7
Cuando Ru llegó al Aeropuerto Internacional Noi Bai, obedientemente conectó su teléfono móvil aunque temerosa de los inevitables mensajes que entrarían de la vida que temporalmente había abandonado.
Había avisado a Cliff de que volvía a casa a fin de que pudieran resolver la cuestión del anillo de compromiso. Cliff dejó un solo mensaje: «Hola, llama cuando puedas. Podemos concertar la hora...» Se le apagaba la voz. «Solo dímelo.»
Ru se preguntó qué debería sentir en esas circunstancias, ¿culpa, alivio, nostalgia, pena? Para alguien con una memoria tan privilegiada, a veces le costaba sentir la emoción adecuada al momento y a las circunstancias. Y esta era una de esas veces.
Maska Gravitz, su agente, le había dejado varios mensajes. Era una mujer que arrastraba una fama legendaria. Llevaba décadas ocupándose de una élite literaria de borrachos y escritores que se habían convertido en franquicias. En una ocasión le había dicho a Ru: «He logrado que algunos de los más grandes genios literarios de nuestro tiempo no salten de un puente.»
Sus mensajes eran duros, pero sinceros. Como no le había dicho a Maska que se marchaba a Vietnam, el primero era algo furibundo.
«Cliff me ha llamado y me ha comunicado que estás en Vietnam. ¡Mierda! ¡Dime dónde exactamente, que vendré a darte una patada en el culo!»
El segundo mensaje era sobre la editora de Ru: «No puedo decirle a Hanby que te has ido del país. Le van a estallar las venas de la cabeza. Tiene miedo de llamarte y tener que hablar de tu puto anuncio de compromiso.» Ru no le había dicho a nadie que lo había cancelado. «La pobre niña te considera una semidiosa y piensa que su carrera depende de tu próximo libro. ¡Cristo, espero que estés trabajando en él!»
El tercer mensaje era un poco confuso y parecía la letra de una canción country. «Has de hacer lo que debes hacer aunque te estés muriendo de pena.» ¿Por qué creía Maska que Ru se moría de pena? Debía de pensar que Ru estaba enamorada. Ru decidió que era una proyección. Después de todo, las penas de amor eran parte de la condición humana, además de la razón por la cual la música country perduraba contra viento y marea.
En su último mensaje, Maska confesaba haber discutido con Cliff y que al final había conseguido sonsacarle la fecha de regreso de Ru; además, «la pobrecita Hanby Popper» le había dado «el visto bueno para que organice un evento en una librería en Ocean City. Se ocupará de ello un equipo de blogueros. En Tumblr, Twitter, toda esa mierda. Cree que si compromete a tus fans tú moverás el culete».
La sola idea de un evento de ese tipo la hizo sentirse vulnerable, tan frágil como Hanby Popper, quien sin duda era una persona frágil. Ru detestaba que le hicieran preguntas, especialmente las relacionadas con la inspiración, una palabra a su juicio religiosa y sumamente destructiva para la cultura norteamericana. La inspiración es insostenible. «Puedes estar inspirada para escribir el primer párrafo, pero no todo el libro. Eso requiere trabajo», les dijo a los periodistas que la entrevistaban. «Por eso existe la carrera de novelista y no de primer-paragrafista. Como personas cultas que somos, por favor, ¿podemos dejar de hacer esa pregunta estúpida?»
Era una creencia muy extendida que la interacción de un autor con sus fans incrementaba su base de fans. Ru estaba segura de que, en su caso, cada vez que participaba en un encuentro de ese tipo, perdía más fans de los que ganaba.
Ru borró los mensajes uno por uno y no llamó a nadie. Subió al avión vestida con la tradicional falda vietnamita, larga hasta los tobillos, una camiseta sin mangas y un chal. A pesar de que el vuelo fue largo y tranquilo —a su lado el asiento quedó vacío; un regalo del cielo, pensó—, no consiguió dormir.
