11
Esme, como hija mayor de la familia Rockwell, sintió un espasmo de furia en el pecho que la hizo sonrojarse; estaba enfadada con Ru porque sabía algo que ella no sabía. «La bandera, obviamente.» ¿Qué tenía de obvio esa reliquia hecha jirones de la época gloriosa de los Rockwell, cuando se dedicaban al comercio de la pesca, al negocio de las armas y a las transacciones financieras, y qué tenía que ver con el padre legendario? Ser la mayor implicaba responsabilidad, un esfuerzo abrumador de análisis y mucha presión. El único aspecto positivo era que te podías enterar de cosas que tus hermanas menores no debían saber, cosas de las cuales se suponía que tú debías protegerlas. Ru siempre lo jodía todo. Ya de pequeña, incluso, andaba por toda la casa con las orejas como antenas parabólicas recopilando datos que no le concernían, haciéndose la espía ella también.
Su padre no era un espía.
Ellas no tenían padre.
Su madre era una mujer que había querido hijos, pero era demasiado excéntrica para adaptarse a una vida matrimonial.
Lo del viejo espía era un invento que, para ser sincera, lo único que demostraba era la escasa imaginación de Augusta.
Ingmar ladró desde la puerta con mosquitera. Tampoco esta vez a Augusta le agradó lo que ella percibía como un exabrupto de masculinidad por parte del perro. Pidió a sus hijas que entraran en la casa.
—¡Por el amor de Dios! —añadió—, ¡no ventilemos esto en el jardín!
Las tres hermanas y Atty tomaron asiento alrededor de la mesa de la cocina, y Augusta, con sus hombros fuertes y su largo cuello imperioso, se quedó de pie delante del fregadero. Ingmar iba y venía entre ellas, sin hacer ruido, nervioso, como hacía a menudo cuando estaba por desencadenarse una tormenta eléctrica.
Augusta las miraba fijamente, dispuesta a explicarles algo. Algo que Ru ya sabía. ¿Iba su madre a empezar otra vez con sus habituales mentiras y Ru a apoyarla?
—¡Jesús! —dijo Esme—. ¡Anda, desembucha!
La rabia que sentía estaba ahora inextricablemente unida a un miedo instintivo, antiguo: ¿a las madres mentirosas o a los padres inescrutables?
—Me está gustando este melodrama —comentó Liv.
—De ti no me extraña —le espetó Esme.
No estaba bien decirle eso, pero Esme no tenía ganas de ser simpática. Se sentía como si estuvieran a punto de agredirla; y tenía bastante con todas esas cosas imprevisibles que le habían sucedido ese año: en el campo de deportes del colegio, en los salones de caoba, en las fiestas. Además, Liv había llevado una vida tan abiertamente teatral que era como si se propusiera vivir haciendo lo contrario de Esme, quien, hasta hacía muy poco, tomaba decisiones razonables y responsables. Para Esme, el estilo de vida de Liv, tan dramático y teatral, era como un juicio a su propio estilo de vida práctico.
La impaciencia de Esme irritó a Liv. Liv siempre había sido más bonita que Esme y estaba segura de que Esme nunca había superado esa pequeña injusticia genética. Por ese motivo, Liv se había mantenido gran parte de su vida alejada afectivamente de Esme. Y ahora estaba cansada de eso. Su madre merecía un poco de atención. Las chicas no habían sido unas niñas mimadas. Liv no estaba segura de lo que su madre iba a decir, pero la verdad era que tampoco le importaba. Había ingerido cantidad de fármacos y miraba a su madre como si estuviera hecha de burbujas de jabón. De buen olor, pero finalmente frágil. Pensó: «Mi madre es una burbuja a punto de reventar.»
—Por una vez deja que hoy sea ella la estrella, ¿quieres? —le dijo Liv a Esme.
Ru, con expresión de asombro, guardaba silencio. Había renunciado a la idea de que este momento llegara alguna vez y estaba sorprendida de que hubiera llegado sin alharaca.
—No soy yo la estrella hoy —dijo Augusta— sino vosotras.
Augusta las miraba a todas, pero justo en ese momento, accidentalmente, al final de la frase su mirada se posó en Atty, quien se dio por aludida.
