15
Finalmente no hubo firma de libros de Ru en una librería. Fue una charla sobre su libro en una biblioteca de la ciudad, la misma biblioteca pública de donde ella un verano había sacado libros sobre espionaje para leerlos en la playa.
Cuando Maska Gravitz la llamó por teléfono para comunicarle el cambio de lugar (la llamada se produjo pocas horas después de que Augusta les hubiera confesado a sus hijas la verdad sobre su padre), fingió que no había dicho lo que sí le había dicho.
—¿Dije librería? No, no. Quise decir en una library, una biblioteca. En francés la palabra «librería» es parecida a library.
—¿No me digas? —dijo Ru—. De ahí la confusión.
Gravitz le concedió apenas dos días para prepararse para el evento.
—Así no te quedará margen para planear escaparte.
Se refería a su viaje a Vietnam, donde había permanecido varios meses, lo cual había supuesto la cancelación de tres lecturas de suma importancia, entre las cuales en una de ellas había de por medio un premio.
—No estoy haciendo planes para escaparme —le contestó.
Y lo dijo con sinceridad. Estaba cansada. Tenía una familia que atender. La noticia las había afectado muchísimo, a todas, y ahora las hermanas se desplazaban por la casa con inusual cortesía. Ru se estaba preparando para la verdadera reacción que seguramente se traduciría tarde o temprano en algún tipo de estallido.
—Recuerda ser simpática con el público —le recomendó Maska.
—Siempre soy simpática con la gente —afirmó Ru.
—Sí, pero no camines encorvada. No des la impresión de estar tan afligida por todo.
—Está bien. Vale. Lo intentaré.
A pesar de lo mucho que debía a las bibliotecas (gracias a las cuales había podido encontrar a su padre), le parecía que a sus charlas en ese tipo de lugares acudía poca gente y a veces se sentía, aunque se detestara por ello, como una estríper en bikini en una playa, ofreciendo gratis lo que esperaba vender para ganarse la vida. Claro que también las librerías le planteaban problemas, pues allí muchas veces tenía la sensación de estar visitando un refugio de animales: todos esos libros mirándote con ojos perrunos cargados de tristeza; no puedes salvarlos a todos y tú sabes lo que les espera.
Abrigaba muchas dudas sobre su carrera, en muchos aspectos. Se sentía culpable por matar árboles y por las explotaciones mineras que generaban la electricidad para los dispositivos de los libros electrónicos. Las críticas no le agradaban —¿a quién le agradan?—, pero por otra parte los elogios la paralizaban. Si en una librería había demasiados ejemplares de su libro, pensaba que no podrían venderlos todos, y si había pocos estaba segura de que era porque no habían pedido muchos. Se ponía nerviosa en las lecturas, pero solo al final de la lectura, cuando concluía su intervención; era un nerviosismo que tenía que ver con la sensación física de que sus huesos pujaban por abandonar su cuerpo. A veces vomitaba.
En definitiva, vivía la publicación de un libro como una demostración de su fracaso en público, incluso cuando era un éxito. La editora de Ru, Hanby Popper, aunque encantada con el éxito de Ru, había dicho —más de una vez— que no entendía por qué no se había vendido un veinte por ciento más de ejemplares. Y ese «Miradme» que exigía la profesión de autor la hacía sentirse buhonero y mercancía al mismo tiempo, chulo y puta a la vez. No había peor situación para Ru que la de estar sentada a una mesa intentando convencer a otras personas de comprar un libro escrito por ella; sentía asco de sí misma. En más de una ocasión, como la librería no había anunciado su presencia, nadie se había acercado para escucharla y ella, entonces, había abandonado su puesto y se había mezclado entre los clientes, quienes, confundiéndola con una vendedora, se burlaban de su libro y sugerían comprar otro en su lugar.
No importaba que le fuera bien, e incluso muy bien, ella solo estaba segura de una cosa: su tenaz y a estas alturas consoladora sensación de fracaso.
Llovía. Ru y Atty dejaron sus paraguas en el vestíbulo de la biblioteca junto con los otros paraguas, todos empapados. Atty había insistido en que antes pasaran por una tienda de antigüedades y artículos de segunda mano para averiguar si habían recibido libros viejos de Nancy Drew. La mujer apostada detrás del mostrador conocía bien a Atty y había apartado doce libros para ella; no eran primeras ediciones y no estaban en muy buen estado, pero tenían las mismas tapas antiguas que Ru recordaba de su adolescencia. Atty encontró cinco que le faltaban.