El segundo vuelo con destino a Chicago estaba lleno. Le tocó el asiento del medio, entre una anciana que leía una de esas novelas rosa con mucho sexo y violencia, pero no por ello se mantenía despierta, y un corpulento comerciante de Kansas. Estuvieron tanto tiempo parados en la pista que, gracias a la demora, un viajero muy retrasado pudo llegar hasta el ala, con la camisa azul fuera del pantalón tejano y la lengua fuera, sin duda de tanto correr. Era alto y ancho de espaldas. Pidió disculpas al sentarse en la fila de delante.
—Si el vuelo no se llega a demorar, nunca habría podido cogerlo. Siento ocupar el lugar libre. Lo siento mucho, de veras —le dijo a su compañero de asiento.
Y luego se volvió y se disculpó con todas las personas que había a su alrededor.
Ru concluyó que, habida cuenta de su necesidad de expiación urbi et orbi, era católico, y jugaba quizás al lacrosse, aunque seguramente no al fútbol. Lo podía ver solo de espaldas. Como tenía el pelo un poco largo, al sentarse se le fue hacia delante y se lo echó atrás de un modo que a ella le pareció vanidoso o excesivamente rebuscado y afectado, tal vez hasta un pelín británico.
Dejó de mirarlo. El avión despegó y Ru se durmió enseguida.
Al cabo de un rato, se despertó. Se sintió desorientada al ver a tanto caucasiano de pelo corto y tejanos bebiendo sus tragos gratis en vasitos de plástico. Los veía algo borrosos; no había usado sus gafas desde que se había marchado de Estados Unidos. Decidió que no estaba mal experimentar la vida como «algo borroso». Y dijo en voz alta: —Nos creemos todo lo que nos dicen.
Se sorprendió al comprobar que el grueso empresario de Kansas había sido reemplazado por quien probablemente era un ex jugador de lacrosse católico. Sonreía como si supiera algo que ella no sabía.
—Hola.
Ru, desorientada, se frotó los ojos.
—Hola —contestó.
—Se ha dormido sobre mi hombro.
De repente recordó que, dormida, había aspirado su perfume. Una vez leyó que una persona podía oler el ADN de otra y que uno podía sentirse atraído por aquellas fragancias de ADN que mejor combinaban con la de su propio código genético.
—Perdone, no fue mi intención dormirme en su hombro —dijo y al oírse se sonrojó, pues le sonó como algo demasiado íntimo.
Hacía meses que no se sonrojaba; con los m’nong nunca se había sentido avergonzada.
—En realidad, usted pasó las manos por mi brazo. Se durmió profundamente —dijo, y añadió en voz baja—: sobre mí.
—¿Adónde se fue el otro hombre?
—Nos hemos intercambiado los asientos. Espero que no le moleste. Cuando me levanté para ir al lavabo, la reconocí.
—Ah —dijo Ru—, ya veo.
Se enderezó en su asiento; estaba segura de que ahora él le preguntaría por su secreto para escribir, o le pediría un autógrafo o que leyera el manuscrito que había escrito su primo.
—No me reconoce, ¿verdad?
Supo que no era algo profesional. Era personal. Entonces, instantáneamente y a pesar de su visión borrosa, vio algo en su rostro y reconoció quién era. Teddy Whistler. Tenía en los oídos el ruido del avión y sentía como si tuviera el pecho lleno de pequeños alambres súbitamente cargados con electricidad.
—¿Quizá se acuerde de que escribió un libro e hizo una película sobre mí? Ahora que lo pienso, gracias por cambiar mi apellido Whistler por Wilmer.
Se quedó mirándolo, muda. Observó su cara angulosa y la mandíbula fuerte y cuadrada. Conservaba las mismas cejas tristes y el mismo cabello oscuro, pero ya no llevaba gafas, de manera que tenía una mirada despejada y unos ojos proporcionados al tamaño de su rostro. Ojos celestes con pestañas oscuras.
—¡Cristo! —murmuró.
La novela, Confía en Teddy Wilmer, y su adaptación al cine, estaba basada en una parte de la vida de Teddy Whistler, el hombre que estaba sentado a su lado. Cuando era un adolescente, en el verano de 1988, salió tres veces en los periódicos retratado como un héroe. La primera vez cuando salvó a una mujer que se estaba ahogando; la segunda, cuando sacó a un perro de un coche en llamas; y la tercera, después de sobrevivir a los arañazos del kinkajú —un miembro depravado de la familia de los mapaches— de un vecino, solo que más tarde se supo que había simulado todos esos hechos para que lo creyeran un héroe y conquistar así a la chica que amaba, y que fue quien lo denunció.