—¿Yo? —preguntó.
Atty seguía con los libros de Nancy Drew encima de su falda. Estaba desconcertada y también, cómo no, complacida. Su madre le había contado historias de su infancia nada convencional y Atty sabía que estaba a punto de presenciar una suerte de evento performativo. Hacía unos meses había viajado a Nueva York con su clase de arte dramático y había asistido a la representación de una obra de teatro experimental, durante la cual se les permitió pasar de una habitación a otra, entrar y salir de cada una de las escenas e interactuar con los actores. En un oscuro pasillo había besado a un hombre en el hombro. No era un actor, pero él la había besado a su vez en la boca y metiéndole mano. Fue algo muy raro que ella nunca antes había experimentado, y tuiteó lo siguiente: «Inmersión en teatro. Solo me han sobado.» #Nobesonicuento. Antes del ligue de su padre, a nadie se le ocurría invitar a Atty a las orgías que tenían lugar en el campus, pero después, imbuida de un aire colateral de sensualidad ilícita, tuvo lo que resultó ser una prueba, en la que le había ido increíblemente mal. Estaba convencida de que esa prueba había sido el punto de partida de su espiral descendente.
—Tú no, Atty —dijo Esme—. No serás tú la estrella de la noche. Se refiere a nosotras. Las niñas.
Ella y sus hermanas siempre serían «las niñas». Esme lo dijo para tranquilizar a su hija, pero Atty se mostró algo decepcionada. Lo único que Esme deseaba era que todo eso acabara de una vez.
—Anda, mamá, prosigue, por favor.
Le salió una voz como de niña quejica. Esme detestaba las reuniones familiares porque siempre se ponía regresiva.
Augusta golpeó las manos.
—Bien. Sí. Vuestro padre. Ya sé que he dejado de hablar de él. Pensé que sería lo mejor. Pero hoy vino un hombre a casa. El huracán lo revolvió todo y dejó a la vista algunas cosas, entre ellas una caja con cartas. Su padre fue un amigo de vuestro padre y esta caja estaba en un sótano devastado por el huracán.
Fue raro cómo lo dijo, de manera formal aunque inconexa, como si hubiera ensayado una versión de un discurso que ahora pronunciaba sin orden ni concierto.
—El huracán —dijo Ru con asombro, pero tranquila.
Había sido necesario un acto brutal de la naturaleza para llegar a la verdad.
—Correcto, Ru. El huracán —respondió Augusta—. Y vuestro padre le escribió a su amigo durante años. Vuestro padre y yo nunca nos casamos, de manera que tampoco nos divorciamos realmente, pero dejamos de vernos en mil novecientos ochenta y cuatro.
—Espera un momento —intervino Liv—. ¿Tú eres una divorcée?
Augusta asintió.
—En un sentido, sí. Tenemos eso en común.
Esme movió la cabeza.
—¿Esto es lo que más te impresiona de esta historia? ¿Que ella sea una divorcée que nunca estuvo casada?
—Me gusta todo lo que acaba de decir —contestó Liv—. ¿Qué tiene de malo?
—¿Qué tiene de malo? —reaccionó Esme—. Es delirante. No tiene sentido. —Se volvió hacia su madre—: ¿Vas a llegar a la parte en la que nos cuentas que era un espía?
Augusta se sentó a la mesa de la cocina y frunció los labios.
Ru temió que su madre se retractara y se apresuró a decir: —Fue un espía —afirmó tajantemente—. Lo fue. Por si no lo sabes, existen personas que son espías. Es una verdadera ocupación, y son los que, en la vida real, hacen ese trabajo. CIA, ANS, FBI. No son organizaciones inventadas por la industria del espectáculo.
—El padre de Alicia Spitz está en la CIA —soltó Atty, pero nadie le hizo caso.
—¿Cómo es que tú sabes algo sobre nuestro presunto padre? —le preguntó Esme.
—Sí —dijo Liv, pasándose por los labios un poco del bálsamo que llevaba en una cajita de metal—. ¿Por qué dices estas cosas, Ru? Quiero decir, ¿de dónde las sacas?
Augusta juntó las manos, entrelazando los dedos.