—¿Cuántos te faltan para completar la colección? —le preguntó Ru.
—Solo los números veinticuatro, veinticinco y veintiséis, el cuarenta y ocho y el cuarenta y nueve, y el diecisiete.
Pagó los libros con el dinero que sacó de la billetera que guardaba en una riñonera negra atada a la cintura. Llevar una riñonera era algo inexplicable en una chica de la edad de Atty, pero Ru no hizo comentarios.
Atty había sido la única que quiso acompañarla. Liv se había excusado diciendo: —Te he escuchado hablar millones de veces.
—No recuerdo que hayas venido alguna vez a una de mis lecturas.
—No, pero tú has estado hablando toda tu vida. Quiero decir, ¿tú crees que voy a oír algo nuevo?
Esme se encogió de hombros y comió el helado sirviéndose directamente del recipiente Häagen-Dazs. Augusta llamó aparte a Ru.
—Tengo que quedarme a vigilarlas —le dijo—. De lo contrario, habría ido.
Atty invitó a Jessamine, quien se hallaba en plena operación de quitar la bolsita de plástico con las vísceras de la cavidad del pollo que se disponía a asar.
—¿Yo? —preguntó—. ¡Ah, no! No puedo.
Ru interpretó que lo que Jessamine quería decir era que acompañarlas significaba transgredir una de esas reglas que ella y Augusta habían establecido hacía años a fin de poner entre ellas una distancia saludable.
Ru vio pequeños carteles que anunciaban su lectura: fotocopias pegadas en los tableros de anuncios de la biblioteca. En ellos se veían el cartel en miniatura de la película, no de su libro, y una foto vieja de Ru mirando una pecera, una toma que, según le había dicho Maska Gravitz, iba a pasar a la posteridad. «Gary Shteyngart tiene una foto con un oso atado con una correa. ¡Así que nada de osos! Por otra parte, son difíciles de adquirir. Estuve mirando, también, tus típicos felinos grandes: tigres, leones, leopardos. La ley del Estado exige permisos de toda clase. Pero un pez, ¿a quién no le gusta un pez?»
Ru no reconoció nada.
Pero, cuando la mujer que dirigía el evento la condujo a través de las estanterías hasta el lugar donde ella iba a leer, ciertos olores le trajeron recuerdos nítidos. Tan precisa era su memoria que se sintió mal. Empezó a respirar de manera superficial.
—Discúlpeme —dijo—. Un minuto.
Se desvió por otro pasillo y luego otro hasta que se encontró en una sección de libros de no ficción, donde una vez había estado horas revisando libros sobre la CIA, el FBI, la ANS y el espionaje internacional. Reconoció ciertos lomos, pero no los tocó. Se limitó a aspirar el aire cargado de polvo.
—La lectura tendrá lugar en una de nuestras salas de debate —informó la bibliotecaria.
—Bien —contestó Ru.
Para hacer el viaje a Guadalupe había hablado con un tipo de la orquesta del barco. Le había rogado que la dejara ir con ellos como utillera, o algo parecido. La gama de sus versiones iba de Elvis a Hall, pero no Oates. Desnuda en la litera de él, se dejó toquetear tratando de borrar la imagen del pene de Virgil Pedestro, el único que había visto en su vida.
Llegó a Guadalupe dos días antes de la cita con su padre y vigiló el bar y sus alrededores. Cabía la posibilidad de que su padre ya hubiera llegado a la ciudad, pero no tenía forma de reconocerlo.
Cuando llegó el momento, lo reconoció, por supuesto.
Era el único hombre blanco que estaba sentado en un rincón, mirando a la puerta, y al acercarse un poco más advirtió que llevaba puesto un pin de los que se vendían en el instituto privado al que ella iba.
Fue directamente a su mesa, se sentó y señaló el pin con el dedo.
—¿Es un chiste?
