33

Después de que la camioneta familiar verde fuera alcanzada por una pesada rama durante la tormenta del verano de 1985, la misma rama que Ru, con su sola fuerza de voluntad, había intentado mantener suspendida en el aire, Augusta había comprado una segunda y después una tercera camioneta verde. Los seis —Nick y Augusta, sus tres hijas y su nieta— la rodeaban sin saber ninguno de ellos dónde sentarse.

—Es raro esto de las camionetas verdes —susurró Liv a sus hermanas.

—Como si no pudiera liberarse del pasado —susurró Esme.

—Creí que habías renunciado a psicoanalizar a nuestra madre —dijo Liv—. ¡Mira tus teorías, como la del sexo con extraños y los conflictos con la intimidad, ya ves, todas equivocadas!

—¿Quién tuvo sexo con extraños? —preguntó Atty.

Las hermanas no sabían que ella las estaba escuchando, pero Atty siempre estaba escuchando.

—¿De qué habláis? —preguntó Nick.

—De la otra teoría sobre la vida de nuestra madre —contestó Ru.

—¿Y cuál era? —insistió Nick.

—Nada —contestaron al unísono Esme y Augusta.

—Quizá deberíamos coger varios coches —sugirió Liv.

—Somos una familia —declaró Esme.

A Ru y a Liv no les quedó más remedio que creer que su hermana tenía un plan, una visión.

—Yo conduzco —anunció Augusta, por si acaso alguien más tuviera la misma idea—. Jessamine y yo somos las únicas que estamos aseguradas para conducir este vehículo.

Jessamine se encontraba dentro de la casa, arreglando el detector de humo. Liv había reaccionado mal al balido estridente del aparato y en vez de darle aire con un paño de cocina, como había sugerido Augusta, lo golpeó con el mango de la escoba.

—Pero ¿tú conduces? —preguntó Ru.

—Tengo el permiso.

—Sabes, está bien que otra persona conduzca el coche de vez en cuando —intervino Nick—. El seguro vale lo mismo.

—No vengas a explicarme a mí cómo funciona el mundo, —le contestó Augusta.

Ru no estaba segura de si su madre prefería ser ignorante o pensó que él adoptaba una actitud condescendiente. Sus padres juntos, como una pareja, era un terreno desconocido.

—Si la mujer dice que puede conducir, es que puede conducir —declaró Liv—. Pero yo viajo en el asiento de delante porque atrás me mareo.

—¡Otra vez esta mierda! —exclamó Esme—. Vomitó una vez. ¡Una vez! Y desde entonces tiene que viajar siempre delante.

—Bueno, vomitó encima de Papá Noel —recordó Augusta—. Fue espantoso.

—¿Para ella o para el pobre gordo que hacía de Papá Noel? —inquirió Esme.

—Para ambos, probablemente —contestó Augusta.

—No sé si tuve regalos —dijo Liv—. Yo no soy como vosotras dos. Yo necesito regalos.

—No sé lo que significa eso —se dirigió Esme a Ru—. ¿Y tú?

—Asocio el olor a vómito con las vacaciones —le respondió Ru en voz baja.

—Atty —dijo Esme—. Tú te mareas en el asiento de atrás, ¿no?

—Solo si leo.

—Entonces no leas.

Y Liv se sentó delante, corriéndose al medio.

Nick se sentó a su lado.

—Tengo las piernas largas —dijo.

—No tanto —corrigió Ru.

—En realidad eres bastante bajo. ¿Cuánto mides, uno cincuenta? —preguntó Esme.

—Uno cincuenta y cinco —aclaró Nick.

—¿Qué? ¿Con plataformas? —preguntó Liv.

—Anda, déjalo que se siente delante —intervino Ru.

Atty, con una novela de Nancy Drew titulada La pista del relicario roto en la mano y con su gracioso bolso ajustado a la cadera, se sentó atrás, entre Esme y Ru.

—Ojalá hubiera adelgazado cuatro kilos antes de ver a Darwin —comentó Esme—. Compré una licuadora, pero resulta que no me gustan los zumos.

—Ayuda a mamá a mirar la carretera, ¿vale? —le dijo Ru a Liv.