—¿Cómo sabes lo de la bandera, hija? Nunca le conté a nadie nada acerca de la bandera.
Ru se levantó de la mesa, fue hasta la alacena y cogió un pequeño vaso para zumo.
—Ninguna de vosotras me preguntó nunca adónde fui. ¡Ninguna!
Se sorprendió de lo furiosa que se había puesto de golpe.
—Fuiste a Vietnam —intervino Esme—. Tú misma nos lo dijiste.
Ru giró en redondo.
—¡No! Tenía dieciséis años y desaparecí tres días, tres días enteros, antes de que os percatarais de que me había marchado.
Liv se rio.
—Lo sé. Tres días. Es de lo más divertido. Quiero decir, es la clásica cagada de Ru. No podía sucederle sino a ella.
—La clásica cagada de Ru —repitió Atty, meneando la cabeza; evidentemente, había escuchado antes esa frase.
—¿Qué queréis decir? ¿«La clásica cagada de Ru»? ¿Qué demonios significa eso? —inquirió Ru—. ¿Es lo que decís a mis espaldas?
—No, querida —se apresuró a contestar Augusta—. Estoy segura de que ya te lo han dicho en la cara. Es una broma que hacemos dentro de la familia. ¿Verdad, Esme?
—Sí, absolutamente. Empezamos a decirlo cuando eras muy muy pequeña.
—Me acuerdo de que vosotras dos lo dijisteis una vez, cuando yo tenía trece años y estábamos jugando al Risk, pero me puse a llorar y vosotras me jurasteis que no volveríais a repetirlo.
Esme miró a Liv, quien asintió.
—Debió de haber sido por entonces que empezamos a decirlo entre nosotras. Pero tú haces unas cosas que son cagadas, las típicas cagadas de Ru. ¡Y nosotras estamos atadas de manos!
—¡Vete a la mierda, Liv! Al menos yo, con mis clásicas movidas, no acabo en una clínica de rehabilitación.
En el coche, cuando volvían a casa, Ru había sacado la conclusión de que el spa que Liv le describía con tanto entusiasmo no era realmente un spa.
—¡No ataques a Liv! —exclamó Esme—. Eso no es jugar limpio.
—Ah, ¿porque es un golpe bajo, Esme? ¿Porque soy la única hecha de burbujas de detergente? —terció Liv—. ¿Y me voy a caer muerta en el acto si me da un golpe?
—¡No es lo que he querido decir! —exclamó Esme—. Te estaba defendiendo.
—¡Sí, claro, rebajándola! —replicó Ru.
El corazón de Atty le daba saltos dentro del pecho. Apoyó los Nancy Drew en el suelo por si la cosa llegaba a las manos. Quería estar lista para participar.
—¿Es porque una vez, cuando tenía dos años, hice caca en un zapato? —preguntó Ru, agarrándose la cabeza con ambas manos.
—Te hemos visto hacer caca en un zapato. Todas nosotras. Esme, Augusta, yo, y Jessamine, inclusive. Lo vimos.
—Si no pasarais por alto el resto de la historia —dijo Ru, poniéndose muy tiesa—, os acordaríais de que en realidad fue un accidente.
—Creo que es la imagen que ha quedado asociada contigo —dijo Esme.
—Una especie de primera impresión —añadió Atty, como si Ru necesitara que viniera más gente a criticarla—. Y las primeras impresiones son importantes.
—En el fondo, yo podría ganar el Nobel y vosotras seguirías viéndome como una cría que se caga en sus zapatos.
Liv levantó las cejas y se quedó petrificada.
—¿En serio? —preguntó, conteniendo la risa—. ¿Ahora vas a ganar el Nobel?
—¡Vete a la mierda! —exclamó Ru.
Augusta alzó las manos y gritó:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!
Se hizo un completo silencio en la cocina.
Se oyeron algunos suspiros, bufidos de malhumor, el roce de una silla contra el suelo cuando Ru, al tomar asiento, la apartó de la mesa con el vaso de zumo vacío en la mano.
—Le restamos importancia a tu desaparición porque fue un horror. Abrumadas por el susto y el amor no parábamos de hacer bromas. ¡Y te creímos cuando hallamos la nota en la que decías que regresarías pronto!