—No —contestó—. Claro que no. ¿Por qué iba a ser un chiste? —Le refirió con todo detalle algunos de sus partidos de hockey. Estaba orgulloso de ella y se lo dijo—: Estoy impresionado, Ru. Te pareces mucho a mí, ¿sabes? En eso de averiguar misterios, buscar aventuras. Yo no lo haría como una carrera profesional. Es el consejo que te doy, si no te importa.
Imperceptiblemente, como si nada, recorría con la mirada todo el lugar. Un hábito de espía.
—Sí me importa. Me importa mucho —repuso Ru—. No vengas más a mis partidos de hockey a menos que me digas que estás allí. No actúes como mi padre a menos que estés dispuesto a decir que lo eres públicamente. O estás en mi vida con total y absoluta transparencia, o mejor desaparece. Para siempre. ¿Vale?
Era temible para su edad o quizá por eso mismo.
—No puedo estar totalmente en tu vida, Ru. Ese barco ya zarpó.
—Entonces quédate fuera. Completamente.
Aceptó.
Augusta se habría enterado de todo lo relacionado con ese viaje si hubiera leído el ensayo que Ru escribió para ingresar en la facultad. Fue la única vez que Ru escribió algo autobiográfico. No fue uno de sus mejores trabajos y se prometió que nunca más volvería a hablar de sí misma en sus escritos.
Mientras Ru y Atty bajaban por la escalera detrás de la bibliotecaria, Atty le preguntó por la colección de Nancy Drew.
—¿Tenéis todos los libros de la serie original?
—Sí.
—Pero no los originales de tapa dura, ¿verdad?
—Ah, no. Los hemos vuelto a pedir cantidad de veces.
La bibliotecaria las hizo pasar a una antesala sencillamente amueblada con doce sillas plegables.
—¿Desea un micrófono?
—¿Acaso Jesús necesitó un micrófono para hablar con sus apóstoles? —preguntó Ru, y luego, recordando el consejo de Maska Gravitz, enderezó el cuerpo y sonrió.
—Es un chiste, supongo —dijo la bibliotecaria, y Ru advirtió que llevaba un crucifijo colgado del cuello—. Creo que no soy muy partidaria del humor sobre la religión.
—Es broma, en el sentido de que no será necesario un micrófono para hablar a doce personas, como mucho —explicó Ru, sonriendo una vez más—. No lo necesito. Gracias.
Atty se rio. Ru la miró y se dio cuenta de que Atty tenía en la mano un Nancy Drew que debió de coger de la bolsa de la tienda de segunda mano.
—¿Y ese libro?
—Por si me aburro —contestó Atty.
—Pero voy a leer... de mi libro.
—Lo sé. He traído un libro diferente.
—¿Por qué alguien de tu edad usa riñonera? Es como un acto desesperado de suicidio social —dijo Ru.
—Es irónico —respondió Atty—. La uso irónicamente.
—Entiendo.
Ru no entendía.
A medida que llegaba el público, la bibliotecaria se lo presentaba a Ru. En total sumaron cinco, sin contar a Atty. Tres eran blogueros, como había comentado Maska. Llevaban unas camisetas muy holgadas. Dos eran pálidos y uno de piel rosada y pelada por el sol. Las mujeres mayores eran miembros de un club de lectura fundado en 1973. Le dieron la mano a Ru y le explicaron que el primer libro que habían leído había sido Miedo a volar, de Erica Jong.
—Por suerte hoy llueve. Por eso tenemos buena asistencia —explicó la bibliotecaria—. Cuando hace sol casi nadie viene.
Ru sintió deseos de abofetear a alguien.
Atty murmuró:
—Esta es mi definición de casi nadie. ¿Cuál es la tuya, hermana?
Y Ru se alegró de haber ido con la niña. Liv le había contado a Ru que a Atty la habían detenido por pasearse por el campus con un fusil antiguo. Según Liv, Atty había dejado el colegio como una desgraciada. La gente las trataba, a ella y a Esme, como si madre e hija fueran las Unabomber.
—Bien —dijo la bibliotecaria—. Si necesita algo, me encontrará en la oficina de informaciones.
—¿No se queda? —preguntó Ru.
—No podemos dejar la oficina sola —explicó la bibliotecaria. Deseó a Ru buena suerte y se marchó.
—Eh —dijo Atty—. Mira: puedo tuitearlo todo en vivo, así lo apreciará mucha más gente, no solo esta ínfima cantidad de público.