—Voy bien —declaró Augusta. Conducía con los dos pies: uno en el acelerador, el otro en el freno.

—Cuéntanos una historia de espías, tipo Jason Bourne —le pidió Atty a su abuelo.

—Esas películas son muy inexactas —opinó Nick.

—Entonces cuéntanos una historia de amor —dijo Liv—. ¿Cómo os conocisteis vosotros dos?

Augusta le echó una mirada a Nick y cambió de carril. Conducía tan despacio que los coches le adelantaban constantemente.

—Nos conocimos en un autobús, con una tormenta de nieve —contestó Nick.

—¿Y cuándo os enamorasteis? —preguntó Ru, pensando en Teddy y preguntándose si la forma como ella se sentía a su lado podía transformarse un día en algo real.

—En ese autobús —respondió Augusta.

—Durante la tormenta de nieve —agregó Nick.

—¿Ahí mismo? ¿Inmediatamente? —preguntó Ru.

—Sí —dijo Nick—. Ahí mismo. Inmediatamente.

—Bah —comentó Ru.

—¿Por qué dices eso como si no nos creyeras? —preguntó Augusta.

—A las generaciones posteriores a vosotros les han hecho creer que enamorarse es algo que solo sucede en las películas —informó Atty—. Es como si cada generación estuviera más harta de todo que la anterior.

—Eres sabia —le dijo Liv a Atty—. Muy sabia.

—Gracias —contestó Atty y, envalentonada por su éxito, les preguntó a sus abuelos—: ¿Por qué habéis tenido hijos?

—Por las mismas razones que tiene hijos mucha gente. Nos enamoramos —respondió Nick.

—Eso es ingenuo. Quiero decir que no creo que la gente tenga hijos porque están enamorados —opinó Liv.

—Hay personas que quieren tener hijos y no están enamoradas de nadie —intervino Ru, pensando en el bebé que había nacido en la casa larga. Había estado allí para el nacimiento: una maravillosa cabeza resbaladiza emergiendo de un cuerpo, poniendo la carita muy tensa para berrear.

—¿Fue por ellas que vosotros no seguisteis juntos? —preguntó Atty, señalando con el dedo a su madre y a sus tías. Esme no quería que Atty mencionara lo de su divorcio. Se preguntó si no se sentiría en cierto modo responsable por lo ocurrido entre ella y Doug.

—Ellas son el motivo por el que nos esforzamos tanto por seguir juntos —repuso Nick.

—¿Lo intentasteis? ¿De verdad lo intentasteis? —preguntó Esme.

Nick miró a Augusta.

—¿Debo...?

—Cuéntale acerca de Maine —le pidió Augusta.

—Cuando Esme y Liv ya habían nacido, me otorgaron una licencia.

—Se estaba muriendo —explicó Augusta.

—Tenía unas úlceras. No me moría, de manera que no me estaba muriendo.

—¿En Maine? ¿Quieres decir que fuiste a vivir con nosotras? —preguntó Esme.

—Liv era muy pequeñita aún y tú tenías pocos años —le contó Nick a Esme.

—No podía funcionar —acotó Augusta.

—Yo estaba demasiado involucrado.

—¿En Maine? —repitió Esme—. ¿Un lago en Maine? ¿Con un muelle de pescadores?

—Había un muelle, en efecto —dijo Augusta.

—Claro —agregó Nick—. Las canoas y los chalecos salvavidas colgados de los clavos debajo de esa diminuta choza de madera. Y había una isla llena de arándanos.

—Y pescar... —la voz de Esme sonó distante, cavernosa.

—¿Esme? —preguntó Augusta—. ¿Te ocurre algo?

—Mierda —murmuró Esme y bajó la ventanilla y sacó la cabeza afuera.

—¡Esme! —exclamó Liv—. ¡Estás dejando entrar aire caliente!

—¿Mami? —dijo Atty—. Mami, ¿estás bien?

Esme volvió a entrar. El viento le había empujado el pelo hacia atrás y tenía el rostro pálido, inexpresivo.

—Esme —le habló Ru—. Di algo.

—Tío Vic —dijo Esme y adelantó el cuerpo agarrándose del apoyacabezas del asiento de su padre—. ¡Tú eres tío Vic!