Augusta aplicaba a veces los postulados de su desaparecido Movimiento de Honestidad Personal y pronunciaba varias frases seguidas, simples y concretas.
—Fui a buscarlo —dijo Ru.
—¿A quién? —preguntó Liv.
—A nuestro padre.
—¿Fuiste a buscarlo? ¿Tú? —inquirió Esme.
Augusta se quedó de piedra.
—¿Y lo encontraste?
—Sí.
—¿Dónde? —preguntó Liv.
—En Guadalupe.
—¿Te marchaste a Guadalupe? —dijo Augusta, y, como si el mero hecho de pensarlo le produjera horror con carácter retroactivo, añadió—: Tú no tenías pasaporte, ¿no? ¡Era un viaje internacional!
Ru no deseaba entrar en detalles.
—Lo encontré y conversamos en un bar. Existe, es real.
—Nuestro verdadero padre —dijo Esme en voz alta, en un tono que era a la vez una pregunta y una afirmación.
—¿Y nunca nos lo dijiste? —preguntó Liv.
—¡Vosotras nunca me preguntasteis adónde había ido! —replicó Ru, tratando de conservar la calma.
—Bien —dijo Liv. Se sentó de nuevo y añadió—: Ya entiendo. No merecíamos saberlo.
—Eso es —repuso Ru, aliviada.
—Mil novecientos noventa y dos —comentó Esme, haciendo un rápido cálculo matemático.
—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Augusta, un poco a la defensiva, como si hubiese deseado que Nick estuviera desesperado, perdido sin ella.
—El de un hombre de mediana edad —contestó Ru.
—Ni siquiera sé su nombre. ¿Cómo se llama? —preguntó Esme.
—Nick Flemming —respondió Ru.
Esme miró a su madre en busca de confirmación.
Augusta asintió.
—¿Cómo iba vestido? ¿Sabía que tú lo habías estado buscando? ¿De qué hablasteis? —preguntó Esme.
—Del pasado, de su relación con mamá, de sus remordimientos y fracasos.
Liv clavó los ojos en su madre.
—Un momento, tuviste tres hijas con este hombre. No una o dos: tres.
Augusta suspiró.
—Es una larga historia. Si no lo entendéis, no importa. En realidad, no espero que alguien lo entienda.
Esme golpeó la mesa.
—¡Ru! ¿Qué sucedió? ¿Qué sucedió realmente?
Ru colocó el salero junto al pimentero.
—Le pedí que me dejara en paz.
—¿Qué quieres decir con eso de dejarte en paz? —preguntó Liv.
—Él nos había abandonado —agregó Esme. Y de pronto se dio cuenta de por qué ella había decidido que él no existía. Si su madre había inventado un padre falso, ¡un presunto espía, nada menos!, entonces ella no tenía por qué suponer que un hombre, o tres hombres, había abandonado a las niñas Rockwell. En el relato que se había contado a sí misma, la madre de Esme había, con toda probabilidad, seducido a hombres de buenas familias, se había quedado embarazada y nunca había informado de ello a los futuros padres. Los problemas de abandono de Esme eran prístinos, como si siempre hubieran estado allí, igual que esa caja de cartas que apareció en un sótano durante el huracán, y ahora alguien los había destapado. Podía sentir dentro de ella el proceso de elaboración del hecho de haber sido abandonada por su esposo. El problema no era que su madre fuera una delirante o que su marido hubiera tenido una especie de depresión. El problema era que ella, Esme, era en definitiva una mujer susceptible de ser abandonada—. ¡Nuestro padre, evidentemente, ya nos había dejado en paz! —Se frotó las orejas. Oyó su voz como amortiguada dentro de su cabeza—. ¿Estoy gritando?
Ru no estaba segura de que su madre supiera (y estaba dispuesta a aceptarlo) hasta dónde las llevaría esa conversación.
—Es tu turno —le dijo.
Augusta esbozó una sonrisa. Levantó una mano como si fuera a darles la bendición.
—Resulta ser que vuestro padre en realidad nunca os abandonó. Ha estado muy... implicado en vuestras vidas. —Su expresión cambió. Su sonrisa se borró. Su tono de voz fue severo—: Vuestras vidas no son del todo vuestras.