Liv, la hermana de Ru, era esa chica.
—Lo siento —dijo Ru.
—¿Por qué? ¿Porque tu hermana me denunció? ¿Por el libro? ¿Por la adaptación? ¿O porque me interpreta un actor guapísimo con quien jamás podría compararme? ¿O por no haberme llamado para informarme de antemano de que ibas a transformar una parte sumamente íntima de mi vida personal en un producto destinado al público en general?
—Yo no estuve a cargo de la selección de los actores del reparto.
—¿Es todo lo que tienes que decir?
Sacudió con la cabeza.
—No, no —contestó—. Lo que quiero decir es que pensé en buscarte para contártelo, pero después decidí que, como lo había cambiado tanto, ya no se trataba de ti, y decirte que era un libro sobre ti se habría prestado a confusión, pues en realidad no lo era.
—¿No? El hombre que interpretó a mi padre cecea exactamente igual que él, tiene el mismo tatuaje y usa los mismos zapatos con doble suela. ¿Quieres que siga?
—Lo siento. Es arte, ¿sabes? Lo que quiero decir es que yo creía que estaba haciendo arte. Pensé que si tú veías la película, pensarías que era una forma de admiración.
Whistler se pellizcó la nariz.
—No se me había ocurrido. Era tan... raro. Era muy íntimo y a la vez era yo, pero no era yo. Por otra parte, te equivocaste en varias cosas.
—Porque en realidad no era sobre ti.
—Ah, ya veo. ¿Es así como piensas jugar a esto?
—No, claro que no. ¿En qué me equivoqué?
—Nada. Es personal. ¿Ya te ha pasado que alguien escriba un libro o haga una película con la época más desquiciada de tu vida? ¿No? Entonces supongo que no puedes entenderlo. —Cerró los ojos y los apretó con fuerza—. Dios, yo quería a tu hermana.
—Ella también estaba enamorada de ti.
—Yo me enamoré de ella primero.
—¿Importa eso?
—No, creo que lo único que importa es quién quiere a quién al final. Y en este caso también fui yo.
Se frotó los puños de la camisa y, sin mirarla, le preguntó:
—¿Cómo está ella?
Ru tenía la plena certeza de que la vida de su hermana era un desastre y que era muy desdichada.
—Bien, supongo. Sabes, cada una tiene su vida.
—Entiendo —dijo Teddy—. En cierto modo, ella fue mi Daisy. Supongo que tengo la suerte de no aparecer flotando boca arriba en una piscina al final de tu historia de mi vida, ¿verdad?
—Exageras un poco, ¿no crees?
—¿Te importa si te digo que realmente yo no veía mi vida como una película de chicas para hipsters que se suenan la nariz en el cine con pañuelos bordados con sus iniciales?
—Eso de «película de chicas» es algo peyorativo.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
¿Estaba él poniendo en duda lo que ella decía?
—Creo que tú no vas a hablar mal de un género al que le has sacado tanto provecho.
Ru pensó para sus adentros: «Yo estaba muy tranquila en este avión ocupándome de mis asuntos.»
—Es gracioso. Siempre pensé que un día me encontraría contigo y me imaginé cómo sería.
—¿Es como lo has imaginado?
—No exactamente. Normalmente tú estás más contrita. Pero quizá no es como tú eres realmente. Sabes, me acuerdo de cuando te conocí. Tenías doce años, más o menos, y estabas en pijama asomada a una de las ventanas del dormitorio. Liv y tu mamá reñían a gritos por mi causa. Yo estaba de mal humor. Las veía a través de los cristales. Te pregunté cómo te llamabas. Dijiste que te llamabas Ru Rockwell y aclaraste que no eras pariente del pintor.
—No lo somos.