—¡Ah, qué bien! —comentó Ru, tratando de no parecer ofendida o harta.
Mientras los pulgares de Atty se movían enloquecidos sobre la pantalla de su iPhone, Ru leyó un trozo breve de su novela y luego dio una conferencia. Solo soportaba leer ante extraños si los trataba como a niños. La miniconferencia de Ru versó sobre el proceso creativo y la adaptación de la novela al cine, y, por supuesto, todas las preguntas que le hicieron fueron sobre los actores y actrices que protagonizaron la película.
Atty no abrió la novela de misterio. De hecho, durante la charla estuvo un buen rato sin tuitear y miraba a Ru con expresión grave, como si no la conociera. En realidad, su tía era brillante y evidentemente la subestimaban, y esto era una noticia que Atty se tomaba en serio. Porque estaba segura de que ella también era brillante y que la subestimaban.
Al cabo de veinte minutos, Ru intentó dar por terminadas las preguntas.
—¿Otra pregunta?
Un hombre con un impermeable amarillo entró en la sala. Por un instante Ru creyó que era su padre que por fin venía a anunciar públicamente que era su padre. Pero no tenía sentido.
El hombre se quitó la capucha que cubría su cabeza y Ru lo reconoció inmediatamente: Teddy Whistler. Tenía un ojo rojo e hinchado.
Se sentó.
—Siento llegar tarde.
Otra vez llegaba tarde y se disculpaba por ello. Tenía el cabello mojado, pero, a diferencia de la última vez, cuando se lo echaba hacia atrás con ademán delicado, se lo apartó bruscamente con toda la mano. Su rostro era totalmente inexpresivo.
Como muerto.
¿Estaba triste?
Dios santo. ¿Se pondría a llorar?
¿Le había ido mal con Amanda?
¿De nuevo había perdido los estribos? En el avión parecía un tipo relativamente sano, aunque hacía gala de estar más esperanzado que la mayor parte de la gente en este mundo, pero, Ru ¿lo había malinterpretado? Se imaginó la manera como debió de acercarse al corpulento comerciante de Kansas a fin de convencerlo de cambiar de asiento. ¿Qué le había dicho a ese tipo? «Esa mujer escribió un libro sobre mí y luego hizo una película. Me gustaría pedirle algunas explicaciones.»
—Vale —volvió a decir Ru—. Tenemos tiempo para una pregunta más.
Ru miró al público con la esperanza de que Teddy no fuera a levantar la mano. Pensó que seguramente la había buscado en Google y encontrado este evento o que había visto uno de esos folletitos de mierda pegado en algún sitio. ¿Sería un acosador? ¿Llovía tanto como para ponerse un impermeable tan largo?
Finalmente fue Atty quien levantó la mano.
—¿Quién es el tío con el impermeable del pescador de las cajas Gorton’s? ¿Qué le pasa? —preguntó mientras le tomaba una foto con su iPhone y la enviaba por Instagram.
Ru miró nuevamente a Teddy.
—Escribí algo para él.
—¿Una obra por encargo? —preguntó Atty, escribiendo en su iPhone.
—Algo parecido.
Atty se volvió girando su cuerpo y la silla a la vez.
—¿Estás satisfecho con su trabajo?
Los blogueros y las del club de lectores también se volvieron y lo miraron.
—En realidad, no. Salió mal.
—¿Cómo? —preguntó Atty.
—Salió mal en el almuerzo del compromiso que se celebró en un barco, en Nueva Jersey.
Atty tuiteó: «Aparece un tío con un impermeable amarillo. Las cosas salieron mal en una fiesta en un barco en NJ.» #nosorprende.
—¿Te colaste en ese almuerzo? —le preguntó Ru.
—Volví a ver tu película —dijo Teddy—. La reconquista de tu Teddy Wilmer se hizo en público... con gran resultado.
—¿Usted le ha escrito a él una escena de reconquista? —preguntó el bloguero de piel rosada y pelada por el sol—. Recibió un premio por esa clase de escenas, ¿no?
—En efecto —contestó Ru.
—La reconquista de Teddy Wilmer es pública —añadió el bloguero pálido—. Quiero decir, ¡no podía ser de otra manera!
