivir su propia vida.

—No deseo que te cases con ella porque creo que estoy enamorada de ti —declaró.

Teddy dio un paso hacia ella.

—¿Y?

—Y no tengo una ventana para golpear, pero creo que un perro me ha arrastrado adentro, si es que en este argumento el perro es mi familia.

¿Podía Teddy Whistler enamorarse de ella? ¿O estaba queriendo demostrar algo?

—Me gusta ese perro metafórico —dijo Teddy—. Sigue.

—Y Ru Rockwell no es realmente Ru Rockwell, pero tal vez me gustaría que lo fuera. Tal vez contigo pueda serlo.

Teddy tenía los ojos húmedos. Pero podía ser por el viento. Posó su mirada en los labios de ella, ¿a la espera de sus siguientes palabras? ¿Preguntándose si debía besarla?

—Pero ¿y tú, Teddy Whistler? ¿Aún tratas de ser un héroe? ¿O serás el que está, el que se queda?

Así terminaba aquella escena crucial de la película. Con esa frase de Teddy Wilmer ahora convertida en pregunta. Ru se quedó paralizada. Sintió un hormigueo en las manos.

—Ven —le dijo Teddy—. Quiero enseñarte algo.

Subieron al coche y se dirigieron a la autopista. Ru escuchaba las indicaciones que le daba Teddy. Sentía como si fuera a estallar.

Finalmente él le indicó que entrara en un aparcamiento.

—¿Aquí querías traerme? —preguntó Ru.

—Mira allá.

Señaló un punto a través del parabrisas.

Ru vio un puente. Había mucho tránsito, pero no estaba atascado.

—¿Qué se supone que debo...?

Y entonces lo vio; AMO A RU pintado con grandes letras rojas en el flanco del puente. Bajaron del coche.

—Tu nombre es más breve —dijo Teddy—. Tuve tiempo de sobra.

—Supuse que la última vez en realidad te habías demorado porque dibujaste un corazón.

—Visto retrospectivamente, habría sido considerablemente más rápido.

La abrazó. Ella apoyó la cabeza contra su pecho. El corazón de él latía con fuerza.

—Yo también te amo, Teddy Whistler.

—Bien.

—Estamos solos nosotros dos —dijo Ru.

Y era verdad. Todo lo demás desapareció, el universo entero.

Teddy la besó. Ella le pasó una mano por la nuca y el pelo. Sentía que le faltaba el aliento, como si estuviera mirando abajo, de una ventana muy alta, a un chico borracho en medio de un jardín.

Empezó a llover.

Augusta ayudó a Nick a acostarse en la cama doble de su dormitorio.

—¿Estás segura de que me quieres aquí? —preguntó.

—Será más fácil vigilarte —dijo ella.

—Ahora tendremos que contarles todo, Augusta —murmuró—. Sobre la noche en que nos conocimos en medio de la nieve y yo me senté a tu lado en el autobús y los hoteles abrían sus puertas para que entrara la gente que estaba en la calle.

—¿A quién asesinaste esa noche? —le preguntó.

—Solo me quedé a su lado en el lavabo. Eso fue todo.

—Pero ¿quién era?

—Un diplomático polaco, quizá.

—Les diremos que era un diplomático polaco.

—Y la comitiva de coches —agregó— que cruzó el parque en medio de aquellas rachas infernales de blancura. Les contaremos cómo nos enamoramos aquella noche.

—No sé por qué la gente ya no cree más en eso, pero sucede. A veces ocurre que dos personas se enamoran. De repente.

—Y ese amor no se acaba nunca —agregó Nick.

—Incluso cuando quieres que se acabe.

—Yo nunca quise que rompiéramos —dijo Nick—. Comprendía lo que querías decir cuando me dijiste que podías seguir, pero solo si me hubieras querido menos, aunque no era lo que yo deseaba. He podido morir un montón de veces, pero esa vez casi me mata. ¿Te acuerdas?

—Claro que me acuerdo. Y entonces, cuando te lo dije, era verdad.

—¿Y ahora?

—Todo es diferente.

—No podemos volver atrás y hacer todo de nuevo —reflexionó Nick.

—No, no podemos.

—Eso es lo que lamento.

La lluvia perlaba los cristales de las ventanas del dormitorio aunque aún brillaba el sol y Augusta se sentó en la cama y se quitó las zapatos.

