17
En cuanto se despejó el cielo, Liv salió por la puerta trasera, cogió una silla playera del cobertizo lleno de telarañas, subió con ella al último piso y la sacó por la ventana que daba al tejado plano del porche trasero. A continuación, se puso un bikini, se aceitó el cuerpo, agarró todas las páginas con anuncios de compromisos que había quitado de los periódicos de su madre, cogió el iPad de Atty, que encontró a los pies de su cama deshecha, y se instaló en la silla playera a tomar un poco de sol.
Había creído que su suerte duraría toda la vida. Los padres, ya se sabe, se mueren. Estaba muy alterada, en todo sentido. Tenía que sobreponerse y lo haría como lo había hecho siempre: eligiendo lo más ventajoso para ella. Además, para lograr cierta dosis de calma, se tomó un Xanax, vagamente consciente de que estaba tomando demasiados y que debía controlarse o se quedaría sin nada.
Vio rápidamente cuáles podían ser sus opciones. No eran muchos los hombres realmente viables, pero, cuando decidió buscar información sobre Clifford Wells, se dijo que le hacía un favor a Ru.
—No soy Gong Gong —afirmó en voz alta.
Algo pasaba entre Ru y Cliff. Hacía un año que esa historia no iba bien. ¿Quién querría marcharse a Vietnam justo después de comprometerse y encima, al regresar, optar por disfrutar de su tiempo libre con la familia? ¿Por qué Cliff no había ido a buscarla al aeropuerto?
Vio a Ingmar que salía al jardín de atrás y observó que se agachaba para mear, como una hembra. Se preguntó si no sería porque él tampoco había tenido modelos masculinos.
—¿Qué haces ahí fuera? —le preguntó Atty, sacando la cabeza por la ventana.
—Me pongo al día con lo que sucede en el mundo. —Liv llevaba unas enormes gafas de sol. Posó el iPad y cogió uno de los periódicos. En la mano tenía un Sharpie de punta fina—. ¿Cómo estuvo la lectura de Ru?
—Rara.
—¿Rara bien o rara mal?
—Rara sin más, imposible emitir juicio —dijo Atty—. ¿Te importa si me siento aquí contigo?
—Es un país libre —contestó Liv.
Con una novela de Nancy Drew y el móvil en la mano, Atty salió por la ventana y se sentó sobre las tejas planas aún mojadas por la lluvia. Hacía un sol deslumbrante.
Estuvieron calladas un rato y luego Atty preguntó: —¿Te sientes sola ahora que no estás casada?
—Más sola estoy cuando estoy casada.
—No tiene sentido —comentó Atty.
—No hace falta que lo tenga. —Liv ladeó la cara para que le diera el sol—. En cierto modo, echo de menos a Icho. Fue mi primer marido; era muy atento. Durante mi segundo matrimonio, yo vivía drogada, y Sven también, así que mucho no me acuerdo, pero Owen era un tipo encantador. Ya sabes, al menos tenía sentido del humor.
—¿Cómo te sientes cuando sales con alguien?
Liv dobló The New York Times.
—Tuve una historia tórrida con uno de los internos el mes pasado. Creo que me sentía... bien.
—Por «interno» ¿te refieres a un drogadicto? —preguntó Atty.
—En realidad, estaba allí por otra cosa —aclaró Liv—. Y yo no soy una drogadicta. He abusado de fármacos recetados. Es una diferencia importante. Es equivalente al abuso de información privilegiada, un delito de guante blanco.
Volvió a mirar las fotos de los hombres de los anuncios. Ninguno de ellos tenía esa sonrisa, como si una garra les inmovilizara la cara.
—¿Tienes alguna meta? —preguntó Atty, como hubiera preguntado cualquier imbécil consejero estudiantil de su colegio.
—Bueno, yo era muy buena en mi trabajo anterior, la especulación matrimonial, pero parece que ahora debo dejarlo.
Atty asintió. Esme, evidentemente, le había contado algo a su hija acerca de los matrimonios de Liv. «Cazafortunas» era una palabra que Liv encontraba ofensiva. No obstante, como se suponía que debía tratar de ser más honesta consigo misma y con los demás, optó por no ser ambigua.
—¿Vas a dejarlo? —preguntó Atty.
—No lo creo.
Respiró hondo, ensanchando las costillas e imaginando cómo circulaba el aire dentro de ella. También se suponía que debía pensar en su respiración.
—¿Y el interno?
—Fue realmente increíble. Todas las cochinadas que decíamos.
—No entiendo eso de decir cochinadas —dijo Atty—. Creo que debe de ser difícil hacerlo sin reírse.
—He descubierto que los hombres pueden tomarse a mal la risa, como que te ríes de ellos.
—Pero decir guarradas parece complicado.
—No. Sabes, como hacen los cronistas del béisbol: uno describe la jugada con lujo de detalles y el otro añade el comentario subido de tono.
—Supongo —dijo Atty.
