30

Atty había telefoneado antes, pero cuando preguntó por títulos específicos de la colección de Nancy Drew, la mujer que atendió el teléfono le contestó: «Tendrá que venir y revisar usted misma las estanterías.» Por eso, ahora, Atty guiaba a Nick y a Liv por el laberinto de estanterías de la tienda de libros de segunda mano.

—Es ella —murmuró Atty, señalando a una mujer blanca con el pelo castaño peinado tipo afro que estaba sentada detrás del mostrador leyendo una novela rosa—. Estoy segura.

—Pregúntale cuál es la sección de novelas de misterio —sugirió Nick.

—Es mezquina —contestó Atty.

—¿Qué es lo peor que puede hacer? —preguntó Liv.

Atty fue adonde estaba la mujer y le dijo:

—Disculpe, ¿dónde están las policíacas?

La mujer posó el libro, la miró furiosa y luego, lentamente, lo volvió a levantar. Atty retrocedió como si la hubieran mordido. Regresó junto a Nick y Liv.

—Es malvada.

—No obstante, tengo un buen presentimiento con respecto a este lugar —le dijo Nick a Atty.

Atty asintió.

—Yo también —repuso, y se adelantó entre los anaqueles.

—Detesto las tiendas de libros usados —dijo Liv lo bastante alto como para que la mujer del mostrador la oyera—. Es aquí adonde vienen a morir los autores, ¿no? Final del camino. —Y se le ocurrió entonces que uno de los libros de Ru podía estar allí. Por delicioso que pudiera ser comprar un ejemplar en un lugar como ese, Liv sabía que era muy improbable. Entonces le dijo a su padre en voz muy baja—: A veces, cuando veo libros usados me entran ganas de hacer caca.

—No lo sabía —comentó Nick, pensando sobre todo en que se había perdido la infancia de Liv.

—En realidad, es un detalle de tercer orden. No es una gema en el brazalete de mi personalidad, si sabes a lo que me refiero.

—Pero si hubiéramos sido amigos, si yo te hubiera llevado a las bibliotecas y a librerías como esta, lo habría sabido, ¿no?

—Pero, si es una tontería, ¿qué importancia tiene saberlo o no? —Se detuvo en la sección de libros infantiles, si es que podía llamarse así, pues estaba desorganizada de manera ridícula. Vio un ejemplar de La historia de Ping, el libro sobre un pato del cual hablaba Ru mientras la artista alemana dejaba que todo el mundo le escribiera sobre el cuerpo, gratis, en la fiesta a la que ella y Ru habían ido juntas. Liv cogió el libro y se puso a hojearlo—. Ni siquiera me gustan los libros —le dijo a su padre—. De manera que solo tendría amargos recuerdos de las bibliotecas y las tiendas de libros usados deprimentes como esta.

—¿Adónde te hubiera gustado que te llevase?

Liv se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

—¡Los he encontrado! —gritó Atty desde las entrañas profundas de aquel lugar—. ¡Tienen un montón!

—¿Están los que te faltan? —preguntó Nick, encaminándose al sitio de donde venía la voz de Atty, a todas luces compenetrada en su búsqueda.

Liv se quedó donde estaba leyendo el libro a toda prisa. Trataba sobre el dueño de una barca de pesca que siempre le pega al último pato que regresa al bote. Una vez el último pato fue también el más pequeño: Ping. Se escondió, asustado de subir a la barca, pero al final decidió soportar el castigo con tal de estar con los demás patos, que eran su familia.

«¡Esto es una mierda para los niños!», pensó Liv para sus adentros. ¡Con razón Ru había hablado tanto de este libro! Quizá la había impresionado mucho, como si ella hubiera sido el pato más pequeño de la familia, lo cual era cierto, o quizás estaba de acuerdo con el mensaje: es mejor estar con tu familia, aunque te castiguen, que estar solo.

Liv miró a su alrededor.

—¿Atty?

Pensó en llamar a su padre, pero, como no estaba acostumbrada a decir «papá», se abstuvo.

—¡Tienen el número cuarenta y ocho! —anunció Atty, asomando la cabeza en un extremo del pasillo y agitando el libro con una mano.

Entonces apareció Nick a su lado.

—¡Estoy muy orgulloso de ti por haber rastreado todos estos libros hasta dar con ellos! —Miró a Liv—. Es gracioso, ¿no? —Y se volvió a preguntarle a Atty—: ¿Cuántos faltan?

Cuando Atty empezó a recitar números y títulos, Liv se quedó helada. Con el ejemplar de La historia de Ping en la mano, se le llenaron los ojos de lágrimas y pensó en esas palabras: «Estoy muy orgulloso de ti...» Eran simples, potentes. Se dio cuenta de que las deseaba oír de su padre. Deseaba un elogio estúpido, intrascendente y sumamente parcial como ese.

—Ven —dijo Nick—, permíteme que te lo compre.

Atty le dio el libro y, cuando él pasó junto a Liv, ella estiró la mano y le cogió la camisa, por el codo.

Él se volvió.

—¿Quieres que te compre ese libro?

—El paseo —contestó ella—. Quiero ir al parque de atracciones del paseo marítimo.

—Nunca he ido —comentó Atty—. Siempre he querido ir, pero mi madre dice que es muy comercial y una forma de quitarle el dinero a la gente del sur de Filadelfia.