—Yo no pensaba coger el autobús —dijo Nick—. Pero te vi a través de la ventanilla, tu perfil perfecto, y empecé a andar más rápido para seguir mirándote. Y entonces el autobús avanzó y me puse a correr.

—Sabía que eras tú antes de conocerte —se acostó en la cama junto a él—. Sentí algo, vi tu abrigo por el rabillo del ojo.

—No podíamos haber tenido una casita y una vida corriente.

—No, no podíamos. Esto fue lo único que pudimos hacer.

Atty entró en la tienda de libros de segunda mano y se secó la cara mojada por la lluvia. Se acercó al mostrador. Era una clienta habitual, y la dueña, una mujer morena llamada Janice, de cabello rubio y lacio, sabía lo que venía a buscar.

—Tenemos nuevos para ti. En malas condiciones, muy malas, pero no los tiré pues pensé que los querrías de todos modos.

—Gracias por acordarse de mí —contestó Atty.

Janice se agachó detrás del mostrador y reapareció con una pila de unos diez Nancy Drew, viejos y dañados por el agua, con las tapas y las hojas deformadas.

—Por el aspecto que tienen, Sandy les pasó por encima.

Atty ojeó rápidamente los lomos. Eran los que necesitaba: veinticuatro, veinticinco y cuarenta y nueve.

—¡Están todos! —exclamó.

Sacó los últimos de la parte superior de la pila y abrió el veinticuatro.

—Distan mucho de estar en buen estado —comentó Janice—. Tal vez prefieras seguir buscando.

Atty negó con la cabeza.

—No se trata de libros. Se trata de lo que da y toma el universo, Janice.

—Bueno, estos libros fueron muy leídos —dijo Janice—. Mira lo que escribieron aquí los niños.

Se lo alcanzó y le mostró la parte interior de la tapa.

Atty leyó lo que estaba escrito con lápiz:

E.R. 3 horas, 10 minutos.
L.R. 2 horas, 45 minutos.
R.R. 5 horas, 10 minutos, he memorizado mucho.

No eran unos ejemplares cualquiera de las novelas de misterio de Nancy Drew. Eran los originales de las hermanas Rockwell.

Atty revisó los demás ejemplares y descubrió las iniciales, los horarios y que Ru había memorizado todo o quizá no. Parecía como si alguien hubiera borrado algunas de las anotaciones hechas por Liv y su madre y hubiera vuelto a escribir encima, varias veces, quizá, como si hubieran reñido por los horarios. En esos casos, la que más rápido había leído había sido Ru.

—¡Eso es! —le dijo Atty a Janice—. ¡Son nuestros! ¡Los habíamos perdido, pero los hemos encontrado!

La tienda estaba llena de luz a pesar de que la lluvia seguía golpeando en el tejado. Atty vio esa luz dorada y sintió que estaba viviendo un instante sagrado.

Pensó en fotografiar los libros y enviarlos por Instagram, pero esto no tenía que ver con otra gente. Era algo personal. Ni siquiera había tuiteado sobre el Club de Asesinos Aficionados y estaba segura de que no lo haría. Decidió incluso, ahí mismo, que viajaría a Europa y enfrentaría a su padre. Si su madre no empezaba a buscar los billetes de avión, ella lo haría como había hecho su tía Ru cuando encontró a su padre, el viejo espía. Atty se sintió de pronto desenganchada del deseo de buscar el respeto de Lionel Chang. El mundo era un lugar más grande. Vete a la mierda, pensó, y esas palabras resonaron dentro de su cabeza como si fueran telepáticas y pudieran saltar a la Viña y llegar hasta Lionel fumando un porro tumbado en el destartalado sillón de alguien.

—Pero igualmente tienes que pagarlos.

—Por supuesto, pero, Janice —dijo Atty—, es el universo que habla. ¿Lo oye?

—¿Qué está diciendo?

—Dice que todo irá bien.

—¿Porque encontraste los libros?

—No —repuso Atty, mirando las pelusas del polvo esparcidas en el aire—. Quiere decir que las cosas van a salir bien de acuerdo a un plan grandioso. Significa que las cosas que se habían desarmado volverán a armarse.

—¿Como qué? ¿Colecciones de libros?

Atty pensó: como un pésimo expediente de instituto, como una infancia, como una familia, como nuestras vidas enteras, como el mundo, el universo.

Y tú.

Y yo.

Todos nosotros y todo.