—Yo ya lo sabía. Salía con Liv. Pero luego me preguntaste cómo me llamaba y te respondí con mi nombre completo: Teddy Whistler. Quisiste saber si yo era pariente del pintor que había pintado a tu madre. Eras una niña. ¿Cómo lo supiste?
—Tengo una excelente memoria. De hecho, me acuerdo de tu respuesta.
—¿Cuál fue?
—Dijiste: «Whistler pintó muchas cosas.»
—Bueno, es cierto, pintó muchas cosas.
—Después, si no me equivoco, mi madre llamó a la policía.
—Llegaron inmediatamente y me llevaron esposado.
Permanecieron un rato sin hablar. Ru no sabía qué decir. Teddy Whistler ocupaba una parte importantísima de su infancia. Era un mito, una leyenda, un héroe y un villano, un santo y un amante; la perdición de su hermana. Ru había explotado todo eso. No quería volver a pedirle disculpas, pero obviamente se las debía.
—¿A qué te referías con la frase que dijiste cuando te despertaste? —preguntó Teddy.
Por primera vez en su vida, Ru no se acordaba. Miró fijamente a Teddy. Estaba bien peinado, como si tuviera que ir a algún lado donde había que ir bien peinado.
—¿Qué dije?
—«Nos creemos todo lo que nos dicen.»
—Ah, vale. Ya sé.
Se alisó el flequillo, repentinamente consciente de su pelo cortado de manera despareja. Aquel niño que tenía la costumbre de acariciarle el pelo, una mañana, mientras ella dormía, se lo cortó. Ru no se había maquillado, ni depilado las piernas o puesto perfume o desodorante, desde que había aterrizado en Vietnam. Pensó en sus cejas. No tenían arco. Miró por la ventanilla junto a la cual estaba sentada la anciana. Ru llevaba puesto el anillo de compromiso, pero era para no perderlo.
—¿Y a qué te referías?
—Que si alguien nos dice algo como, por ejemplo, abandonar, o escaparnos, está mal, lo aceptamos, personal y colectivamente, como algo cultural. Pero no es verdad.
—¿Y qué abandonas o de qué te estás escapando? —le preguntó.
—Solo vuelvo a casa. —Lo miró, y añadió—: A ponerme al día con la familia.
—Yo voy corriendo a... —dijo Teddy.
—¿A qué?
Y sin asomo de sarcasmo o insinceridad, afirmó:
—Voy a ver a Amanda.
El nombre le trajo un lejano recuerdo. Amanda.
—¿La chica con la que habías roto antes de salir con Liv?
Asintió.
—La suprimiste de la película.
—Pensé que era más simple con una sola chica.
—La que me denunció.
—En realidad, la hice sobre tu padre porque era sobre tu padre.
—Las películas pueden ser reductoras.
—Le escribí cartas a Liv desde el correccional. Nunca me contestó.
—Tal vez sí, pero no las envió. A Liv la mandaron a un internado después...
—Amanda estaba allí antes que Liv, y Amanda estuvo allí para ayudarme a superar las secuelas. Se quedó a mi lado durante mucho tiempo. —Respiró hondo y retuvo el aire—. Voy a reconquistarla.
—¿Qué? —Ru no había escuchado esa expresión, «reconquistar», desde hacía nueve meses. Él, por supuesto, no se estaba refiriendo al nombre del premio para guionistas de Hollywood que ella había ganado, pero aun así no pudo evitar el recuerdo de su vida anterior: el aire seco de Los Ángeles, el interior de su BMW y Cliff, guapo, con el cabello al viento, la nariz algo tostada por el sol, desnudo en una piscina, en Beverly Hills, de noche. Sintió pánico. ¿Había cancelado el compromiso? Por Dios. Tenía sentido mientras vivía en la casa larga de Vietnam, pero ¿aquí, ahora, mientras volaba como un bólido por los cielos de los Estados Unidos de América? Tragó saliva. Tenía la boca seca—. ¿Reconquistarla? ¿Por qué necesita ella que la vuelvas a conquistar?
—Es una larga historia —comentó en tono neutro, como si no le diera importancia, pero no fue muy convincente.
—Todavía falta hora y media —dijo Ru.