—Parece como si te hubieran dado un puñetazo en el ojo —dijo Atty.
—Eso es porque me dieron un puñetazo en el ojo —repuso Teddy.
—Ah —comentó Atty. «El que fue a la fiesta del barco en NJ recibió un puñetazo en el ojo.» #losfestejosmarítimosenNJsonundeportedecontacto.
—En cualquier caso, se ha terminado. Ella no quiere volver a hablar conmigo —declaró Teddy—. La boda se celebrará el fin de semana próximo. Estoy acabado.
—¿La quieres? —preguntó Atty, apoyando la barbilla sobre el borde metálico del respaldo de la silla.
—Sí —contestó Teddy—. Muchísimo.
—¡Ay, cariño, entonces la escena que le escribiste fracasó! —le dijo a Ru una de las del club.
—No creo que sea responsabilidad mía —afirmó Ru.
—Pero tú lo has fastidiado —opinó Atty—. Yo creo que debes intentar hacerlo bien de nuevo.
Atty ignoraba cuánto ella le debía a Teddy Whistler. No obstante, Ru trató de escaquearse.
—Si ella no quiere volver a hablarle —empezó a decir Ru—, no creo...
—Oye, tú crees o no crees en las cosas que escribes —la interpeló uno de los blogueros.
—No, no creo —contestó Ru—. Es ficción.
«Ru Rockwell no cree en su propio trabajo.» #esficción»
—Pero en tu charla has dicho que la ficción habla a partir de una gran verdad —dijo el bloguero pálido y le alcanzó a Ru su iPod—. Lo he grabado. Solo en audio.
—¿Bromeas? —dijo Ru—. No me has pedido permiso.
—Estoy grabando esto también —dijo el bloguero a modo de advertencia.
—Tienes que hacer algo —le advirtió Atty—. Quiero decir, ¿qué sentido tiene ser escritor si lo que haces es fastidiarle la vida a la gente?
—Se lo debes —dijo el bloguero de piel rosada—. Mírale.
Allí estaba Teddy Whistler, sentado, con su impermeable amarillo empapado. Entonces se acordó de aquella noche; ella era muy pequeña y estaba en pijama, y con el viento que había se asomó a la ventana de su dormitorio y lo vio. Él era poco mayor que ella y estaba trágicamente enamorado, borracho, hermoso, triste y loco.
Ru respiró hondo y estuvo a punto de decir que no y marcharse. En otras palabras, iba a escaparse, pero pensó que ya era hora de dejar de huir. Y se oyó a sí misma decir: —Lo ayudaría si pudiera, pero ¿qué podría escribir ahora para él?
—Podrías recompensarlo de alguna manera invitándolo a cenar —dijo Atty.
—Una cena con las Rockwell —dijo Teddy—. ¿Quiénes estarán?
—Mis dos hermanas están en la ciudad.
—¡Uy! —comentó Teddy—. Sabes, me encantaría que me invitaran a cenar con las Rockwell.
De joven, siempre se había negado a cenar en casa de ellas.
Ru estaba segura de que se armaría un follón, pero le pareció que, en cierto modo, le debía a Liv una pequeña sorpresa. En primer lugar, por haberle echado la bronca cuando escribió ese libro, como si el drama de Liv no hubiera arruinado la mayor parte de la infancia de Ru, y luego por todos esos comentarios infantiles, como las Cagadas de Ru, y por no haber ido a recogerla al punto de recogida de equipajes, como ella le había pedido, y haber pasado toda la vida desanimándola ante cada oportunidad que se le presentaba. Podía disfrazar esto como algo que se vio obligada a hacer. Podría incluso hacerlo pasar por una buena acción. Además, al joven Teddy Whistler probablemente lo hubieran invitado a cenar en aquella época. Quiero decir, lo único que hizo fue fingir que era un héroe. ¿No es lo que hacemos todos?
Ru vio de pronto como un relámpago de su memoria infalible y se acordó de lo serena que se había sentido asomada a la ventana aquella noche en que él se apareció borracho en el jardín de su casa.
Ru, apenas una niña, contemplando esa bella exhibición con sus grandes ojos húmedos y grabándola para siempre en su cerebro.
Ru absorbiendo aquella declaración de amor.
—Vale, sí —dijo con suavidad—. Ven a cenar.