36
Cuatro horas después, Nick Flemming se despertaba en la cama de un hospital rodeado de su familia. Liv y Ru estaban de pie a un lado de la cama y Atty y Esme del otro. Augusta le agarraba una mano. Cuando él logró enfocarla bien —su bella mirada—, ella sonrió y le acarició el pelo.
—Las chicas —dijo— han decidido lo que realmente quieren de ti.
Frunció los labios para preguntar qué podía darles él, pero Augusta lo hizo callar.
—Queremos conocerte —dijo Ru—. Y que tú nos conozcas.
—Antes de que te nos mueras —agregó Esme.
—Probablemente te necesitamos —intervino Liv—, como nos necesitas tú.
—En suma —resumió Atty—, ya ha habido muchas tonterías en esta familia.
Nick asintió.
—Trataré de no morirme. Al menos, no todavía.
Entonces, las caras suspendidas en torno a él se empañaron con gotitas brillantes. Nick parpadeó. Dos lágrimas bajaron a sus sienes. Y volvió a dormirse.
—Todo el tiempo yo pensaba que tú eras el centro de la rueda y nosotras solamente los radios —dijo Esme—. Pero ahora es él. Es él.
Y se quedó mirando a su padre dormido.
—Dejémonos de chorradas —dijo Liv a Ru—, he estado pensando en pescar a tu prometido.
—No es mi prometido. Vendrá mañana a buscar el anillo. Se ha terminado.
—Cariño —dijo Augusta—, lo siento.
—¿Por qué no nos lo dijiste? —preguntó Esme.
—No sabemos cómo hablar entre nosotras, ¿no os parece? —respondió Ru.
Atty estaba todavía un poco mareada, pero el cerebro le funcionaba perfectamente. De hecho, se sentía bien. Como nunca antes, y no solo por las pastillas, sino porque sentía que la tensión había durado muchísimo tiempo y ahora por fin se rompía.
—¿En serio pensabas robarle el novio? —le preguntó a Liv.
—Estaba pensando en ello.
—¿Y sigues pensándolo? —le preguntó Esme.
—Bueno, ahora no se trata de quitárselo —respondió Liv—. Ya han roto.
—Yo podría enamorarme de Teddy Whistler —dijo Ru a Liv.
—Es porque absorbiste todo ese amor que me estaba destinado —contestó Liv, con una extraña sensación de paz—. Todas esas cosas que él gritó en nuestro jardín aquel verano.
—¿Os acordáis de cuando dirigíamos tormentas frente a las ventanas del tercer piso? —preguntó Esme con melancolía.
En la habitación solo se oía el rítmico sonido de los aparatos que controlaban los órganos vitales de Nick.
—He seguido haciéndolo durante años, con cada tormenta —contó Liv en voz baja, y, de pronto, inexplicablemente, rompió a llorar.
Por primera vez en muchísimo tiempo, tanto que ya ni se acordaba, no lloraba con la intención de manipular a alguien. Lloraba porque repentinamente se vio a sí misma como una niña, y luego como una adolescente, de pie frente al cristal de la ventana, con su batuta con pomo de corcho en forma de pera. Lloraba porque reconocía a este yo secreto: esa niña vulnerable. Añoraba a la que antaño había sido. Mucho más que a sus maridos y más que a Teddy Whistler en el quiosco del paseo marítimo o en el jardín de su casa, añoraba a esa niña en la ventana durante la tormenta.
—Sobre eso —le dijo Augusta a Esme— tenías razón, después de todo. Yo tenía miedo de la intimidad cotidiana, esa intimidad con la que construyes una vida. Tenía un problema con la confianza en el otro.
—Para ser justos —dijo Ru, señalando a su padre con las dos manos—, era una situación complicada.
—Yo quería una situación complicada, yo quería una familia. —Augusta meneó la cabeza y agregó—: No quería una familia; yo quería esta familia.
—Entonces, me equivoqué —dijo Esme—, pero también tuve algo de razón.
—¿Lloras? —preguntó Atty a Liv—. ¿Lloras en serio?
Liv tenía tal nudo en la garganta que no podía contestarle. Asintió con un rápido movimiento de cabeza.