—¿Vas a aprovecharla para sonsacarme algo para otro libro?
—Ahora estoy escribiendo sobre los gritos de los elefantes: respiración gutural, rugidos que provienen de la acumulación de aire en el costillar, explosiones de sonidos agudos, zumbidos circulares, ronroneos profundos, y ese ruido a ciclomotor europeo.
—Vale.
Entonces Teddy Whistler le habló a Ru de Amanda.
Habían crecido juntos en Ocean City, en la misma calle, y habían acudido siempre a sus fiestas de cumpleaños.
—Cuando salí del correccional, volvimos a salir juntos mientras estudiábamos en el instituto y luego en la facultad.
Estando él en la facultad de Derecho, murió su tío, quien le dejó en herencia una empresa inmobiliaria internacional con sede en Seattle y sucursales en todo el mundo.
—Es una de esas cosas que no puedes rechazar —aclaró Teddy—. Tenía que aprovechar la oportunidad.
Confiaba en que Amanda lo seguiría. Pero no fue así y rompieron. Pero solo para darse tiempo y espacio para madurar, ser independientes y después —eso creyó él— volverían a estar juntos, una vez que él hubiera puesto en marcha el negocio y pudiera abrir una sucursal allí donde a ella le apeteciera vivir.
Estaba en Chicago cuando se enteró de que ella se había comprometido.
—Compré un billete y vuelo a casa, a Ocean City, a decirle que la amo, a reconquistarla.
Otra vez esa expresión.
—Vale —dijo Ru, como si él le hubiera pedido un favor.
—Vale... ¿qué?
—Te lo debo, ¿no? Y mi especialidad son las escenas cruciales.
—¿Escenas cruciales? —preguntó él.
—Sí, escenas clásicas. He escrito varias. Ya sabes, un final de película.
—¿Un final de película? Bueno, verás, yo ahora mismo te estoy contando mi vida. No una escena clásica ni una película.
—Me sirvo de la verdad para poner de manifiesto una verdad más profunda y universal.
Era algo que ella había aprendido a decir desde muy temprano.
Teddy se lo pensó un poco y luego sonrió.
—Me gustó cuando mi personaje dijo: «El perro me trajo hasta aquí.» Y cuando rompió la ventana con el puño. Y también: «Ni Teddy Wilmer es realmente Teddy Wilmer.» Son frases muy buenas.
—¿Y «No soy un héroe. Ahora estoy aquí. Soy el que se queda»? A la mayoría de la gente le gustó esta frase.
Él negó con la cabeza.
—Ah, bueno, en eso tal vez te equivocaste. Sigo tratando de ser un héroe. —Se puso a juguetear con el pestillo de la bandeja plegable—. Pero me gustó lo que ella le contestó.
—«Entonces quédate, quédate siempre» —dijo Ru en voz baja. Hacía mucho tiempo que no había tenido una conversación sobre ese diálogo.
—Sí —dijo Teddy—. Eso.
Ru había fracasado en Vietnam. A pesar de haber comprendido los diferentes barritos de los elefantes y saber en qué situaciones los emitían, no había podido encontrar la forma de comunicarse con ellos. Y había dejado de tratar de entender el funcionamiento interno y/o las consecuencias de una cultura matriarcal, así como había dejado de pensar en lo que podría haber sentido su padre si en efecto había combatido en Vietnam. Ni siquiera había aprendido a cocinar la sopa de arroz amarga o a secar una calabaza para rellenarla con sopa. Lo único que había hecho bien fue fajar al bebé contra su pecho y llevarla consigo en sus largas caminatas —cumpliendo los deseos de la matriarca, la cuarta generación de la casa larga era una niña—, y Ru añoraba el perfume de su cabecita.
Como durante los últimos ocho meses se había sentido poco útil en la aldea m’nong, se sintió de pronto como un médico que viaja en un crucero y se ofrece a atender un parto en la cubierta del barco, junto a la piscina, o, como se lo explicó a Teddy: —Es como si tuvieras un infarto en un avión, pero no es grave pues viajas sentada al lado de uno de los mejores cardiólogos del país.
—¿Me estás haciendo una propuesta?
