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El tercer piso de la casa de Asbury Avenue estaba iluminado con linternas apoyadas en unas cajas pegadas con cintas de embalar y que estaban marcadas con los nombres de ESME, LIV, RU o las iniciales de los fenecidos movimientos de Augusta. Además de todas aquellas cajas, había casas de muñecas, bicicletas, enormes pantallas de lámparas, una vieja imitación del árbol de Navidad, montones de libros y álbumes de discos, cartuchos de ocho pistas y casetes, una mesa de juego de hockey, un telar de tamaño estándar, un torno de alfarero con su horno, banjos, violines, saxofones, cajas de sombreros, muletas y, en el fondo de un gran baúl de viaje, dentro de una caja blanca envuelta en plástico, un traje de boda de 1974. Blanco perla, con una larga hilera de botones en la espalda y en las mangas, era el traje que Augusta se había puesto una sola vez y después había envuelto de manera muy profesional a fin de que se pusiera amarillento con el tiempo.

Sin embargo, ella no era la esposa de nadie.

La lluvia torrencial y el viento hacían temblar la casa. El trueno fue tan fuerte que vibraron los cristales.

Augusta y Jessamine estaban sentadas, una al lado de la otra, en unas viejas sillas playeras. Cada una de ellas tenía en la frente una linterna barata ajustada a la cabeza con un elástico y que recordaba vagamente a las que usaban los mineros de las minas de carbón.

—¡Quieren que nos vayamos! —gritó Augusta en medio de la tormenta—. Tú sabes, Jessamine, que no nos gusta recibir órdenes.

Jessamine sabía perfectamente que ese «nos» no implicaba a ellas dos. Augusta se refería a la familia Rockwell, que se remontaba a varias generaciones.

—¡Tendremos que armarnos de valor! —dijo Jessamine.

Un relámpago iluminó el rostro envejecido de Jessamine. Augusta apenas notaba su propio cabello blanco, su cuello fláccido y sus hoyuelos arrugados, pero tenía conciencia del paso del tiempo por Jessamine, por sus párpados caídos y arrugados, la piel fláccida de su rostro con los pliegues debajo de la mandíbula, los brazos y las piernas llenos de manchas de vejez y otras blancas y rosadas. ¿Qué eran todas esas manchas? Y Jessamine se había vuelto más pequeña y frágil, a tal punto que a veces Augusta se preocupaba, no de que Jessamine se fuera a morir, sino de que desapareciera. Era como si poco a poco todo hubiera cambiado justo cuando Augusta no estaba prestando atención.

—¡Me pregunto dónde estarán mis niñas!

Un rato antes, Augusta había sacado una pila de discos, cubiertos por una fina capa de polvo, con la esperanza de dirigir un rato. Había encontrado incluso un viejo disco de Héctor Berlioz que le llamó mucho la atención por razones que no recordaba.

—Esme ha llamado varias veces —dijo Jessamine.

—No, no —musitó Augusta.

No quiso decir dónde estaban sus hijas adultas en ese preciso momento. Lo había dicho en sentido figurado. ¿Dónde estaban las niñas que habían sido sus hijas, las chicas a quienes, hacía mucho tiempo, les había parecido lo más natural dirigir tormentas. Añoraba a sus niñas. Y sus hijas nunca serían capaces de colmar esa añoranza. El pensamiento la asustó, lo mismo que el relámpago. El estampido de un rayo fue tan fuerte que lo sintió en las costillas. Era peligroso. Podían morir. A lo mejor el gobernador tenía razón después de todo.

—Jessamine —dijo—. Creo que deberías marcharte a casa con tu esposo.

Jessamine negó con la cabeza.

—Está muerto.

—¿Qué? —preguntó Augusta—. ¿Cuándo falleció?

Alarmada, como si no hubiera atendido una llamada urgente, se preguntó si no habría muerto justo en ese momento, en plena tormenta.

—Hace seis meses.

Augusta se sorprendió.

—¡Jessamine, cuánto lo siento! ¿Por qué no...?

Estuvo a punto de preguntarle por qué no se lo había dicho, pero, por supuesto, sabía muy bien por qué. Había límites. Por eso habían permanecido juntas tantos años.

Jessamine contestó de todas formas la pregunta sacando a Augusta del apuro.

—No fue grato. Además, aquí yo podía dejar de pensar en ello.

—Era un buen hombre —comentó Augusta, pero inmediatamente se dio cuenta de que no sabía si eso era cierto. Nunca había visto al marido de Jessamine—. ¿Verdad?