—Bueno, los hombres con erecciones son criaturas muy básicas —dijo Liv—. Bastaría con describir sencillamente lo que está sucediendo, sabes, como un auxiliar de vuelo que te explica cómo funciona el cinturón de seguridad.
—¿Volverás a verle? —preguntó Atty.
—¿A quién?
—Al interno.
—No sé. Tuvimos el sexo más seguro de todos los tiempos; un condón nuevo para cada orificio. Era como despertarse en el Bois de Boulogne, había condones por todas partes.
—¿Qué es el Bois de Boulogne? —preguntó Atty.
Liv abrió los ojos y parpadeó al mirar a Atty, como si acabara de darse cuenta de que estaba hablando con una menor y que quizá no debiera contarle esa clase de cosas.
—Es un parque; en París.
—Ah —dijo Atty—. Francia es un tema jodido para mí, por lo del ligue de mi padre.
Liv volvió a cerrar los ojos.
—Siento lo ocurrido.
—No importa.
—Normalmente te habría replicado que yo nunca tuve un padre, pero esa arma ya no forma parte de mi arsenal.
—Ya me gustaría disponer un día de un arsenal.
—Oí decir algo sobre un incidente con un mosquete.
Liv también había protagonizado un incidente con una escopeta de caza. Sabía muy bien que la gente podía reaccionar mal en esa clase de situaciones.
—Me refiero a un arsenal en el sentido figurado: un arsenal de réplicas con las que puedas cerrarle la boca a la gente.
—Tienes que armarte de un arsenal, un fusil por vez, —dijo Liv—. Y no se trata solo de réplicas. Es mucho más profundo que eso.
—¿Qué te ha contado mi madre sobre el incidente con el mosquete?
—Creo que dijo que fue lamentable.
—Miente.
—¿No lo lamentas?
—Yo sí, pero ella no.
—¿Tú crees?
—Lo sé.
—¡Qué bueno debe de ser estar tan segura de algo!
—Es una de las pocas cosas buenas que tengo: soy muy segura —afirmó Atty—. Mi madre dice que soy un roble y que debería ser más bien un sauce.
—¡Qué sabe tu madre de sauces! —Se quitó las gafas de los ojos, las apoyó en el tabique de la nariz y miró a Atty—. Ella no es un sauce. —Volvió a ponerse las gafas y añadió—: Si tienes que ser algo, sé mejor una planta carnívora.
—¿Como la venus atrapamoscas?
—Cualquiera de esas.
—¿Sobre qué escribiste cuando te tocó presentar el texto de ingreso a la facultad? —preguntó Atty.
—La especulación —contestó Liv—. Yo estaba a favor. Lástima que no mencioné también mi convicción de que ser productivo para la sociedad, según las normas de la sociedad, es algo que está sobrevalorado. ¿Y tú sobre qué vas a escribir?
—Puede que no importe pues me parece que estoy bien jodida, por lo que se refiere a ir a la universidad, dados mis antecedentes.
—Sven, mi segundo marido, no fue a la universidad. Es un inventor. Tiene montones de patentes. La universidad es algo artificial. —Liv se estiró las cejas con el pulgar y el índice y añadió—: ¿Y si me hiciera cargo de ti, Atty?
—No sé cómo sería.
—No, claro que no lo sabes.
Atty pareció pensarlo. Dobló las rodillas y las levantó contra su pecho.
—Viene un hombre a cenar.
—Somos demasiado competitivas para manejar a un hombre que viene a cenar. Es como el juego de las sillas musicales al que juegan tus compañeros del colegio; todos quieren ser el mejor de la promoción, pero solo uno logra que le presten atención.
—¿Como en el juego de las cucharas? —Atty cogió el aceite bronceador—. ¿Vamos a jugar a las cucharas?
—Creo que hemos prohibido ese tipo de juegos de salón. Prudentemente. La última vez que jugamos a las cucharas fue cuando tu madre, a su regreso de la facultad, trajo a casa a Darwin Webber.
—¿Quién es Darwin Webber? Ella no quiere decírmelo.
Atty destapó el tubo de aceite, se puso unas gotas en el brazo y luego las frotó bien.
—Era su novio —dijo Liv—. Creo que habría podido resultar bien.
—¿Qué entiendes por bien?
Se miró los brazos relucientes.
—Lo digo en un sentido básico. Bien. ¿Por qué preguntas?
—Entonces, ¿era americano-alemán-africano o un americano-africano-alemán?
—No lo sé. Era una de esas personas que parecen de cualquier nacionalidad. Una cara globalizada.
—Ah.
—¿Qué clase de hombre trae Ru esta noche? —preguntó Liv—. ¿Tiene aspecto de rico?
—No podría decírtelo.
—Eso se nota a simple vista —dijo Liv—. ¿Por qué lo ha invitado?
—Ru prometió ayudarle a reconquistar a la mujer de la que está enamorado. Lo ha invitado para que os vea. Creo que lo conoció cuando era más joven.