—Exactamente —admitió Liv.

—¡Pues vayamos ahora mismo! —propuso Nick.

Subieron a la Montaña Rusa, al Dragón Marino, al Flitzer y al Supertobogán con los sacos de arpillera. En el tiovivo, Liv dio una vuelta en una cebra, Atty en un dragón y Nick en un conejito sonrosado y sonriente. Cuando Nick ganó disparando en la caseta de tiro, Atty susurró al oído de Liv: —Los asesinos juegan con ventaja.

Liv les ganó al skee ball y Atty en todos los videojuegos que probaron.

—Desarrollas cierta coordinación entre la mano y tus ojos que es propia de estos juegos —les explicó.

A decir verdad, fue jugando a los videojuegos que se enamoró por primera vez de Lionel Chang; la mano de él guiaba la suya sobre el mando.

Finalmente, los tres, sentados en una jaulita, estaban suspendidos en la cima de la noria. Liv se sintió vulnerable. Podía oír el ruido de los engranajes de la noria que crujían en torno a ella.

—Ya no puedes hacerme más regalos, ¿verdad? —le preguntó a su padre.

—Tengo que costearme la facultad —dijo Atty—, y acepto contribuciones.

—Voy a equilibrar las cosas —anunció Nick.

—¿Por qué me hiciste regalos? —preguntó Liv.

—No me estaba permitido interferir en la vida de Ru y creí que Esme sospecharía si algo, un golpe de suerte, se presentaba. Pero pensé que tú aceptarías sin hacer preguntas.

—¿Por qué soy así?, me pregunto, ¿por qué no pregunté?

—Cuando te buscaba entre una multitud de niños, en una actuación o una ceremonia de graduación o simplemente entre niños que se apeaban de un autobús, tú destacabas porque querías destacar.

—Bueno, no deseaba ser una persona corriente.

—Dabas la impresión de querer una vida de ensueño. A veces mirabas a tu alrededor como si esperaras que alguien se acercara y te concediera un favor especial.

—Es verdad —dijo Liv—. Siempre he esperado eso.

Atty se inclinó a un costado y dijo:

—Desde aquí se puede ver la casa de Asbury Avenue, solo el piso de arriba, la hilera de ventanas. ¿La veis? —preguntó, señalando con el dedo.

Liv y Nick se inclinaron también y la jaula se meció un poco.

—Para ser sincera, tuvimos una infancia estupenda —comentó Liv.

—Quizá fue mejor sin mí —dijo Nick.

—Nunca lo sabremos —respondió Liv.

—¿Te gustaría tener hijos? —le preguntó Atty a Liv.

—No me interesa la palabra «maternidad».

—¿Como cuando dicen que la maternidad ensancha las caderas?

—Las caderas anchas, en particular, no me gustan, pero puedo asegurarte que la palabra «maternidad», en general, me deja fría.

—Podrías adoptar —sugirió Nick.

—Tampoco me gusta cuando se habla de crianza de los niños.

—Puedes emplear otras expresiones —dijo Atty.

Liv negó con la cabeza.

—De verdad, no me gustan los niños.

—Pero yo sí —insistió Atty.

—Eso es porque estás dejando de ser una niña. Lo estás superando.

—Eso espero —contestó Atty—. Esta fase intermedia es un asco, por cierto.

Nick se acomodó en el asiento y se pasó una mano por el cabello gris.

—¿Y si lo hubierais heredado de mí? Yo no fui un buen padre. Quizá fui capaz de serlo desde lejos solamente o de manera anónima. Yo sé en qué fui bueno. Sé cómo te sientes cuando sabes para lo que sirves.

—Como matar gente, ¿no? —apuntó Atty.

—Eso tenía mucho que ver con mi trabajo. Era complejo.

—Oye —interrumpió Liv—. Puede que mis hermanas no te perdonen, pero yo sí.

—¿Me perdonas?

—Sí.

—¿En serio? —preguntó Atty.

—Tú tampoco deseabas ser una persona corriente —le dijo Liv a su padre—. ¿Qué tiene de malo? Quiero decir, míralos allá abajo. Todas esas personas. Esas vidas. Con sus actividades habituales que con tanta seriedad desempeñan cada día. La gran mesa giratoria con las tazas de té, el paseo hecho de tablas de madera, las casas, el océano. ¿Quién podría decir sí a una ínfima, pequeñísima parte de la existencia cuando todos sabemos que hay mucho más?

Se inclinó hacia delante y la pequeña jaula se sacudió.

Instintivamente, Nick estiró la mano y la agarró, con suavidad pero con firmeza, por la cintura.

—¿Estás bien? —murmuró.

Ella giró en redondo, tan rápido que Nick se asustó: —¿Qué? —preguntó.

—Tú —dijo—. En el andén del metro, eras tú. —Se acordó del viejo que le había practicado la maniobra de Heimlich la vez que se atragantó con una pastilla de menta. Estaba segura de ello—. ¿Fuiste tú? Dímelo.

—Sí —contestó—. Te dije que he estado rondando cerca.

—Me salvaste.

—Lo intenté —afirmó Nick.

Liv comprendió. Su padre le estaba diciendo que había fracasado, que no había sido capaz de lograr que se mantuviera sobria, de hacerla feliz, de darle un poco de paz.

—Vale —le dijo.

Lo que quería decir era que sabía que tendría que lograrlo por sí misma.