Jessamine asintió.

—Era un hombre muy bueno.

—Lo siento muchísimo —dijo Augusta, sintiendo una punzada de celos.

Jessamine podía expresar la pérdida de su amor en público, abiertamente. Augusta había tenido que callar sus propias pérdidas a lo largo de los años. Quizá por eso no se había enterado de la muerte del marido de Jessamine. Jessamine no podía ser sincera con Augusta porque Augusta, en realidad, nunca pudo compartir algo con ella. Es sorprendente cómo la decisión de preservar tu intimidad afecta tu vida donde menos te lo esperas.

Y ahora Augusta se sentía desorientada. En otras épocas esa habitación había estado siempre prácticamente vacía. El tiempo la había llenado. La acumulación de la vida y sus cosas, pero a veces se preguntaba si ella realmente había vivido.

—Esta tormenta podría arrastrarnos —dijo Augusta.

Jessamine asintió con la cabeza.

—Sí, en efecto. Las olas ya han alcanzado las casas de allá —dijo, señalando enfrente—. Lo más probable es que nos alcancen a nosotras también.

Las dos mujeres no tenían la menor idea de lo mal que estaban las cosas, no sabían que el agua empezaría a acumularse en las escaleras mecánicas, que se inundaría el metro, que los taxis patinarían y chocarían entre sí volcando en esos ríos en que acabarían convertidas las calles del Bajo Manhattan. Cada una de las manzanas, una tras otra, habían quedado a oscuras. La Zona Cero se transformaría en una serie de cascadas. Las ambulancias se estaban poniendo en fila, listas para proceder a las evacuaciones. Los suministros de oxígeno ya no funcionaban por falta de corriente eléctrica. Muy pronto las pozas formadas por mareas repentinas harían volar por los aires a los transeúntes estrellándolos contra las vitrinas de las tiendas. Un petrolero de setecientas toneladas, sin amarras y sin personal, iba a la deriva rumbo a Staten Island.

Las olas que venían del East River se abatían contra las paredes de acrílico que encerraban el Jane’s Carousel, el cual, visto desde lejos, semejaba una caja vagamente fosforescente de caballos de madera pintados a mano. Al final las luces parpadearon y se apagaron. Se lo tragó la oscuridad.

Había personas arrastradas por las aguas al mar, otras, ahogadas en los sótanos y otras, aplastadas por los árboles caídos.

Y los fuegos de Breezy Point estaban a punto de echar las primeras chispas, prender y arder.

Las casas, machacadas, se partían en dos. Las olas empujaban al mar el cuerpo destartalado de una montaña rusa, acumulaban en la orilla la arena que se iba desparramando y entraba en los salones de las casas, incluido el de ellas.

Personas sin techo, perdidas, buscando, lastimadas... y la temperatura que bajaba, bajaba...

Augusta pensó en alguien que ella había amado y perdido y se preguntó si él llegaría a enterarse de que ella había muerto. Supuso que ella se enteraría si él moría; cómo, no estaba segura. Estaba muy asustada, pero no se sentía como debería sentirse. «No estoy asustada como debería estarlo.»

—No podemos marcharnos ahora.

Era una consideración práctica: era más peligroso abandonar la casa caminando por el agua que quedarse quietas en un lugar más elevado.

—¿Te importa si tarareo algo?

Música para Huracanes, pensó.

—No, señora Rockwell. En absoluto.

—Puedes llamarme Augusta.

—Después de tantos años —dijo Jessamine— no creo que pueda.

—Vale, me parece justo.

Pero entonces sucedió algo extraño. Augusta levantó la mano para dirigir la tormenta y la mano temblaba. Su cuerpo traicionaba su voluntad. Estaba más asustada de lo que creía.

—¿Puedes mirar esto? —preguntó manteniendo la mano suspendida en el aire.

Jessamine vio el temblor, cogió la mano de Augusta y la apretó con fuerza.

Augusta no tarareó música alguna. No trató de dirigir ese huracán. Las dos mujeres permanecieron sentadas, cogidas de la mano, mientras arreciaba la tormenta embravecida.

Un cambio, pensó Augusta. Las tormentas revuelven las cosas y las desordenan, y una se ve obligada a ordenarlo todo. ¿Qué iba a cambiar? ¿Iba ella a estar allí para verlo?

Quizás ella no tenía más interés en mantener las cosas como estaban.

Un cambio, pensó para sus adentros. Que así sea.