A continuación, con la mano le pegó a su padre en la nuca.

—¡Por Dios! —exclamó su padre—. ¿Quién es el tío Vic?

Augusta suspiró.

—Ella empezó a llamarte papá. ¿Te acuerdas? No podía ir por ahí hablándole a la gente de su papá. Se trataba de nuestra seguridad. No había un papá.

—¿Y tú inventaste otro hombre? —preguntó Nick.

—Sí, sí, así fue —afirmó Augusta.

—Me mentiste —dijo Esme—. ¡Me negaste el único recuerdo de mi infancia cuando tenía un padre!

—Yo no me acuerdo de él en absoluto —intervino Liv. No deseaba compartir con sus hermanas que su padre le había salvado la vida. Le había hecho tantos regalos que una maniobra de Heimlich para salvarla habría parecido excesivo, especialmente a la luz de lo que le había hecho a Esme. Pero, al mismo tiempo, no deseaba admitir lo que ella sabía que era verdad: la había vigilado a ella más de cerca porque ella lo necesitaba como no lo habían necesitado sus hermanas, de una forma que ellas nunca comprenderían—. Yo era un bebé en Maine —añadió, a sabiendas de que su padre entendía que ellos dos compartían ahora un secreto.

—Yo ni siquiera había nacido —dijo Ru y, por primera vez en largo tiempo, sintió que se moría por una piruleta.

—Me obligó a no decir la verdad. Os hablé de él mucho después, pero no me creísteis. ¿Qué se suponía que debía hacer?

—Quizá todos somos mentirosos —comentó Ru—. Y no se puede confiar en ninguno de nosotros.

—Yo me limito a manipular a la gente. Es distinto —opinó Liv.

—Hiciste que todos esos hombres creyeran que tú los querías, pero los estabas usando —sentenció Esme—. Es una forma terrible de mentir.

—¿Y tú? ¿No sabías que tu matrimonio estaba pasando por dificultades? —preguntó Liv—. ¿No sabías que tu hija estaba a punto de hacer algo raro con un mosquete robado? ¿Por qué? Porque te mientes a ti misma. ¡Esa es la peor de las mentiras!

—¡Tú nos decías que tus amores eran épicos! —gritó Esme—. ¡Demasiado románticos para que nosotras pudiéramos entenderlos! Pero tú eres una cazafortunas. ¿Lo ves? ¡Esto es decir la verdad!

Liv se puso tensa.

—No podemos discutir —dijo Ru prudentemente—. Se trata de nosotras ahora. Juntas.

—Y supongo que ahora nos vas a decir, otra vez, que todo marcha estupendamente con Cliff, tu prometido —lanzó Liv, volcando su furia en Ru.

—Voy a vomitar —anunció Atty.

—Hay una diferencia entre ser reservada y mentir —contestó Ru—. ¿Tengo derecho a una vida privada? ¿Me autorizas?

—Hablo en serio —insistió Atty—. ¡Voy a vomitar!

—Pero si no estabas leyendo —dijo Liv.

Atty se puso una mano delante de la boca.

—¡Para! —exclamó Ru, apartándose de Atty.

Augusta puso los intermitentes y miró por el espejo retrovisor.

—Ya, para —dijo Nick.

—¡No me digas cómo debo conducir!

—Está bien. Estarás bien —le dijo Esme a su hija frotándole la espalda.

—Solo estábamos peleándonos. Es lo que hacen las familias —comentó Liv—. Nos queremos como siempre. ¿No?

—Aguanta un poco —dijo Augusta, bordeando muy lentamente el arcén.

—Si no pisas el acelerador y al mismo tiempo el freno —le explicó Nick—, creo que tendrás la sensación de que el coche va más rápido.

—¡Con gritarme solo consigues que vaya más lento! —gritó Augusta.

—No vomites —pidió Liv a Atty—. Repítelo para ti misma: «No vomites. No vomites. No vomites.»

—Creí que tú decías que mentirse a uno mismo era la peor de las mentiras —le dijo Esme a Liv.

—Vale, vomita, Atty —dijo Liv—, si esa es tu verdad profunda.

Y Atty vomitó.