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Augusta dijo:
—He aprendido que el dolor, cuando te lo guardas para ti, aumenta. Si fuera un perro, lo sacaría a la calle con una correa y lo llevaría a recorrer el barrio, y la gente lo acariciaría o lo regañaría por evacuar donde no se debe. Pero el dolor no es un perro y, como yo no podía compartir el mío, creció y creció dentro de mí, cada vez más grande, empujando a mis otros órganos para hacerse lugar. Presionó y comprimió tanto mis pulmones que mi respiración se tornó superficial. Solo podía comer cantidades minúsculas de alimento porque sentía mi estómago como aplastado contra otro órgano interior. Fue demasiado. Pensé que si le ordenaba que dejara de molestar, el dolor se marcharía, pero no fue así.
Liv había salido al patio a fumar.
Esme había abandonado la cocina dando traspiés; sus pasos sonaban lentos por la escalera, como si escalara un acantilado muy empinado.
Ru no estaba escuchando. Quería ir detrás de una de sus hermanas, pero no estaba segura de cuál querría que alguien la siguiera en ese momento. Se sentía culpable. Quizá no les había dicho nada porque había querido protegerlas. Le había exigido a su padre que no interfiriera en su vida, que la dejara en libertad, pero debió haber hecho un trato en nombre de todas.
Atty seguía en la cocina; frotaba la cadera de Ingmar, deformada de nacimiento.
—Lo entiendo —le dijo a Augusta—. Sé algo sobre el dolor... con lo del desliz de mi padre.
—Mi dolor era por amar a alguien con quien en realidad no podía estar, alguien que ni siquiera podía admitir que existía en mi vida.
—Entonces nuestros dolores tienen mucho en común —dijo Atty.
Augusta se sobresaltó. Había compartido su dolor y Atty lo había aceptado como una versión reconocible del suyo. Se sintió aliviada.
Aliviada.
Liv se quedó en el patio trasero, de pie y en la mano un cigarrillo aún sin encender. Había atribuido a la ausencia de su padre la mayor parte de sus fracasos en la vida, sus debilidades y su incapacidad para desear las mismas cosas que deseaban los demás y obtenerlas de manera decente.
Incluso fumar. Siempre había pensado que, de haber tenido un verdadero padre, no hubiera sido fumadora.
Pero, bueno, mierda. Resultó que sí había tenido un padre y que le hizo regalos. En realidad, le hizo la vida más fácil. Pero eso trastocaba las cosas que habían sustentado su vida. Si el universo no la amaba y en cambio sí la amaba su padre, quería decir que, de golpe, ella era vulnerable en el mundo porque su suerte había dejado de ser un escudo y ella había perdido su chivo expiatorio.
Miró el cigarrillo y lo encendió, y, por primera vez en su vida, se preguntó si no tenía a nadie más a quien culpar salvo a sí misma.
Arriba, Esme, echada en su cama con dosel, miraba la estructura metálica. Podía oler el humo del cigarrillo de Liv que se colaba por las celosías. Si Ingmar no tuviera tanto miedo de la escalera y fuera uno de esos perros que se trepan de un salto a la cama, estaría ahora acurrucado junto a ella. ¿Por qué no podía ser más como Lassie, el arquetipo del perro heroico norteamericano? Al fin y al cabo, era por eso que a ella le gustaban tanto los collies.
Pensó en Doug y, por ningún motivo en especial, añoró su cuerpo, sus gruesas pantorrillas y sus muslos, sus delicadas rodillas como pomos de una puerta de una casa de la época colonial. Añoraba su pecho, con poco vello, y sus hombros caídos, como inclinados para formar una cortina con su camisa a fin de ocultar su barriga incipiente. Era un cuerpo fuerte, aunque sin pretensiones. Deseaba ovillarse a su lado y pegarse en el suave colchón de su barriga e incrustarle la rodilla en la ingle...
Y deseaba susurrarle que lo había querido, pero que más había querido a Darwin Webber, de manera que, en cierto modo, ella había engañado a Doug con el pensamiento antes de que él la engañara a ella en la realidad, puesto que ni siquiera se había casado con él sintiendo ese amor que ella se sabía capaz de sentir.
Su padre era peor de lo que había pensado. Era peor que la idea de su madre teniendo sexo con desconocidos. Era peor que el abandono mismo. Había arruinado su vida.
Y pensó en encontrarlo y gritarle todo eso en público, quizás en un partido de minigolf. Augusta jamás habría permitido algo tan turístico como el minigolf. Las niñas Rockwell eran malísimas jugando al crocket, ¡lo que sería con un público! Pero seguramente un papá habría insistido con el minigolf, quizás una vez al año.
Pero luego se puso a pensar en Darwin Webber la última vez que lo vio: corriendo hacia ella después de un partido de fútbol, amagando con lanzarle la pelota, pero atrapándola con sus hombros. Uno de sus trucos.
Y después desapareció.
Ni siquiera un indicio en Internet. Ni datos. Nada.
¿Qué le había hecho su padre? ¿Dónde estaba Darwin Webber? ¿Qué había sido de su vida? ¿Qué sería de las vidas de todas ellas ahora que sabían la verdad?