—Soy una escritora premiada y tú necesitas una escena crucial de reconquista.
Se rascó la nuca.
—Pero tiene que ser a partir de mí. Tiene que representar lo que realmente siento.
—Sí. Puedo hacerlo.
Asintió moviendo la cabeza despacio, pero sin dejar de pensar en ello.
—Vale, vale. Es como si el universo hablara con mucha claridad. Ni un solo ceceo, ni un tartamudeo. Estoy sentado al lado de una escritora, premiada por sus escenas de reconquista, que está en deuda conmigo. Vale. —Levantó la cabeza y la miró—: Vamos a intentarlo.
Durante la media hora siguiente, Ru le pidió detalles, que le describiera momentos. Teddy rememoraba cuanto podía, a veces, cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en el reposacabezas del asiento tratando de acordarse perfectamente de todo.
En un momento dado, Teddy dijo:
—Dios mío, echo de menos la forma como me miraba. Esa mirada... podía derribarlo todo. Esa mirada... podía quitarlo todo de en medio. Y entonces quedábamos solo ella y yo. He añorado esa mirada desde el día en que me fui. No puedo pasarme la vida añorándola.
Ru dejó de escribir. Miró nuevamente por la ventanilla y vio pasar las nubes por detrás del elegante perfil de la anciana. Sintió cansancio. Pensó en Cliff, allá abajo, en alguna parte. ¿La había él mirado así? ¿Había sentido ella cuando él la miraba que su mirada podía derribarlo todo? ¿Había ella sentido eso alguna vez? Quizás eso simplemente no formaba parte de su configuración genética.
—¿Podemos escribirlo? —preguntó Teddy.
Ru dio unos golpecitos con la goma de borrar sobre la bandeja.
—Podría ser demasiado serio, algo empalagoso —le contestó—. Pero no está mal. Podrías seguir... O... —Levantó la mano y le dijo—: Ya lo tengo.
A continuación y durante casi una hora le escribió a Amanda —esa desconocida, comprometida con alguien que no era el amor de su vida (según decía Teddy Whistler)— una carta de amor.
Cuando la hubo terminado, se la entregó para que la leyera.
Teddy la leyó despacio, con la espalda apoyada en el respaldo de su butaca.
—Eres buena en tu trabajo.
La dobló y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
Permanecieron callados el resto del vuelo, pero Ru aún se sentía inquieta, nerviosa y muy muy viva. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan viva. Más viva que cuando había visto nacer al bebé m’nong.
Regresaba al hogar de su infancia, a su familia, al pasado. Era como si Teddy lo supiera y hubiera aparecido para confirmar que su vida no eran solo personajes, tramas, ideas para libros que no podía escribir. Era real, innegablemente real y, por extensión, también Ru era real.
Se había fugado y había escapado de su propia vida durante un tiempo, pero Teddy Whistler —¡él, nada menos!— le había recordado que lo que ella tenía que hacer era vivir su vida.
Una vez que aterrizaron, Teddy le dijo:
—Norman Rockwell. Hacía pintura sentimental, ¿no? —Whistler se oponía a lo sentimental—. Amaba el arte por el arte.
—En realidad la primera esposa de Rockwell quiso un matrimonio abierto y se divorció de él para casarse con un héroe de guerra. Luego se suicidó y su segunda esposa tuvo un montón de problemas mentales, de adicciones. Acudieron al célebre psicoanalista Erik Erikson. ¿Las etapas del desarrollo psicosocial? ¿Cursaste Introducción al Psicoanálisis?
—Sí.
—Bueno, no tuvieron la típica vida cómoda y segura del matrimonio perfecto con una casa perfecta. Nadie la tiene.
—Supongo que no.
Ru se quitó el cinturón de seguridad.
—¿Quieres que después te cuente cómo me ha ido? —Teddy le dio su tarjeta de visita—. Puedes llamarme o puedo llamarte yo.
Le dijo que no con la cabeza y no cogió la tarjeta.
—¿No quieres? ¿No te gustaría saber que ha sido un éxito? Si prefieres, te llamaré solo si tengo buenas noticias.
—El éxito es algo que está sobrevalorado.