—¿Un hombre enamorado? —preguntó Liv, riéndose.
Atty asintió.
—Presa fácil.
Atty se recostó, se puso el libro de Nancy Drew debajo de la nuca, a modo de almohada, y cerró los ojos. Había pensado leer la novela de Nancy Drew. Honestamente, odiaba a Nancy. Su papá abogado que le compra un coche, su cabello rubio y sus ojos azules, su sinceridad. ¿No había un poco de remordimiento asomando por debajo del jersey? Ese era el verdadero misterio.
—Si te haces cargo de mí, ¿me enseñarás la forma de dotarme de un arsenal, uno profundo?
Liv asintió.
—Un fusil por vez, cariño.
Atty cambió de lado y se colocó frente a su tía.
—Dame el primer fusil.
—Nunca pidas favores —dijo Liv.
—Perdona —contestó Atty, herida—. Pensé que me lo habías ofrecido.
—No —repuso Liv—. Ese es el primer fusil. Un arsenal no es solo una pistola que vas a blandir frente a un intruso. El arsenal habla por sí mismo. Amenaza. Con un arsenal tienes que parecer que vas muy bien armada. Para que nadie se meta contigo.
—Entiendo.
Estaba deseosa de tuitearlo, pero sabía que Liv se asustaría si ella sacaba su iPhone.
—Les haces creer a los demás que lo que pueden hacer por ti se les había ocurrido a ellos solos. Si creen que la idea es de ellos, tú no les debes nada. Es mejor andar por esta vida libre de deudas, emocionalmente, por supuesto.
—Libre de deudas —repitió Atty, tratando de memorizarlo para enviar luego los tuits—. Emocionalmente. Me gusta eso.
—En el centro de desintoxicación adquirí mucha sabiduría. Me alegro de poder transmitirla —dijo Liv, mirando a Atty—. Por momentos me recuerdas a mí cuando era joven. ¿Lo sabes?
De pronto, aparecieron lágrimas en los ojos de Atty. Se pellizcó la nariz.
—¿Tú hubieras robado un mosquete y disparado delante de toda la escuela en el fin de semana de los padres?
Liv quería preguntarle por qué lo había hecho. Temía que la historia fuera más aterradora y oscura de lo que Esme había dejado entrever. ¿Atty lo había robado con la intención de lastimarse? El centro de desintoxicación estaba lleno de suicidas. A Liv también la habían encasillado en esa categoría y estuvo en terapia de grupo cierto tiempo, como si alguien les hubiera informado de que ella podía haber pensado pegarse un tiro con la escopeta de caza de su ex marido. Se acordó de cuando el psicoanalista les pidió que evitaran las «palabras gatillo», como «loco», «chiflado» o «demente». Liv tuvo ganas de decirle: «¿Y si “gatillo” fuera tu palabra gatillo?» Al fin y al cabo ella se encontraba allí por un supuesto incidente con una escopeta. Pero se abstuvo y esgrimió una excusa para no seguir yendo a las sesiones.
—Sabes —dijo Liv—, en las circunstancias apropiadas, yo habría reaccionado igual que tú. A veces es el mundo que está loco, no nosotras.
Liv sintió de pronto que su vida era muy frágil y le entraron deseos de atiborrarse de pastel de cumpleaños y llorar a mares. En realidad, se sentía como si recorriera su vida hacia atrás y aterrizara —emocionalmente hablando— en los tumultuosos años de su adolescencia. Guardaba todo aquello dentro de ella atado y bien atado.
Le entregó a Atty lo que le había pedido: su arsenal.
—No seas vulnerable —le recomendó— a menos que vayas a usar tu vulnerabilidad para lograr lo que quieres. Aprende a llorar por un céntimo, pero nunca permitas que alguien sepa que lloras de verdad.
—Lo intentaré.
—Y recuerda que es más fácil quitarle el novio a otra chica que estar con un chico que no desea tener novia y convertirlo en alguien que sí quiere tenerla.
—¿En serio?
Atty pensó en Lionel Chang, cuando la había besado. Y como un relámpago cruzó por su mente el recuerdo de lo que sintió cuando la mano de él acariciaba su sostén con relleno. Lionel salía en ese momento con Maeve Brown, pero eso no lo detuvo, y Atty no supo conquistarlo. De hecho, fue por eso que empezó a hundirse en la desolación. Y una de las razones por las que tuiteaba tanto era que Lionel Chang figuraba entre sus seguidores. (Atty tenía 3.904 seguidores y estaba muy orgullosa de ello.) Quizá Lionel leía sus tuits. Quizá no. Pero, no obstante, deseaba demostrarle a él y a otros, como al asqueroso Bryan Morgan, que ella estaba bien, muchas gracias.
—Absolutamente —contestó Liv—. Yo me he construido una carrera sólida teniendo solo eso en cuenta.
Atty se puso tensa, pero aceptó el consejo.
—Vale —dijo. Aspiró un poco de aire y lo exhaló—. ¿Qué más? —preguntó.