31
Esa noche Augusta no podía dormir. Bajó sigilosamente por la escalera y entró en la cocina. Encendió la luz y vio una silueta encorvada sentada a la mesa.
Dejó escapar un pequeño grito, pero inmediatamente se dio cuenta de que era Nick Flemming. Tenía los codos apoyados sobre la mesa y comía una tostada con mantequilla cortada en triángulos. Ingmar y Toby salieron como flechas de debajo de la mesa y olfatearon a Augusta. Ella los ahuyentó: —¡Estoy bien, estoy bien! —les aseguró.
A continuación le preguntó a Nick qué hacía despierto a esas horas.
—No puedo dormir. Demasiado tiempo que recuperar. Mi cerebro me despierta a cada rato. Consciente o subconscientemente, no quiero perderme nada. Ni un minuto, Augusta.
Lo decía como si estuviera enfadado.
Augusta fue hasta la nevera, se sirvió un vaso de leche y se sentó a su lado.
—¿Cómo lo has pasado hoy con Atty y con Liv?
—Perfecto.
—¿En serio? Perfecto. Con Atty y Liv.
Augusta se rio.
—No fue perfecto en el sentido tradicional de la palabra. Quiero decir, fue imperfecto, defectuoso y a mí no me gusta subir a esas atracciones. Pero fue perfecto porque no fue perfecto. Solo fue, lo cual ya es perfecto.
—De todos modos, supongo que a ti nunca te gustó la perfección al estilo de Norman Rockwell.
—¿Por qué no estás durmiendo? —preguntó Nick.
—Demasiada gente respirando en la casa. Está llena de latidos.
—Fuimos nosotros quienes hicimos esos latidos, ¿recuerdas?
Augusta lo miró.
—Me imagino que todavía tienes el cuerpo lleno de cicatrices, como un mapa topográfico de viejas heridas.
—Recibí varios tiros y navajazos también. —Se inclinó hacia delante y sonrió—. ¿Quieres verlo? —Se llevó la mano al pecho—. Se puede visitar.
Augusta no le hizo caso.
—Estuvimos a punto de contárselo.
Una vez ella le dio un ultimátum y él accedió.
—Pero no pudimos.
El hijo de un agente desapareció y luego hallaron su cadáver despedazado en Miami.
—¿Cómo está Gerard? —preguntó Augusta. No había conocido al hombre que había perdido a su hijo, pero había pensado en él con frecuencia—. ¿Has tenido noticias?
Nick negó con la cabeza.
—Mis coberturas, las leyendas acerca de quién era yo, de dónde venía. Yo no era Nick Flemming. No era un esposo o un padre. No podía modificar eso. Tal fue lo que nos salvó.
—¿Quién eras?
Augusta nunca se lo había preguntado.
Nick sabía que solamente Ru lo había averiguado. Durante cierto tiempo, había sido Peter Wilderman. Se había criado en White Plains, en Nueva York. Su padre había sido un vendedor de seguros. Su madre daba clases de violín. No tenía hermanos. Había jugado bastante bien al baloncesto en el instituto. Había estudiado en la Universidad Estatal de Pensilvania y había obtenido buenas calificaciones. Se incorporó al ejército. No tocaba el violín, a pesar de que en su hogar se hubiera cultivado la música.
Nada de esto era cierto, pero con el tiempo le recordaba la verdad.
—No puedo decirte quién era —contestó Nick—. A veces es todavía quien soy. —Frotó los nudillos contra la mesa y añadió—: Tú conoces a la persona real. También la conocerán las niñas. Es quien yo deseo ser.
Estiró la mano y la posó sobre las manos de ella.
La mano de él era áspera y tibia.
—Te eché de menos —murmuró Augusta.
—También yo te eché de menos.
Esto último fue dicho tan bajo que Liv, quien tampoco podía dormir y estaba fumando en el patio, no pudo oírlo. Había escuchado todo lo anterior. Se acercó a la ventana abierta. Las cortinas de la cocina no se movían. Liv estaba en la oscuridad, no podían verla. Se quedó allí contemplando las manos enlazadas de sus padres. Como si estuviera viendo algo raro, excepcional, una especie que se creía extinguida hacía mucho tiempo. Había oído decir que la paloma migratoria solía ser una de las aves más comunes del mundo, pero la última murió en un zoo. El amor, ¿era eso? Una especie rara, milagrosamente aún viva.